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GACETA los invita a leer su cuento del mes: ‘El retrato’

Un hombre que camina la ciudad para vender libros. Un gato que se atraviesa en su camino. Una mujer vestida de rojo. Y un retrato. O dos. Este es el cuento del mes escrito por Ángela Adriana Rengifo.

12 de octubre de 2014 Por: Ángela Adriana Rengifo | Especial para GACETA

Un hombre que camina la ciudad para vender libros. Un gato que se atraviesa en su camino. Una mujer vestida de rojo. Y un retrato. O dos. Este es el cuento del mes escrito por Ángela Adriana Rengifo.

Ricardo se siente fastidiado por esa imagen. Es el afiche de una mujer sentada sobre una mecedora en primer plano; detrás están la playa y el mar, alcanzan a observarse alcatraces junto a unas canoas encalladas. El conjunto da la impresión de vetustez pero al tiempo exalta lo tradicional. La mujer negra y pelo canoso lleva puesto un vestido rojo de pepas blancas, con un cuello tipo marinero, sujetado por una gruesa correa negra. La indumentaria o el paisaje no son precisamente lo que inquieta a Ricardo. Es esa sonrisa que no puede descifrar. Ella parece mirarlo a él con un dejo de sarcasmo o burla. Entonces quisiera alejarse rápido de su vista, huir de ese cuadro –ya se dijo que es un afiche, pero lo han enmarcado–, pero necesita permanecer ahí disimulando su nerviosismo. La recepcionista ha anunciado su llegada y espera que la llamen de nuevo para darle una respuesta.Así se la pasa desde hace varios meses. Visita instituciones educativas, incluyendo colegios pequeños hasta universidades, para ofrecer los libros. La empresa donde trabaja es muy reconocida. El problema es la competencia entre los vendedores pues les pagan por comisión. A cada uno le asignan un sector, pero no falta quien quiera transgredir el territorio del otro. Hay que sumar el fastidio producido por los visitadores que siempre llegan a la hora más inoportuna. Ricardo ha aprendido a armarse de paciencia para vencer todos los obstáculos empezando por la puerta y terminando por las actitudes hostiles de sus posibles clientes.Mientras espera, la recepcionista le sonríe detrás de las rejas. Eso no implica necesariamente simpatía sino un gesto aprendido de falsa cordialidad. Bajo el muro, sin que ella ni nadie se dé cuenta, se quita uno de los zapatos para hacerse un masaje. Puede verse la plantilla tan gastada como la suela, pronto van a encontrarse creando un orificio que toque el suelo. Cuando devuelven la llamada a la recepcionista, Ricardo guarda entusiasmado su pie dentro del zapato. Ella pronto opaca su alegría pues le dice que hay una reunión muy importante y que en ese momento no pueden atenderlo. Luego de darle las gracias, él se dispone a marcharse. La recepcionista lo detiene un momento para regalarle un poco de café caliente en un vaso desechable. Nuevamente le agradece y emprende su camino. Como va tan entretenido enfriando el tinto no se fija por donde pasa y tropieza con algo. Es un gato color blanco con una mancha marrón sobre su frente, la única que tiene. El gato ha saltado a tiempo antes que lo pisara y se ha quedado sentado mirándolo en espera de una especie de disculpa. Pero Ricardo sigue concentrado en su café.No ha sido de su escogencia este trabajo. Terminó haciéndolo en parte por la necesidad y en parte por el azar. Ocho meses atrás estaba en un banco como cajero. Pese a que el sueldo no era el de un profesional –Ricardo se había graduado como administrador– al menos estaba sentado todo el tiempo bajo el aire acondicionado; si antes se quejaba, ahora nota la diferencia. El asunto es que un buen día lo despacharon para las vacaciones con la promesa de volverlo a llamar. En vista de que ese teléfono no sonaba pero sí aumentaban las deudas del arriendo y de los servicios públicos, empezó a enviar hojas de vida. Primero fue muy exigente con los clasificados, luego las enviaba a cualquier parte donde pudieran aceptar a un profesional sin experiencia en su disciplina con aproximadamente treinta y cinco