Por Santiago Cruz hoyos - editor de crónicas y reportajes

El 28 de abril de 2021, cuando en Cali se iniciaron las protestas del paro nacional, ‘Misterio’, integrante de la barra Barón Rojo Sur del América, estudiaba la historia de los estallidos sociales en Colombia, como el de 1971. Sacó una conclusión: los que morían en las manifestaciones eran jóvenes. Con sus compañeros de la fundación del Distrito Popular, una organización dentro de la barra, decidió no salir en la noche y recorrer los puntos de resistencia, los bloqueos, durante el día, haciendo pedagogía y distribuyendo alimentos.

Era lo que había realizado en la pandemia del coronavirus, con la que aún se lidiaba: tocar en las casas de las que colgaba un pañuelo rojo, la señal de que ya no había nada qué comer después de semanas de aislamiento obligatorio, para entregar un mercado y un mensaje de los indígenas Nasa: sembrar la semilla de esos frutos recibidos; garantizar la seguridad alimentaria a través de huertas comunitarias.

El empresario Juan Ramón Guzmán se dirigió hacia el punto de resistencia de los manifestantes en Siloé, junto con Rosa María Agudelo, la directora del periódico Occidente. Allí contó su historia: a inicios de los años 90, abrió una pequeña empresa en el barrio Obrero, con cuatro colaboradores. Hoy son 900. Se llama Bivien, la compañía que fabrica productos para el cuidado personal con marcas tan famosas como Arrurú.

Juan Ramón les dijo a los jóvenes que había llegado hasta allí para escucharlos, entender lo que sucedía, una ciudad donde miles de personas protestaban a diario y bloqueaban las calles. También se puso a disposición para ayudar en lo que hiciera falta. Los jóvenes, algunos con su rostro cubierto con pañoletas, manifestaron que se necesitaba con urgencia una olla comunitaria. En Siloé, a causa de la pandemia, muchos no tenían qué comer en sus casas. Juan Ramón se comprometió a ayudar con la olla (compró plátanos y demás) y solo pidió que lo invitaran a almorzar allí con su esposa y sus hijas. Así fue.

En el oeste, donde también había barricadas, Johana María Pinchao Salazar, una joven de padres recicladores, en ese entonces de 23 años, apoyaba el paro asistiendo a las marchas. No le importaba que para llegar tuviera que caminar horas debido a los bloqueos. Solo tenía una regla: ante el más mínimo brote de violencia, terminaba su respaldo al paro y se iba para su casa. Tiene una hija.

María Isabel Ulloa, directora de ProPacífico, y el empresario Joaquín Losada, de la compañía Fanalca (en ese entonces Joaquín era presidente de la junta directiva de la Andi, seccional Valle) hacían lo que se acostumbra cuando hay problemas de orden público: sostener reuniones con el gobierno local, departamental y nacional, además de los gremios, para analizar posibles salidas y restablecer el orden. Pronto entendieron que era un estallido social particular, que no se solucionaba con la Fuerza Pública. Cuando el gobierno ordenaba despejar un bloqueo, surgían otros.

En su casa en el barrio Normandía, al oeste, donde en una salida del barrio había una barricada y en la otra permanecían agentes del Esmad, la arquitecta Fabiola Aguirre, quien participó en la elaboración del primer Plan de Ordenamiento Territorial de Cali, pensó: “la pecera en la que vivimos se rompió”.

La empresaria Cristine Armitage reconoce que al principio no supo “leer” el estallido. Ya había pasado por algo similar el 21 de noviembre de 2019, durante el paro nacional de entonces, cuando el miedo colectivo se apoderó de Cali y todos estaban seguros de que en las calles había turbas de manifestantes que se iban a meter a los edificios, en un acto de sabotaje planeado con minucia. Aquel fue el día más difícil de la Alcaldía de su padre, Maurice Armitage. Para Cristine también.

Por eso, cuando empezaron las manifestaciones de 2021, ella prefirió irse a las afueras de la ciudad, segura de que en cuestión de unos días todo volvería a la normalidad, como en 2019. En su finca, cuando revisó los estados de WhatsApp (nunca lo hace) entendió que esta vez el paro era distinto. La mayoría de sus contactos apoyaban las protestas: el profesor de música de la Fundación Sidoc, los colaboradores de sus empresas, los trabajadores de su casa, los líderes sociales de los barrios. Cristine regresó a Cali de inmediato y se dispuso a activar comedores comunitarios.

