Guido Niño Torres nació el 12 de agosto de 1989, a las 7:30 de la noche, en la Clínica de Occidente de Cali. Dicen que nada es casualidad. Ese mismo día nació el que sería su mejor amigo en la infancia, Arnaud Brieul, el hijo de los propietarios de uno de los restaurantes más reconocidos de la ciudad en su momento, Le Bistrot de París.
Aquella ‘coincidencia’ estrechó los lazos de las dos familias. El plan de domingo de los papás de Guido era ir al restaurante, que se convirtió en el favorito de su madre (q.e.p.d.).
– En ese lugar los meseros siempre estaban bien vestidos, a la francesa, de blanco y negro. Había un buen vino. Los manteles blancos, las sillas en madera… había un olor y un ambiente especial, me sentía en otro lugar. Y había comida francesa, pero con productos de Colombia. Creo que fue allí donde empecé a abrirme a la cocina. Yo iba a jugar con Arnaud, nos metíamos a hacer crepes que el papá le había enseñado.
Guido creció en el barrio Vipasa, donde se le pasaba en los palos de mangos. A los 4 años lo matricularon en el Liceo Francés. En el colegio tuvo la posibilidad de terminar quinto de primaria en Francia. Lo recibió una familia donde lo trataron como el cuarto hijo. Con ellos estuvo dos meses. Sus papás mandaron 200 dólares para todo ese tiempo. Guido se ríe.
En Francia cocinaba con la señora de la familia. Le llamaba la atención que comer era algo más que sentarse a masticar alimentos con afán; era casi un rito, una experiencia alrededor de la mesa que requería tiempo. Le sorprendía que tomaran vino, o agua. Le costó acostumbrarse, viniendo de un país donde tomamos jugos y gaseosas. El desayuno era más dulce que en Colombia. No había huevos, sino pan, confituras. La cena incluía una entrada, un plato fuerte y el postre, así se estuviera en la casa.
– Cuando volví de Francia, llegué con otra dimensión de lo que era comer. Y ya tenía, por el restaurante francés en Cali, esa inquietud por esa danza de los meseros. Veía una belleza alrededor del acto de comer, de servir los platos, de atender. Llegué con algo despierto, con ganas de cocinar.
A su regreso a Cali, Guido le dijo a su familia que las cenas de diciembre las haría él. En su maleta trajo unas tarjetas con recetas francesas. Uno de los platos era una carne rostizada al horno. Fue su primer menú, aunque no salió bien. Las temperaturas de la tarjeta estaban en grados Celsius. El horno de su abuela funcionaba en Fahrenheit. La carne quedó demasiado cocida, pero Guido acababa de nacer para la cocina.
Hoy es el chef y copropietario del restaurante Likoké, en Les Vans, al sur de Francia. Junto al fundador de la hamburguesería El Paso, el empresario Andrés Román, tiene un sueño: inaugurar en Cali su restaurante, traer la alta cocina a la ciudad.
– Siento que Cali me está llamando.
Entiendo que sus papás despertaron esa curiosidad por conocer el mundo.
Mis papás, aunque eran colombianos, vivieron en Europa, en Madrid. Tenían una mentalidad distinta y promovieron que yo viajara, estuviera inmerso en otras culturas. Mi mamá es caleña. Mi abuela trabajaba en el campo. En su época hizo estudios y trabajó en el Ministerio de Relaciones Extranjeras, después de haber ordeñado vacas. Era raro en ese tiempo que una mujer trabajara. Mi abuelo materno era piloso, tenía una empresa que aún existe en Cali, se llama Especialidades Electrónicas, en el centro. Mi papá nació en Puerto Colombia, en el Atlántico, y lo trajeron a Cali cuando tenía 7, 8 años. Mis abuelos paternos eran santanderanos y costeños. Yo soy criado caleño con influencias de la costa y del campo. Soy un caleño híbrido.
¿Cuándo decidiste estudiar para convertirte en chef?
Uno no estudia para ser chef, uno es cocinero por encima de todo. Ser chef es tener una posición dentro de la cocina. No se sale del colegio culinario siendo chef, sino cocinero. Pero a los 15, 16 años, empecé a trabajar en Le Bistrot de París, en Cali, el restaurante al que iba de niño a jugar. En vez de irme a beber con mis amigos del Liceo Francés, iba a aprender. No me pagaban. Me metía a la cocina, donde todas eran cocineras de clase humilde. Y me gustaba lo que veía. Ellas tenían otra dimensión, preparaban comida francesa muy buena. Y eran colombianas. La jefe era una morena joven, una máquina, hacía las salsas. Les aprendí más a ellas que al dueño.
