Águeda Pizarro, perfil de una poeta rebelde
Águeda Pizarro, directora del Museo Rayo, se define a sí misma como una mujer trasnacional. Nació en New York, hija de un español republicano y de una aristócrata rumana. Perfil de una poeta que no permaneció a la sombra de su esposo.
Sentada frente a la tumba de Omar Rayo, Águeda Pizarro lo suelta sin miramientos: “El feminismo tiene que ser más subversivo, tiene que hacer más ruido en este país”. Y luego: “Yo soy feminista porque tengo que serlo. La mujer que no lo es, no está consciente de su lugar en el mundo”.
Sus frases, pensadas y pronunciadas con la minucia de una literata implacable pero con la serenidad de quien ha atravesado demasiadas tormentas, podrían resultarle paradójicas al desprevenido que vea en su figura no más que la guardiana de la obra de su esposo.
Desde la muerte del maestro Rayo, en 2010, Águeda asumió como directora del Museo que lleva el nombre del artista. Lo más evidente en su vida es que el Museo es ahora lo que es gracias a ella, que abrió una sala de lectura infantil en honor a su nieto, que se encarga junto a sus colaboradores de que todo marche, de visibilizar a los artistas emergentes y rescatar a los antiguos, de que los eventos aparezcan en los medios, de que el museo siga siendo el corazón de Roldanillo.
En el reverso de lo evidente, sin embargo, se mantiene lo que podría llamarse lo esencial: la vida compleja de una mujer amante de las letras y del arte, poeta, hija nacida en el destierro del padre y heredera de un fragmento de toda la profunda cosmogonía rumana de la madre.
La mujer que escribe un poema titulado ‘Delirio de Eurídice’, cuyos primeros versos dicen:
“Una hojarasca de recuerdos perdidos envuelve/Mi desnudez ciega/Me arañan y me muerden/Murciélagos que despiertan al dolor de su /Renacer”.
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Era 1939. Miguel Pizarro Zambrano, filólogo, poeta de la generación del 27, amigo de García Lorca, profesor de literatura y ante todo un republicano español, abandonaba España con destino a New York junto a su esposa Gratiana Oniciu, a quien había conocido en Bucarest cuando dictaba un curso de poesía contemporánea.
Tres años antes, Francisco Franco había sido proclamado jefe supremo del bando sublevado contra la Segunda República Española y daba inicio a los que serían algunos de los años más oscuros del fascismo en Europa.
Un año después, en 1940, en aquel exilio al que los obligó el franquismo, Gratiana dio a luz a una pequeña a la que llamaron Águeda.
Ella, cuya madre venía de la comunidad sajona de Transilvania, Rumania; cuyo padre era un republicano de izquierda nacido en Alajar, provincia de Huelva, España; ella, la pequeña Águeda, nacía en la capital del mundo, New York.
La madeja del destino recorre caminos enigmáticos: con el tiempo, Águeda descubriría que aquella ciudad habría de definir para siempre el curso de su existencia.
Fue en 1961. Águeda cursaba un doctorado en Francés y en Filología Románica y Omar Rayo había llegado a New York a exponer sus Intaglios en la Galería Los Contemporáneos, en Manhattan.
Allí lo conoció, pero aún tendrían que pasar tres años para que, en 1964, el romance iniciara. Todo empezó, dice Águeda, como una relación intelectual, uno de esos romances definidos tanto por la pasión como por las ideas: el de Hemingway y Gellhorn, o el de Simone de Beauvoir y Sartre, por ejemplo.
Ahora era Rayo quien le enseñaba a Pizarro, a la jovencita rubia y delgada de sangre rumana que hablaba un perfecto español, algunos de los autores eminentes de la literatura española.
Rayo le regaló a Águeda un ejemplar de ‘Cien años de soledad’ y le habló de Juan Rulfo, de Cortázar, de Vargas Llosa. “Lo que nos unía al principio era el amor por el lenguaje poético”, dice ella, pero de inmediato borra cualquier estela de romanticismo ligero: “Me enamoré, sí, y fue una relación muy tormentosa”.
Aunque aquello vendría después: al inicio se trató de las convulsiones de una mujer poeta que encontraba al autor de unas obras que para ella eran profundamente eróticas, y de un hombre a quien fascinaban los poemas de aquella mujer.
En 1969 la publicación de ‘Aquí beso yo’, un conjunto de poemas inspirados por las cartas que Águeda había escrito a Rayo y que sería su primer poemario publicado, se hizo gracias al propio artista, quien también habría de presentar a Águeda en el círculo de los nadaístas en Bogotá, a su llegada a Colombia.
No fue poco para ella. Llegar a Colombia le significó la posibilidad de una especie de liberación. “Hay mujeres que van a EE. UU. para liberarse, a mí me ocurrió lo contrario”. Los nadaístas la acogieron y aplaudieron sus poemas. Incluso, ella hizo varias lecturas con ellos y en uno de los números de la revista Nadaísmo publicó varios de sus poemas eróticos.
“Sentía que tenía libertad para escribir, para hacer poesía aquí en Colombia. Y mi poesía fue reconocida por los nadaístas y por las poetas colombianas de ese tiempo”.
Allí conoció a León de Greiff quien, dice, se convirtió en una especie de padre en Colombia, y a poetas como Emilia Yarce, Maira del Mar o Matilde Espinosa.
Y también conoció el espacio vital de Rayo: Roldanillo, ese pequeño pueblo que la deslumbró tanto por su exotismo desbordado como porque en sus funerarias vio demasiados féretros para niños.