A las 5:30 de la tarde del 1 de mayo de 2021, Sandra Moreno Valdés estaba a las afueras de su casa, sobre la Avenida Simón Bolívar, transmitiendo en vivo por sus redes sociales el paso de las caravanas que celebraban el Día del Trabajo y protestaban por la Reforma Tributaria que, en plena pandemia, proponía el gobierno de Iván Duque.

Su hijo, Santiago Moreno, se encontraba en la Loma de la Cruz. Allí alguien le disparó en el cuello. Murió horas más tarde en el Hospital Universitario del Valle, donde Santiago, hacía 23 años, había nacido. Soñaba con ser “el médico de los soldados”.

‘Misterio’, barrista y líder, junto a María Isabel Ulloa, directora de ProPacífico y el programa Compromiso Valle, una unión de 439 empresas para generar empleos, emprendimientos y educación en el Valle. | Foto: El País

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La reunión se programó en el barrio Potrero Grande, al oriente de la ciudad. Fueron invitados los jóvenes de las barricadas, o como se les conocía: “la primera línea”. También representantes del gobierno y empresarios. El ambiente era tenso.

No eran pocos los jóvenes que no querían reunirse “con esos ricachones, burgueses, que han sido indiferentes a las necesidades de tantos sectores de Cali”, decían. Entre los empresarios no faltaba el que se refería a los muchachos como simples “vándalos”.

Sin embargo, que los empresarios decidieran buscar a los jóvenes para conversar y no al contrario, generó un cambio. Que además fueran hasta sus barrios para conocer sus problemas, Siloé, el Distrito de Aguablanca, comenzó a desactivar la rabia.

En el oeste, Johana María Pinchao vio que desde los edificios alguien sacó una bandera gigante que decía: “FUERZA MUCHACHOS”. Johana no entendía. “Los de los edificios”, pensaban los jóvenes que protestaban en el punto conocido como El Ancla, eran los que toda la vida los habían mirado por encima del hombro a ellos, “los de la ladera”. De lado y lado había prejuicios que se derrumbaron cuando se dejó el miedo para conversar.

Ya había pasado la noche más oscura del estallido. Sucedió el 5 de mayo. La llamaron ‘La toma de Siloé’, cuando la Fuerza Pública llegó a la comuna para despejar las barricadas y varios jóvenes fueron asesinados. Ese día era el cumpleaños de Víctor Manuel Cortés Rodríguez, un joven trans masculino, nacido en Tumaco, líder social y defensor de derechos humanos. Pese a que no conocía a los jóvenes que murieron en Siloé, se derrumbó en llanto. Eran sus “compas”. Muchachos que protestaban por su misma causa, la exclusión social.

Víctor es un joven negro, con identidad sexual diversa, desplazado por la violencia, proveniente de un municipio donde hay que irse a otro lado para acceder a la educación superior o a una buena atención en salud, derechos básicos que cualquier persona necesita para progresar. Por eso protestaba, como sus “compas” de Siloé.

Al celular de Cristine Armitage no dejaban de entrar mensajes de los muchachos con los que trabaja en la Fundación Sidoc. “Nos están matando”, le decían. Cristine sentía la angustia de no saber dónde estaban los líderes que conocía, qué suerte corrían. Sin embargo, tras esa noche dolorosa, está segura que nació la oportunidad para transformar a Cali, lo que comenzó con aquella reunión en Potrero Grande.

A la mañana siguiente a la toma de Siloé en la ciudad se percibía la necesidad de ponerse en los zapatos del otro, de interesarse por la humanidad del otro. Rocío Gutiérrez, la directora del eje de construcción de paz de la Fundación Sidoc, lo explica así: Cali entendió la necesidad de conocer al ser humano que hay detrás, bien sea empresario, o joven de la primera línea. Era urgente dejar de mirar al otro desde los prejuicios.

Los prejuicios, dice Cristine Armitage, es la forma más fácil que encuentran las personas para protegerse cuando se tiene miedo.

“El gran logro de Compromiso Valle es haber construido lazos de confianza sin precedentes en el Valle. Han participado más de 50 mil personas”, comenta María Isabel Ulloa, Directora de ProPacífico. | Foto: El País

Tras la tensión inicial de la reunión en el oriente de la ciudad, que se extendió por más de ocho horas, sucedieron escenas que nadie imaginó presenciar jamás: empresarios reconocidos bailando el meneíto de manera muy particular.

Días después, cuando los empresarios les abrieron las puertas de sus compañías a los jóvenes manifestantes, “todo cambió de verdad”, dice ‘Misterio’. Algunos de los muchachos ni siquiera habían salido de su barrio. No conocían dónde quedaba el estadio Pascual Guerrero o la Biblioteca Departamental. En cambio sí tenían claro dónde estaba el Hospital Universitario donde llegan la mayoría de las víctimas de la violencia de la ciudad.