Y estaba entre estudiar cocina o irme a la Escuela de Oficiales de la Armada Nacional, porque mi tío, Sergio Torres, era oficial. Era mi tío favorito, pasaba mucho tiempo con él, y le había tomado ese amor al lado institucional de la Armada. Pero mi mamá me dijo, ‘mijo, este país está en conflicto, si usted quiere la Armada vaya, pero si tiene la posibilidad de irse, hágalo’. Con el Liceo Francés te dan la visa de estudiante más fácil para ir a Francia, donde el estudio no es tan caro, la salud es gratis. El esfuerzo para llegar es duro, pero se tienen más facilidades que en Colombia.
¿Cómo es irse a Europa solo?
Me fui en 2009. Me inscribí en un colegio de cocina en Lyon, pero como tenía un puntaje de mi bachillerato regular, no me aceptaron. Decidí inscribirme en lo que fuera y en cualquier lugar: funcionamiento de recursos hídricos, mantenimiento de aguas residuales, lenguas extranjeras… Me aceptaron en lenguas extranjeras en Aviñón, la otra ciudad papal. Allí vivía un amigo, Frederich Chastro. Estaba haciendo el colegio de cocina. Él estudiaba gratis porque es francés. A mí me costaba 9000 euros al año la formación en cocina francesa. No tenía esa plata.
¿Qué pasó?
Como me aceptaron en lenguas extranjeras, empecé a estudiar para tener estatus legal. Mis papás me pagaron el viaje desde Colombia, no sé cómo hicieron, me dieron 2600 euros en efectivo. Toda la familia ayudó. El gobierno francés pedía un depósito de $20 millones para probar que tenía como sostenerme. La mejor amiga de mi mamá, mi tío, mi abuelo, nos prestaron esa plata. Después de que la mostramos, la devolvimos.
Llegué a Aviñón el 18 de septiembre de 2009. Era de noche. Vi gente durmiendo en la calle, como en Cali. Tenía miedo, cogía mi maleta duro. En Aviñón vivía una exnovia. Me dijo que me recibía. Lo que no sabía era que ella vivía con su novio. Cuando él se dio cuenta que habíamos tenido una relación, le pidió que me sacara. Conseguí un apartamentico de nueve metros cuadrados. Donde dormía, me bañaba y comía. Cuando me senté en esa cama me sentí solo. No tenía smartphone, en ese tiempo eran muy caros. Había un radio de los años 50. Era mi amigo. Ponía música todo el día para no sentirme solo. Por el cuarto pagaba 150 euros al mes, pero a los tres meses me quedé sin cómo pagarlo. La dueña me echó.
¿En ese momento se piensa en dejarlo todo y regresar, supongo?
Afortunadamente me había conseguido una novia, y me fui a vivir con ella. En ese momento iba a la universidad a las clases de español e inglés a marcar tarjeta, nada más. Trataba de conseguir trabajos en restaurantes, pero no me aceptaban por falta de experiencia. Para no sentirme tan solo iba a la iglesia, porque allí encontraba gente latinoamericana, el padre era español, y le ayudaba a uno a sentirse menos solo, aunque no soy muy religioso. El cura me ayudó a conseguir un trabajo de jardinero en la mansión de una señora millonaria. No sabía nada de jardinería. Le recogía la mierda al perro, barría las hojas, le echaba agua a las matas. Me daba 50 euros a la semana. Y en Domino’s repartía pizzas en una motico. Como tenía la malicia indígena caleña, la administradora, una mexicana, me mandaba a repartir a los barrios bravos de acá. Cuando mandaba a los repartidores franceses llegaban sin pizza y sin plata...
¿Cuándo llegas por primera vez a la cocina de un restaurante en Francia?
Fue gracias a Frederich, mi amigo en Aviñón. Él les decía a sus amigos cocineros que yo también quería serlo. Y un amigo de él me dijo: hay una oportunidad para entrar a una cocina lavando platos. Renuncié a ser repartidor de pizzas. La cocina era donde quería estar. Tuve suerte de que el chef, Angelo Cimino, era chileno, joven, y nos hicimos amigos. Él me empezó a enseñar. Fue un regalo de la vida. Hasta que un aprendiz de cocina se aburrió y los dejó tirados en plena temporada.
En Aviñón hay un festival de teatro que dura un mes y la ciudad pasa en apenas un mes de tener 90 mil habitantes, a un millón de turistas que quieren comer todo el tiempo. Es una intensidad brava para los restaurantes. Entonces el dueño y Angelo me propusieron, además de lavar platos, ayudar en la cocina, hacer el puesto frío. Fue mi prueba de fuego y salió bien.
¿Cómo llegaste a la estufa?