Conoció a la madre de Rayo, con quien las cosas fueron difíciles y a sus amigos, “esos que escondían a las esposas”.
En este punto, Águeda hace gala de una capacidad de juicio completamente desapasionada, templada quizá en el curso de muchas tormentas, serena pero implacable.
“A mí me fue muy bien siendo la novia, o la amante de Rayo. Claro, me iba bien porque ellos escondían a las esposas, no a las novias”.
Como en todo diálogo, siempre es mucho más lo que no es dicho que lo que dibujan las palabras. Águeda, que ama la poesía y los juegos del verbo, trata de resumir algo con un verso: “En nuestro romance cayeron muchos rayos”.
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Se podría especular y afirmar que era inevitable que Águeda Pizarro fuera una feminista. Su madre era una aristócrata rumana que hablaba perfectamente el español y amaba la poesía japonesa y su padre, un intelectual colaborador de poetas como Federico García Lorca, Jorge Guillén y Pedro Salinas.
El suyo, entonces, era un destino como el de Virginia Woolf: una intelectual comprometida con la causa feminista de su tiempo. Podría ser que ese destino, que terminó por cumplirse, fuera inevitable, lo cierto es que su llegada a Colombia y su entrada en el círculo del nadaísmo fueron decisivos para ella.
Era cierto que los poetas nadaístas aceptaron su poesía y la valoraron, pero no era menos cierto que ese círculo era esencialmente machista.
“Los nadaístas decían que entre ellos no había poetas mujeres. Había una serie de machismos que yo, como extranjera, no podía captar del todo, de los cuales no era muy consciente.
Y fue gracias a los encuentros con poetas como Matilde Espinosa que yo desarrollo una conciencia de la situación de la mujer en el arte”.
Era una completa paradoja, dice Águeda. Los nadaístas se proponían hacer una revolución, pero eran incapaces de romper con esos viejos esquemas. “Es que ya sabemos, las revoluciones son machistas”, sentencia la poeta con lucidez arrasadora.
Para entonces, los días de Águeda transcurrían entre las clases que dictaba en universidades de EE. UU. como el Brooklyn College y sus viajes a Colombia y a Roldanillo, y era perfectamente consciente del movimiento feminista que, sobre todo en la poesía, se venía gestando en el país norteamericano.
Eran los años 80 y además de conocer a las poetas que hacían parte, aunque en muchos casos silenciadas, del nadaísmo, había conocido a Alba Lucía Ángel y había leído su novela, ‘Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón’.
La obra la sedujo tanto por la capacidad que de la autora para captar la forma de hablar de los campesinos y de la pretendida élite colombiana, como por los dramas desgarrados que retrataban el lugar de la mujer en la Colombia de la Violencia. “Violar a una niña era lo más natural del mundo. En la novela se describen varias violaciones y eso me impactó mucho”.
La obra, además, había sido mal recibida por ciertos sectores de la crítica por su contenido feminista y por haber sido escrita por una mujer.
Así que la situación de las poetas nadaístas y el conocimiento de la obra de Alba Lucía Ángel, de algún modo ilustraban para Águeda la situación de la mujer en el arte en la Colombia de los 80. De modo que, conocedora del movimiento poético feminista de EE. UU. y consciente de la necesidad de hacer una especie de revolución el arte que le diera a la mujer el lugar que merecía, para 1984 coordina y realiza el primer Encuentro de Mujeres Poetas de Roldanillo. Este año se realizará el encuentro número 33.
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- Usted dice que el feminismo debe ser más subversivo.
- Sí, claro. Por ejemplo, en Chile, las mujeres tuvieron mucho que ver en la caída de Pinochet. Ellas se reunían con la excusa de tejer, pero en realidad lo que hacían era discutir de política, resistir, buscar alternativas.
- Y en Colombia, ¿cómo ve el estado de los movimientos feministas?
- Yo creo que debe ser más abierto y debe hacer más ruido. Hay más temas sobre los que tenemos que hablar y sobre los que tenemos que ser más fuertes. Al país, además, le hace falta reconocer más a la mujer. Las mujeres han sido las que han sanado, ellas son las que crean redes, las que reconstruyen sobre las ruinas.
-¿Por qué un encuentro de mujeres poetas es tan importante para el feminismo?
- Porque a través de la palabra nos nombramos, damos forma y vida a lo que somos y ha permanecido en silencio. A través de la palabra tenemos le damos existencia a todo lo que está adentro nuestro y ha querido ser callado por mucho tiempo - responde Águeda, tranquila, inconmovible.
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Luego de que hemos hablado por un buen rato, nos disponemos a salir a la entrada del museo para hacer un par de fotografías.
Le extiendo la mano para ayudarla a ponerse de pie y ella la rechaza cortésmente.
“Sé que estás siendo caballeroso, pero es bueno siempre intentar levantarnos por nuestra propia cuenta. Gracias”, dice.
Soy Eurídice y no estoy perdida.
Renazco en la palabra que te renace.
Del otro lado de mis senos está la vida.
Hacia ella giro, dejando atrás tu rostro mudo,
Candente como magma
que se apaga bajo la mar
y doy un salto
rompiendo la membrana del tiempo
y doy un salto hacia el dolor terrible del amanecer,
en cuya boca sonora me espera un niño con su madre.
Fragmento del poema ‘Delirio de Eurídice’, de Águeda Pizarro, publicado por Ediciones Embalaje del Museo Rayo, Roldanillo.