Estar en una fábrica o en una multinacional, tener la oportunidad de estudiar para después trabajar allí, sacar adelante a sus familias, hizo que en muchos jóvenes desapareciera la rabia y surgiera la esperanza de un futuro distinto al que vislumbraban cuando comenzó el estallido.

Los empresarios – de todos los tamaños – lo entendieron de la misma manera y surgió Compromiso Valle, una unión de 439 empresas y personas naturales que se dedican a financiar proyectos de educación, empleabilidad y emprendimiento para los jóvenes en Cali y el Valle del Cauca.

Incluso flexibilizaron los requisitos para contratar, dice Juan Ramón Guzmán. Algunos jóvenes no habían terminado el bachillerato. Otros presentaban antecedentes judiciales. Después de un proceso de formación en Compromiso Valle, los vincularon a las empresas. “Ninguno me ha fallado”, continúa Juan Ramón.

En el oeste de Cali sucedió algo similar: un grupo de vecinos entre los que se encontraban Liliana Sierra, Nathalia Gaviria, Fabiola Aguirre, Martha Botero, Gustavo Caldas, Martha Lucía Yusti, Carmen Elivra Villaquirán y decenas más, se unieron en lo que llamaron Iniciativas de Paz y Oportunidades del Oeste para, en conjunto con los jóvenes de la ladera, trabajar juntos en la consecución de sus sueños, con una idea: todos son vecinos de un mismo territorio. Si todos están bien, gozando de una vida digna, la comuna entera progresa.

Johana María Pinchao Salazar y su hija junto a Martha Yusty, madrina en Iniciativas de Paz del Oeste. | Foto: El País

Los muchachos les manifestaron que anhelaban aprender inglés para tener mejores chances de encontrar un trabajo. Profesores de las universidades y colegios que viven en el sector iniciaron las clases. También les manifestaron que se necesitaban empleos, por lo que algunos vecinos abrieron vacantes en sus empresas. Y se creó un grupo de padrinos para, entre otras iniciativas, ayudar a conseguir trabajos en otras compañías, impulsar emprendimientos, pero sobre todo tejer amistades.

La madrina de Johana María Pinchao Salazar es Martha Lucía Yusty Herrera, quien trabaja en una fábrica de productos de aseo para el hogar. Martha es también la madre de Nathalia Gaviria, actualmente directora de la Fundación Iniciativas de Paz y Oportunidades del Oeste.

Martha conoció a Johana después de que ella necesitara estar lista para una entrevista de trabajo. Se reunieron en la Casa Obeso (junto al Museo La Tertulia, la Casa Obeso se ha convertido en el punto de encuentro de los habitantes del oeste) y prepararon la entrevista. A Johana, que en ese entonces laboraba como recicladora en las noches, le dieron el empleo. Los fines de semana trabaja en La Saga, una tienda de artesanías ubicada en el Hotel Intercontinental. El resto de la semana da clases en un CDI del oeste. En las noches asiste a clases de inglés. Su propósito es comprar una casa.

Sandra Moreno Valdés, a quien le asesinaron a su hijo el 1 de mayo de 2021 en la Loma de la Cruz, se encuentra por estos días en Costa Rica. Allá contó su historia. Sandra hace parte de Memoria Viva Colombia, un colectivo integrado por los familiares de los jóvenes que murieron durante el estallido social.

También es enlace territorial del proyecto Forjar Oportunidades de la Fundación Sidoc (junto con Víctor Manuel Cortés Rodríguez). Forjar Oportunidades es una metodología que busca generar opciones para los jóvenes como una manera de reducir la tensión social y construir confianza en las comunidades. Sandra lo define así: es adoptar a los muchachos para orientarlos a hacer el bien.

Es una forma, también, de sanar su dolor. Perder un hijo es una herida siempre abierta. Lo que se hace es echarle un poquito de arena todos los días para seguir adelante. Sandra está segura que gracias a la oportunidad que le dio Sidoc, ella sigue de pie.

Cuando le preguntan si ya se conoce quién asesinó a su hijo, se ríe con sarcasmo. La Fiscalía le ha dicho que es ella la que debe señalar a los responsables. No han investigado. La justicia, dice, sería otro poquito de arena para su herida.

