Durante varios días, un equipo periodístico de la Revista Semana se internó en el oscuro mundo de la vida en la calle y las drogas en Cali, Medellín y Bogotá.
En los cuales constataron que la Colombia zombi está ahí, muy presente. Solo basta recorrer y ver las impactantes ollas de consumo en las principales ciudades para saber que el país está ante un problema mayúsculo de consumo. Son miles de personas que, bajo los violentos efectos de alucinógenos sintéticos, solo son cuerpos que respiran, pero no oyen ni ven.
Tampoco parecen sentir mientras están en el oscuro trance que los saca de su existencia por minutos y hasta horas. Lo paradójico es que todo sucede a escasos metros de sedes de alcaldías, comandos de Policía, entidades judiciales, ejecutivas y gubernamentales. A pocos pasos hay personas envenenadas con marihuana, bazuco, tusi, pepas y fentanilo que caminan por inercia.
Este es el panorama en Cali:
En Cali hay casas de expendio de bazuco a menos de 20 metros de la megaestación de Policía Fray Damián, una de las más grandes de la ciudad. La población de caminantes adictos se triplica al caer la noche, llegan atraídos por la oscuridad y la tolerancia de las autoridades para poner orden.
Las calles se atiborran de consumidores. Quienes están en un peligroso trance aseguran ver figuras de todos los tamaños, corren en búsqueda de ayuda, se refugian en búnkeres imaginarios y, en medio de esa alucinación, ven enemigos hasta en las sombras.
Hay mujeres, niños, adultos mayores, excantantes, personas hasta con posgrados, extranjeros y artistas, todos sumergidos en un mundo del que parecen no tener escapatoria y nadie hace nada por cambiar sus realidades.
Monstruo de mil cabezas
El comandante de la Policía de Cali, general Carlos Germán Oviedo Lamprea, reconoce que, aunque hacen esfuerzos diarios, el problema de la droga es un monstruo de mil cabezas que requiere de una acción integral. En la capital del Valle, los barrios Sucre, El Calvario, Fray Damián y San Pascual están afectados por la indigencia masiva, producto del consumo de droga.
Allí hay al menos cuatro bandas que controlan el microtráfico. La droga llega desde el sur del país, de departamentos como Cauca y Nariño, y se distribuye rápidamente por la ciudad.
“Esto es un veneno, me duele porque yo sé el daño que me hace, pero no puedo dejar de consumirla, he querido dejarlo, pero es imposible, no soy capaz”, señala John Rivas, un habitante de calle. Recuerda que en una de sus mayores ‘trabas’ se quedó dormido tres días bajo el inclemente sol y cuando despertó tenía quemaduras de segundo grado.
“Cuando uno está, está como muerto, puede uno estar parado, pero sin sentir nada, el alma como que se va del cuerpo”, añade.
Muchas de las casas de esos lugares son bodegas donde los criminales guardan la droga; en otras, hay alquiler de cuartos oscuros para un consumo casi VIP. Son habitaciones sucias y malolientes, repletas de consumidores que pagan entre 5.000 y 10.000 pesos para inyectarse en privado.
Regularmente, estos lugares son frecuentados por personas que no están en condición de calle y quieren evitar el escarnio. No hay certeza de cuánta droga se mueve en las ollas de las principales ciudades, lo que sí es comprobable es que el insumo nunca se acaba, siempre hay marihuana, bazuco y cualquier otro tipo de droga en estos lugares.
La droga está acabando con una generación de colombianos y la normalización del consumo es un indicador de que los números de indigentes adictos crecerá en los próximos años. Hoy, Colombia deambula como aquellos zombis de las ollas, un país que no tiene claro el rumbo y trastabilla entre la prohibición y la legalización de los estupefacientes.