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Estafando al pajarraco

Tengo una bien ganada fama de ser buen amigo y pésimo enemigo -porque ya hasta me olvido de mis malquerientes- y creo que precisamente por lo primero, me sucedió lo que voy a relatarles a continuación.

3 de agosto de 2020 Por: Mario Fernando Prado

Tengo una bien ganada fama de ser buen amigo y pésimo enemigo -porque ya hasta me olvido de mis malquerientes- y creo que precisamente por lo primero, me sucedió lo que voy a relatarles a continuación.

Hace pocos días y por WhatsApp me contactó quien dijo llamarse Rodrigo Henao, compañero de pupitre del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Pilar. Me emocionó mucho saber de este viejo condiscípulo con quien compartimos los dos últimos años del bachillerato clásico superior.

Sabía que estaba viviendo en los Usas y que la prosperidad no había dejado de perseguirle de manera implacable e impecable, desde cuando se fue hace una buena cantidad de años.

Rodrigo -o quien dijo ser él- y luego de preguntarme por mi vida y milagros y viceversa, me solicitó que le recibiera un paquete que le iba a llegar aquí a Cali, mientras el retornaba a esta ciudad.

Un tanto extrañado le saqué el cuerpo a semejante propuesta, pese a que me acosó con el tema, enviándome mensajes durante casi una semana en la que le repetí que yo vivía fuera de Cali y que tenía la agencia cerrada motivo cuarentena.

No obstante mi negativa, procedió a pedirme que le facilitara cinco millones que le hacían falta para que le entregaran el pedido, lo cual me pareció que pasaba de castaño a oscuro: ¿Henao pidiendo 5 pinches millones a un amigo al que no veía hacía años? Lo anterior, sumado a que no le entraban mis llamadas por el pésimo servicio (!) me encendió las alarmas de la incredulidad y empecé a pensar que estaba siendo víctima de un intento de estafa.

Ello lo corroboré cuando le conté a otro amigo mutuo de la situación y quien de inmediato desenmascaró al maldito estafador, que al verse descubierto desconectó el celular siendo imposible su localización.

El segundo caso me ocurrió el pasado fin de semana. Y esta vez el amigo fue Rodrigo González Caicedo -o quien escogió suplantarlo-. De nuevo y por WhatsApp me abordó y me saludó con la cordialidad propia de este personaje de los toros y otros ruedos. Pero como al burro no lo capan dos veces, de entradita supe de qué se trataba y le seguí la corriente.

Sucede que el segundo Rodrigo de este cuento estaba en Dubái y necesitaba que le recibiera el mismo paquete que también me iba a hacer llegar el primer Rodrigo, al punto que me pidió mi nombre completo, mi cédula y mi dirección a lo cual accedí cambiando mi apellido, el número de mi cédula y la dirección.

Lo curioso es que el estafador fantasma se pilló el cambiazo y no ha vuelto a aparecer hasta hoy lunes a las 5:15 de la tarde en que estoy perpetrando esta columna. Huelga decir que el verdadero Rodrigo González Caicedo lo localicé azotando las calles en Popayán y no en Dubái y ha puesto en alerta a las autoridades.

En su desespero el timador, víctima de mi mamagallismo, comenzó en sus correos a mostrar el cobre, cometiendo unos errores ortográficos de mayor cuantía e ignoro si volverá a escribirme, porque debe sospechar que le tenemos pisada la cuerda.

Como sé que esta modalidad está pululando, espero que esta voz de alerta sirva para que no caigan en las trampas que le están tendiendo a las personas con amigos y parientes en el exterior, a las que les hacen consignar gruesas o flacas sumas de dinero, confiados en que como dice el programa de Caracol, ‘también caerás’.

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