‘Misterio’, de la barra Barón Rojo Sur, está seguro que Cali, dos años después del paro y de las iniciativas de reconciliación, es una ciudad donde existen las oportunidades. Aprovecharlas depende de cada joven: prepararse, tener disciplina, creer que es posible. Porque es triste que los jóvenes salgan a exponer sus vidas en un estallido social reclamando oportunidades que cuando surgen, no las toman.

Pero sobre todo, dos años después del paro, más allá de los esfuerzos por generar emprendimientos, empleos, educación, Cali es una ciudad de amistades insospechadas hace unos años. No es extraño ver en el estadio al empresario Joaquín Losada junto al barrista Héctor Obando en un clásico entre Deportivo Cali y América.

El ‘directorio’ de la prosperidad del oeste

En el periódico El País, la arquitecta Fabiola Aguirre leyó la crónica: un grupo de vecinos del oeste de Cali se había unido para acercarse a los manifestantes que mantenían las entradas del sector bloqueadas e iniciar lo que al principio solo eran conversaciones.

En el grupo compartían un sentimiento: debían hacer algo frente a las brechas sociales por las que protestaban los jóvenes, la mayoría de la ladera; que en ese territorio llamado oeste, todos pudieran tener la posibilidad de una mejor vida y se vieran como lo que son, vecinos. El grupo se llamó Iniciativas de Paz y Oportunidades del Oeste.

Fabiola, quien vive en Normandía - siempre le ha gustado vivir alrededor del río Cali – decidió unírseles. No podía seguir en su casa como si nada estuviera pasando.

“Yo sentía que no era culpable de lo que llevó a los jóvenes a protestar, pero no es el hecho de que uno sea culpable o no, el problema es si a mi humanidad le ha importado la humanidad del otro. Y cuando yo miro al otro, lo miro a los ojos de igual a igual, como un vecino más, y me pongo en su situación, me doy cuenta de que su humanidad está carente de la posibilidad de tener una oportunidad de desarrollarse, de estudiar, de emprender, de alcanzar los sueños. Con el grupo Iniciativas de Paz y Oportunidades del Oeste empezamos a buscar alternativas para lograr esos sueños de los jóvenes”.

Con Iniciativas de Paz y Oportunidades se ha logrado apoyar y fortalecer alrededor de 150 emprendedores del oeste, a través de capital semilla o formación en finanzas, mercadeo, entre otros. | Foto: El País

Fabiola no olvida lo que alguien alguna vez le dijo: hay que tener responsabilidad social individual. Aquello no es solo un asunto de empresas.

Con Iniciativas de Paz y Oportunidades del Oeste los vecinos que integraban el grupo abrieron las puertas de sus compañías para brindar nuevos empleos a los jóvenes. Es el caso de Latin Products, una empresa dedicada a la fabricación de productos de limpieza para el hogar. Allí trabajan, a término indefinido y como Auxiliares de Producción, Alejandro Sierra, Alejandra Vidal y Felipe Ocampo.

A través de donaciones de los integrantes del grupo, y de entidades que se fueron sumando a la Iniciativa de Paz, también se impulsaron o se crearon los emprendimientos con los que soñaban las familias de la ladera. Son alrededor de 150 negocios. Sus direcciones y teléfonos se pueden consultar en un directorio alojado en la página www.fundacionipo.org, el sitio web de Iniciativas de Paz y Oportunidades.

Ely Cerámica, por ejemplo, es un emprendimiento de Eliana Ospina, quien se dedica a la elaboración de piezas de cerámica inspiradas en la naturaleza (310-4045761); Bambuarte ofrece cuadros en lienzo hechos con plumillas de bambú (316-4088920); Horneando Sueños es una panadería liderada por mujeres en Altos de Normandía (3235169312).

En la vereda Campoalegre, del corregimiento de Montebello, se cristaliza en cambio un sueño cultural: una biblioteca. Se llama Biblioteca Comunitaria Campoalegre Mundo Cultural.

Tiene el tamaño de un garaje y sin embargo es el punto de encuentro de los niños de la vereda. Allí les proyectan películas, les dan clases de dibujo, de música, se incentiva la lectura y el amor por los libros.

Se trata de una iniciativa de Nicolle Salcedo y Danilo Ochoa, una pareja de Campoalegre que anhelaba abrir un espacio donde los niños pudieran ir a hacer tareas y aprender algún arte. El grupo de vecinos que conforma la Iniciativa de Paz y Oportunidades del Oeste se sumó al sueño.

