Mi amigo Alfredo Soto, que es caleño y vive con su esposa y sus dos hijas en Málaga (España), dice que el afán de cuidar a las niñas le ayudó a inventarles un juego: cada mañana les pinta las manos con un marcador y la promesa de una recompensa; recibirán un trozo de tarta si en la noche están limpias de garabatos. Entonces ellas se lavan una y otra vez como la lección más importante de sus vidas. Desde un edificio de apartamentos en el barrio Cruz del Humilladero, Alfredo me envía por WhatsApp un video que retrata las ocho de la noche en ese lado del mundo, cuando él y sus vecinos coinciden en los balcones y las ventanas abiertas para aplaudir en coro, agradeciendo de esa forma tan próxima y tan distante a quienes permanecen trabajando en el servicio de salud, afuera, en las clínicas y en los hospitales en crisis. La escena es un gesto de humanidad sublime para el que no hay público: las calles están vacías, como en una ciudad zombie tipo Walking Dead.
Acá, en esta orilla del planeta tan distante y tan próxima, Alfredo tiene a su mamá, doña Bolivia, y a su hija mayor, María José. De modo que otra parte de su preocupación vive titilante al teléfono, en vilo con las actualizaciones de Google. ¿Qué falta para que entiendan?, me dice. ¿Por qué no están todos encerrados?, me preguntaba al amanecer de este jueves. Y yo no sé, Alfredo. En la madrugada todo se veía distinto pero este jueves al mediodía Cali estuvo funcionando más o menos como si nada grave estuviera pasando. A esa hora, por ejemplo, en el parque de La Flora el apocalipsis no cuajaba sobre el cielo: una señora salió a pasear en coche a su bebé, y un chico de 16 años con esperanzas de ser futbolista corría detrás de pelotas de tenis que su entrenador personal le lanzaba al infinito. Dos señores aparentemente desconectados de los problemas estuvieron caminando al ritmo de sus audífonos, una pareja de ‘yoguis’ se acomodó para estirarse en el pasto, y la señora de los jugos de sábila instaló a varios clientes bajo la sombrilla del puesto ambulante que promociona con un anuncio que me imagino los ilusiona: ‘Salud y Vida’.
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Hay calles vacías, es cierto. San Antonio estuvo solo y a los costados de la Terminal de Transportes, filas de taxis vacíos alumbraron como hileras de escarabajos quemándose al sol. El presidente de la Federación de Taxistas de Colombia, Antonio Prada, dice que los servicios se han reducido en un cuarenta por ciento, y que sabe de taxistas haciendo trámites para devolver los carros presumiendo que no van a tener cómo responder por las entregas diarias o las cuotas de vehículos a crédito.
Hay calles vacías en el norte: en la esquina de la Sexta A con 24, ‘Pastrana’ dice que nunca vio tanta soledad en los quince años que lleva ahí sembrado cuidando carros. No tiene ya clientes de la escuela de cocina Mariano Moreno, ni de Crepes, ni de los otros restaurantes. Pero él sigue ahí, en el andén, a la espera del milagro.
En el Oeste también salió a trabajar Justo Murillo, que parquea su empresa junto a la estatua de Sebastián de Belalcázar: ‘Cholados Justo’, un negocio sin pierde desde hace 39 años. Aunque ayer fue la excepción, contaba Fernando Rodríguez, instalado en el mirador desde que era un niño como cuidador de vehículos y guía de turistas: a esa hora el hombre de los raspados solo había facturado una limonada. Y algo así le pasó a Marleny Bolaños, a unas cuadras de la galería Alameda, que con 32 años de fama vendiendo empanadas con ají de hierbas y gaseosa fría, este jueves no convocó los clientes de costumbre. Sus fritos sin embargo estaban ahí en la vitrina. Y la gente tan lejos y tan cerca, transitando en sus carros, a salvo, detrás del aire acondicionado.
En la plaza los comederos atendieron: el ceviche se ofreció al borde de la carretera y los vendedores de fruta sacaron los racimos, todo casi igual que siempre. Aunque no como un día de mercado. El ambiente fue más bien el de la modorra de un festivo. Afuera de Chipichape no hubo cachorros con pedigrí a la oferta, ni colas de carros intentando entrar como si adentro regalaran comida. A la hora del almuerzo los reguladores de tránsito y sus chalecos fluorescente descansaron recostados a la sombra sin necesidad de organizar el trancón de pitos. De esta parte, el virus sigue viéndose todavía lejos, Alfredo. O eso parece al menos en las calles. Así se veía Cali el jueves. Quizás muy pronto, aquí las niñas también amanezcan con sus papás inventándole juegos borrables en las manos. Ojalá.
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