Angelo estaba en la misma situación que yo. Era estudiante, luego no podía trabajar, y eso al final salió mal. Cayó inmigración al restaurante y le tocó salir corriendo para Chile. Solo trabajé con él cinco meses. Lo reemplazó un chef judío, Guillaume Khalifa. Yo seguí trabajando a su lado. Así pude empezar a pagarme una formación en cocina en Aviñón.
Hasta que, en 2011, falleció mi madre. Regresé a Colombia al sepelio. Ya estando en Francia ella estaba enferma. Le habían diagnosticado fibromialgia. Le decían “haga terapias”. Siguió sin mejoría hasta 2011, cuando se fue para urgencias y le dijeron que tenían agua en un pulmón y en una radiografía le vieron un punto en los pulmones. Tenía cáncer. Los médicos nunca intentaron hacer un diagnóstico diferente a pesar de que no había mejoría. Fue cuando pensé en devolverme a Cali. Pero mi mamá me decía que no lo hiciera. Y decidí volver a Francia por ella, el esfuerzo que hizo para que yo viniera a Europa fue muy grande. Me devolví con ganas de lograrlo. Mi viaje cambió de motivo: tengo que lograr ser el cocinero que sueño en nombre de mi madre y de mi familia, me decía. Todavía lo hago.
Y hoy eres el chef y dueño de un restaurante con estrella Michelin, Likoké
La historia de cómo llegue allí es larga, pero después de lo de mi madre, en el colegio de cocina conocieron lo que pasó y me convalidaron mis años de trabajo, no me tocó pagar los 9000 euros. Frederich, mi amigo, trabajaba en un restaurante con estrella Michelin, La Maison Bru, y me invitó a acompañarlo. Se trabajaba muy duro, de 8:00 a.m a 1:00 a.m. Pero de cierta manera eso me formó.
Después el restaurante decidió abrir un restaurante efímero en Bélgica, en la ciudad de Amberes, y me llevaron. El chef para mí era un Dios. Hasta que me di cuenta que en realidad explotaba al personal con bajos salarios y muchas horas de trabajo. Renuncié. El 7 de julio
de 2015 empecé en el restaurante donde estoy hoy, Likoké.
¿Y cómo se llega a ser el dueño de un restaurante en Francia?
Tenía 24 años cuando me contrataron. Volteaba en diferentes puestos, la pastelería, la parte fría. Y me fui quedando. Dos años después me hicieron pasar como subchef y ya nadie me movía de allí. Empecé a volverme un elemento determinante en la empresa. Hasta que, en 2018, el hijo del dueño, Cyriel, me dice: Guido, le voy a comprar la empresa a mi papá, y si el chef se va, me gustaría que nos quedamos juntos. Yo dudé en sí era capaz de ser el chef. Un año después el chef efectivamente se fue. Me dije: hagámosle. Yo ya había hecho una práctica en un restaurante de tres estrellas Michelin en Estocolmo que se llama Frantzen. Es uno de los mejores restaurantes del mundo. Me gustó la manera de trabajar, bien pensada. Yo dije: esto es lo que yo algún día quiero lograr. Quiere decir que mi concepción de la cosa puede funcionar, soy capaz. Finalmente acepté ser el chef de Likoké. Después, con el hijo del dueño, decidimos asociarnos. Le compré la mitad del restaurante, pedí un préstamo. Y conservamos la estrella Michelin, mientras yo estaba al mando de la cocina.
1936 fue el año en el que comenzó a implementarse las estrellas Michelin como una forma de calificar a los restaurantes.
¿Qué se encuentra un comensal Likoké?
Todas las bases son francesas, las maneras de hacer las salsas, las cocciones. Lo que aporto con la comida colombiana son los sabores. Es como una reinterpretación de lo que hay acá con la visión de lo que soy. Ahora vendemos arepas pequeñas, como del tamaño de una tapa de gaseosa, y las ponemos en el bbq y se inflan. Se rellenan con carne desmechada de ternera.
Likoké es un restaurante ubicado en una antigua casa de pueblo. Las creaciones y las recetas son mías, incluso hemos creado procedimientos, maneras de hacer cosas. Tengo un trabajo fuerte en vinagres, intento hacer vinagres a partir de frutas, vinagres que solo existen en el restaurante. Hemos creado un paladar gustativo que es único.
¿La meta es ganar las otras dos estrellas Michelin, supongo?
No es mi propósito. No me levanto pensando en eso. Si sucede, bienvenido. Es algo que puede suceder pronto, pero no me preocupa. Tengo un proyecto con Andrés Román, el propietario de la hamburguesería El Paso, en Cali. Queremos abrir un restaurante en la ciudad teniéndome a mí como jefe creativo. Llevar a Likoké a Cali, la alta cocina a la ciudad. Uno de mis sueños es aportarle a Colombia, que vengan colombianos a formarse y aprender algo nuevo en Francia. Pero hoy siento que Cali me está llamando.