Gracias a donaciones se arreglaron goteras, se pintaron paredes, se consiguieron estanterías. La Fundación Bibliotec, gerenciada por María Elisa Holguín, los asesoró para adquirir el tipo de muebles que requiere una biblioteca, cuenta el psicólogo Gustavo Caldas, vecino del oeste y uno de los que ha estado al pie de este nuevo centro cultural.

Hace unos días les dieron una gran noticia: tan pronto se considere legalmente que la biblioteca de Campoalegre es un bien público – el sitio donde está tal vez deba ser transferido a la Junta de Acción Comunal - la biblioteca pasaría a formar parte de la Red de Bibliotecas Públicas, lo quiere decir que tendría financiación anual. Otro sueño cumplido.

Alejandro Sierra, Alejandra Vidal y Felipe Ocampo trabajan como Auxiliares de Producción en la empresa Latin Products S.A.S, contratados a término indefinido. Hacen parte de Iniciativas de Paz del Oeste. | Foto: El País

¿Qué podemos hacer juntos por Cali?, el análisis de Diego Arias

En contextos de crisis, mediados por grandes fracturas y polarización (incluso violencia), lo que ha puesto a salvo el presente, y sobre todo, el futuro de muchas sociedades, es la habilidad de sus integrantes para concertar un destino compartido.

Ejemplos hay muchos, en distintas escalas y contextos. Uno muy citado es el de Sudáfrica, en donde luego de años de segregación racial y violencia, se logró poner fin a un régimen oprobioso (apartheid) para dar paso a un nuevo diseño democrático en el que tuvo cabida, con derechos plenos, la mayoría negra. Pero no fue solo eso: fue posible también conducir el proceso hacia la construcción de un futuro compartido que involucró al conjunto de la sociedad y sus instituciones.

Ni en este, ni en ningún otro caso, se trata de una tarea fácil. Poder mirar conjuntamente al futuro, superando odios, rivalidades, heridas, miedos y profundas diferencias, requiere de un esfuerzo significativo, comenzando por tener la disposición necesaria.

Aún con el paso del tiempo, no parecen estar diluyéndose los efectos más dramáticos del estallido social que inició aquel 28 de abril de 2021 con el derribamiento de la estatua de Sebastián de Belalcázar y que terminó, casi dos meses después, con un balance doloroso de vidas sacrificadas, cuantiosos daños materiales y, sobre todo, dejando una sensación de temor, rabia e incertidumbre.

Ni el país ni esta ciudad volvieron a ser iguales. Lentamente han sido atendidos lo asuntos más urgentes, como la recuperación de la infraestructura, pero los sentimientos de dolor y enojo que dejaron la pérdida de vidas y el uso de la fuerza y la violencia (desde distintos lugares) se suman a una creciente falta de confianza en el futuro de la ciudad. No es arriesgado decir que el denominador común es hoy, la desesperanza.

Cruzarse de brazos y no hacer nada (o hacer lo mismo de siempre) no parece ser una opción. Y reconforta saber de la existencia y el empeño comprometido de muchas iniciativas de tipo eclesial, empresarial, institucional, social, comunitario y académico, que, sin dejar de intervenir en la realidad del presente, están pensando y gestando la ciudad del porvenir.

Un grupo de ciudadanos del más diverso origen que han estado llamando a la construcción de una Visión Compartida para Cali, identificó no menos de 23 de estas agendas que hoy están trabajando en asuntos tan importantes como lo ambiental, el tejido social, la paz urbana, la ruralidad, la reconciliación, los enfoques diferenciales, la priorización de proyectos estratégicos, la transparencia y la buena gobernanza, entre muchos otros.

Hay que celebrar, repito, la existencia de estas dinámicas y mucho más, que hace pocos días hayan podido reunirse para conocerse y conversar en un entorno de reconocimiento mutuo, respeto y valoración por lo que cada quien hace por esta ciudad. Es un primer paso que debiera permitir responder a la pregunta ¿Y qué podemos hacer juntos?

La idea de una Visión Compartida para Cali, entiendo yo, tiene que ver con un proceso organizado de participación (decididamente incluyente), compromisos y aportes muy horizontal, centrado en el futuro y asentado sobre una sólida base de confianza, en el que se establecen acuerdos fundamentales (sobre mínimos comunes) y en donde las diferencias no son un obstáculo sino, antes bien, un gran capital.

Una de estas agendas tiene una apuesta por una “Cali soñada”. Yo la imagino en sus 500 años (2036) como una ciudad diversa en su conformación y vocaciones; ambientalmente sustentable; alegre y colorida; solidaria y pacífica…o como lo ha propuesto el empresario Fernando Otoya, una ciudad realmente virtuosa.