Ibabura a sotavento
Cuando se va una cocinera, con ella marcha también la memoria de un pueblo; he dado en recordar a Chencha al tenor del recuerdo vivo de un canal que ya no existe, el mismo que representaba la suma cultural del litoral.
Los veleros con sus velas de sacos de harina entraban casi hasta la Calle Valencia por el Canal de Pueblo de Nuevo y la luz entonces era una acuarela donde brillaban los colores de las naranjas del Micay, el plátano hartón del Timbiquí, las cañas gordas de Puerto Merizalde, los caimitos de Yurumanguí, el pepepán de Cajambre.
El canal, natural, era una dársena labrada por los siglos e íbamos hasta ahí en Semana Santa en busca de marisco fresco e incienso para el Viernes Santo. Las canoas y balandras estaban a la vista, en el corazón del puerto y se compraba desde el muelle; jaibas azules en sus canastos de hojas, cangrejos de los esteros, cecina ahumada en lo bajíos ribereños, carne de tiburón envuelta en hojas, el brillo de agua clara en el ojo de los pargos lunarejos. Vine a saber que el langostino era un alimento exclusivo y costoso cuando vine a la ciudad. En el canal del mercado de Pueblo Nuevo lo vendían por ‘tapas’; las camaroneras habían inventado esta novedad de pesos y medidas. Tapas de tarros, pequeñas, medianas y grandes. Si pedías tres tapas grandes de langostino, estas iban al canasto con lo que levantara la mano.
Por esta época Pueblo Nuevo era una mezcla de aromas sagrados. Los indígenas Waunanas quemaban incienso y entre el humo, se distinguía el rojo de los collares de chaquiras, las esencias y palos de monte para conjurar el mal de ojo, la envidia, el infortunio.
Piangua, piacuil, reculambay, chorga, chiripiangua, almeja, carne de mero, de corvina, jurel, bocón y botellona, iban a la mesa en guisos aderezados con leche de coco y plátano maduro en punto de miel, en las casas porteñas, guapireñas, barbacoanas, tumaqueñas. Si no se cocinaba en casa estaba abierto el comedor del mercado atestado de turistas, porque ahí guisanderas legendarias hicieron su historia. Hablo por supuesto de Chencha, quien acaba de irse al otro mundo, casi centenaria. O Pancha, o Telésfora, mujeres que abrían delante del visitante sus ollas bíblicas con sus “caldos de dieciocho potencias” y trataban al recién llegado como si fuera un nuevo hijo. Visitarlas era entender la dulzura de las mujeres del Pacífico que se sienten madres cuando tienen la posibilidad de repartir alimentos; aquello no era, no es un negocio. Era una interacción real con el comensal que empezaba a ser miembro de una nueva familia cuando Chencha, Telésfora o Pancha lo instaban a repetir, a comer un poco más de su delicias, sin precio adicional.
Cuando se va una cocinera, con ella marcha también la memoria de un pueblo; he dado en recordar a Chencha al tenor del recuerdo vivo de un canal que ya no existe, el mismo que representaba la suma cultural del litoral. No sé a qué alcalde se le ocurrió hacer un relleno ahí, y taparon con tierra lo que otro día fue agua de mar, paisaje, veleros, muelle de ibaburas. Una ibabura era una casa en el mar, sala de partos, balandra comercial, correo, cocina. Navegaban como si hubieran escapado de la tierra firme de una aldea. Su techo era de palma y al interior los nativos templaban hamacas para que los niños negros e indígenas hicieran su siesta de ángeles. En las noches se alumbraban con lámparas Coleman o Petromax y avanzan lentamente, desprendidas del tiempo, entre sus ríos profundos y el puerto de Buenaventura. Algunos pescadores confundían las ibaburas con El Riviel, un espanto del océano que, decían, era el alma errante de Monsieur Rivier, un ingeniero de minas que llegó al Pacífico procedente de las Antillas Francesas. Seductor y enamorado, tenía una amante en cada cabecera de río. Dicen que vaga por el litoral en las noches, con una lámpara en la mano y sobre un esquife podrido.
Muchos niños nacieron en esas barcazas gigantes que hoy no existen; ahí recibieron su bautizo de mareas.
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