años. Entonces un amigo le contó que podía ganar jugosas comisiones vendiendo libros y lo ayudó con una recomendación. En realidad las comisiones no eran tan jugosas, apenas alcanzaba para cancelar sus deudas y comprar comida. Se culpaba a sí mismo por su inexperiencia, guardaba la esperanza de que más adelante le fuera mejor.Una de las cosas que más lo motiva es su novia Lina, de un poco más de veinte años. Mientras trabajó en el banco ella parecía muy enamorada porque aceptaba con agrado sus invitaciones para ir a bailar o a comer. Fue difícil el cambio cuando se quedó sin empleo y los domingos por la tarde se convirtieron en aburridas visitas en la casa de ella que empezaban con el almuerzo y terminaban con la comida. La situación empeoró al reconocer los mal disimulados esfuerzos de Lina para excusar que no pudiera atenderlo: estaba enferma o tenía mucho por estudiar. Eso hizo imperativo conseguir un nuevo trabajo y aunque no le alcanzaba el dinero hacía lo imposible por llevarla a pasear. Hasta que una tarde ella le dijo que no iría a ninguna parte con él si no compraba primero un nuevo par de zapatos. Ese sería su primer propósito apenas lograra una comisión, sin imaginar que Lina ya recibía llamadas de hombres mucho más jóvenes que él y con capacidad de satisfacer sus gustos.Otra vez se encuentra frente a una ventanilla con rejas. Detrás está sentada la recepcionista, una mujer de unos cuarenta años que lleva puestas unas gafas casi en la nariz y quien en lugar de sonreírle como la otra, lo mira de reojo. Mientras espera ser anunciado, Ricardo se detiene a observar la decoración del lugar. También está allí. Parece que todos se han puesto de acuerdo en colgar esa imagen que tanto le desagrada: la mujer burlándose de él como anticipándole un nuevo rechazo. Para evitar esa sensación, Ricardo vuelve a mirar a la recepcionista pero ella le devuelve su gesto reclamando con sus ojos la privacidad. Suena el teléfono, cree escuchar regaños por la línea. Ricardo comprueba sus sospechas al escuchar también de su boca una respuesta agria. Después disimula dando las gracias y entonces tropieza con algo. Ese instante le parece repetido. Es un gato color blanco con una mancha marrón sobre su frente, la única que tiene. El gato ha saltado a tiempo antes que lo pisara y se ha quedado sentado mirándolo en espera de una especie de disculpa. Ricardo se agacha para acariciarle la cabeza.Soledad suspira apenas cruza la puerta que da hacia la playa. Su vestido rojo de pepas blancas hace un hermoso contraste con el azul del mar. A cierta distancia pueden verse unos turistas aficionados con la cámara fotográfica. Ella ha terminado de hacer el almuerzo y la casa despide un olor a comida como invitando a los convidados. Se sienta en la mecedora del antejardín para observar la gente que pasa. En ese momento va el cacharrero con su mula cargada de cosas que pueden gustarle tanto a niños como a viejos. A Soledad le llama la atención el cuadro de un hombre acariciando un gato. Por el vestuario se ve que es de ciudad, únicamente lo hace ver mal un par de zapatos muy viejos. Soledad sonríe al terminar de pronunciar estas palabras: “Qué pesar, es un muchacho hasta bien parecido”.La autoraÁngela Adriana Rengifo Correa. Nace en Cali, el 4 de junio de 1984. Licenciada en Literatura y Magíster en Literaturas Colombiana y Latinoamericana de la Universidad del Valle. Primer lugar II Concurso Latinoamericano y XVI Universitario Nacional de Cuento Corto 2003 Universidad Externado de Colombia, con el minicuento ‘Casualidad’. En el 2005 obtiene su segundo premio: Jorge Isaacs Colección de Autores Vallecaucanos categoría cuento, con su libro ‘Jitanjáfora’ publicado por la Gobernación del Valle del Cauca. En el 2008 ocupó el segundo lugar en el Concurso Nacional de Cuento ‘Leopoldo Berdella’, organizado por la Asociación Cultural El Túnel, de Montería, con el cuento ‘Metamorfosis’. Actualmente se desempeña como docente en la Universidad del Valle.

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