Tiene una fundación llamada Colonia Holly en la que atiende a mascotas heridas y abandonadas. Historia de una salvadora de animales.

El 16 de abril de este año un terremoto de 7.8 grados en la escala de Richter sacudió la zona costera de la provincia ecuatoriana de Manabí. El movimiento de la tierra asoló los poblados de Manta, Porto Viejo, Esmeraldas, Bahía de Caraquez, Pedernales; dejó – ha dejado, porque el conteo puede continuar – 670 muertos, 12 desaparecidos, 6274 heridos y más de 28.000 personas huérfanas de hogar, vagando por ahí, en las calles rotas, entre despojos. 

Los dramas eran evidentes, tan devastadores como el propio sismo: hombres, mujeres, niños, ancianos, sentados en medio de ruinas, con el gesto desolado de quien lo pierde todo y no tiene hacia dónde acudir; el gesto desolado de aquellos que parecen no tener esperanzas. 

En el fondo, situadas atrás de cada una de esas tragedias, había otras, menos visibles pero igual de aplastantes. El estruendo de los grandes desastres suele ocultar los pequeños dolores que componen esas catástrofes: el niño que no encuentra a su padre, el padre que no encuentra a su hijo y lo busca entre escombros. El padre y el niño que buscan a su pequeño perro, a su pequeño gato atrapado en los restos de su casa. O el perro que se sienta, solo, silencioso, al lado del lugar en donde él sabe que están los cuerpos de quienes fueron su familia. 

De ellos, por ejemplo, no hay cifras. Se ignora cuántos perros y gatos murieron, cuántos quedaron abandonados, cuántos con una pata o la espina dorsal rota, cuántos siguen en las calles a merced del hambre y la enfermedad. Lo cierto es que también sufrieron,  también sufren.  Eso lo comprobó Holly, caleña, 27 años, que dos semanas después del sismo en Ecuador decidió viajar por cuenta propia junto a otro grupo de jóvenes hasta Pedernales y tratar de rescatar, de salvar, de enterrar cuando fuera necesario, a los animales afectados.

“No sé cuántos vi. Lo cierto es que eran muchos. Lo cierto también es que parece que nadie se acuerda de ellos cuando pasan cosas como esas. Pero todos ellos también necesitan asistencia...”, dice. 

La Colonia Holly

Hace un año que Holly Vanessa Villareal se graduó como técnica veterinaria. Hace dos y medio que tiene una especie de albergue para mascotas abandonadas que se llama Colonia Holly. Hay algo quijotesco en todo eso. La jovencita atiende en toda la ciudad casos  de mascotas enfermas, con fracturas, de vacunas necesarias, de perros atropellados, envenenados, abandonados... Un poco más de la mitad del dinero que hace con su trabajo lo gasta en su albergue, a donde llegan algunos de los perros y gatos abandonados, golpeados, que están en la calle y, como los otros, no tienen a alguien que pague a un veterinario para que estén bien. 

Holly, que se llama a sí misma una rescatadora de mascotas, lo que hace es auxiliar a esos perros o gatos: los lleva a la Colonia, les ayuda a recuperar su salud y luego los entrega en adopción. Ahora mismo tiene 59 gatos y 15 perros.

Hay un contraste dramático entre las cifras de los animales rescatados y los adoptados, dice.  

“A diario se presentan casos de animales que requieren ser rescatados. Eso es todos los días. Yo no los puedo rescatar a todos porque no tengo los recursos y porque no puedo llenarme de mascotas. Por otro lado, aunque la gente cada vez adopta más, no deja de ser complicado que lo hagan. A veces es muy difícil lograr que adopten a una mascota, sobre todo si está muy grande o si tiene problemas de salud”. 

Es exactamente lo que pasa con Fénix, un pequeño gato mestizo que trajo  junto a otros tres gatos y cuatro perros desde Pedernales, Ecuador, y que perdió el movimiento de sus dos patas traseras luego de que los destrozos de su casa cayeran sobre su columna vertebral. 

Fénix ahora se arrastra con sus dos patas delanteras y está siempre allí, tras ella, buscando su mano, su presencia. Hay otros casos con finales felices: dos perros y tres gatos de los que llegaron con ella desde Ecuador ya fueron dados en adopción. 

Sony, un pitbull que fue rescatado de un lugar en el cual era usado para que se reprodujera incansablemente, que había perdido parte de su piel y era constantemente golpeado, está en proceso de recuperación y ya hay una persona interesada en adoptarlo. 

Ecuador

Holly, me cuenta, lloró muchas veces. 

Llegaron a Ecuador y fue como llegar a un campo de guerra. Debían dormir en pequeñas tiendas bajo custodia del Ejército, comer en bolsas plásticas y recorrer los poblados arrasados en busca de mascotas atrapadas entre escombros o abandonadas. 

[[nid:576144;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/09/holly-ecuador.jpg;left;{Holly atiende a uno de los gatos abandonados en Ecuador. Su nombre es Copito y ahora está en la Colonia. Foto: Especial para El País}]]

 El grupo de los ocho  jóvenes de todo el país que decidió ir a los lugares afectados por el terremoto, recogieron inicialmente más de una tonelada de alimentos y medicamentos para mascotas. Una vez allí levantaban pequeñas salas de cirugía improvisadas, aplicaba vacunas, curaban heridas y establecían comedores para los animales entre los despojos del terremoto.

 También debieron asistir la muerte. Recuerda a un perro al que encontraron padeciendo moquillo. El caso estaba demasiado avanzado y el animal estaba entrando a una fase de convulsiones. No tuvieron otra alternativa que sedarlo para que muriera más tranquilo. 

Lloró también luego de haberle prestado atención a una perra a la que se le había fracturado una pata. Ese día no tenían los elementos necesarios para la cirugía de ortopedia que esta requería. Holly, relata, veía a la pequeña, la veía tratar de caminar  para seguirla, como si le pidiera que no la abandonara.  Decidió entonces traerla a Cali para poder operarla. 

Ella y Fénix fueron dos de las ocho mascotas que Holly trajo desde los poblados que sufrieron el terremoto. 

La vocación

Holly no tiene novio. No tiene tiempo, dice, mientras ríe. Lo suyo no es exactamente un trabajo, ni el cumpliento de un deber ni tampoco algo que se le parezca a un ‘hobbie’. Por supuesto, tampoco es una obligación. Podría decirse, más bien, que es una necesidad espiritual.

Son demasiados sacrificios. Los 59 gatos que ahora hacen parte de la Colonia requieren un bulto de 8 kilos de alimento cada dos días y los  15 perros, 1 de 22 de kilos cada cuatro días. Así que vende accesorios para animales, también postres y acude a empresas para obtener lo que necesitan sus mascotas.

Es una necesidad espiritual, no hay duda. Hace un par de semanas un niño llegó a su casa a las 8:00 de la noche con su pequeño perro en brazos. Al parecer habían intentado envenenarlo. El chico, zapatos rotos, lágrimas en su cara sucia,  no quería que su perro muriera y tampoco tenía para pagarle. No importó. No podía permitir que se rompiera el amor entre aquel niño y su mascota. Holly lo atendió. Le aplicó sueros, lo recuperó. No hubo pago. Hubo algo mejor: la certidumbre de haber salvado uno de los sentimientos más puros en la tierra: el que une a un hombre con su perro.