En la sala Ana Frank se han salvado desde niños con peritonitis hasta víctimas de balas y rayos. ¿Se puede influir en el futuro de una nación desde un centro hospitalario?
El médico José Luis Castillo recuerda ahora a Rubén Darío Serna. El niño se tragó un pez vivo por accidente. Estaba en una quebrada de su tierra, el municipio El Doncello en el departamento del Caquetá. Entonces quiso pescar. Atrapó un pez. Quiso otro. Para quedar con las manos libres, sostuvo el pez atrapado, un corroncho de ocho centímetros, entre sus dientes. El animal empezó a batallar, se movió con fuerza, se deslizó por su boca, pasó por la garganta, quedó incrustado en el esófago. Fue cuando a Rubén Darío, 13 años, lo trasladaron a este, el Hospital Universitario del Valle, en Cali. Lo operaron. Retiraron lo que los médicos llaman cuerpo extraño. Repararon las perforaciones que causó el corroncho en el esófago. Después el niño pasó a la Sala Ana Frank, quinto piso del Hospital, donde se recuperó. La historia sucedió en noviembre de 2011 y aún se recuerda cuando Rubén Darío reía y les contaba a todos la aventura que terminó en todo un milagro de la ciencia. El médico Castillo tiene su mirada concentrada sobre la pantalla de su celular. Ahí tiene grabados los nombres de los pacientes que ha tratado en esta Sala que acaba de cumplir 50 años de fundación y en donde se brinda atención hospitalaria a niños de escasos recursos provenientes del Valle y departamentos como Cauca, Nariño, Putumayo y Chocó. La Sala, por cierto, cuenta con la única Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos de todo el Suroccidente de Colombia. En parte por esa especie de herramienta vital contra la muerte se ha convertido en uno de los centros de atención pediátrica más prestigiosos del país. Cada nombre en la lista de contactos del médico Castillo es una historia. Ahora recuerda el caso de Darwin, un niño que se tomó, también por accidente, una soda cáustica pensando que era una gaseosa. La soda cáustica es de uso industrial. Se utiliza para fabricar papel, detergentes. A Darwin le quemó el esófago. En la Sala Ana Frank volvió a comer, volvió a vivir.El cirujano pediatra Raúl Astudillo, quien ha trabajado aquí durante más de dos décadas, informa que cada año ingresan, en promedio, 4.000 niños. Unos 2.500 entran a la Sala de Hospitalización. Entre 1.000 y 1.500 a la Unidad de Cuidados Intensivos. Hilda Patricia Ortiz, secretaria, en cuyo computador guarda las estadísticas, dice que entonces es imposible saber cuántos pacientes han pasado por la Sala en 50 años. Un cálculo indica que el dato es tal vez un número cercano a la cantidad de habitantes de una ciudad como Buga: 150.000 personas. El cirujano Astudillo informa que entre las consultas más comunes están la apendicitis, la peritonitis, la obstrucción intestinal, el cáncer que, advierte, si se detecta a tiempo, los niños tienen posibilidades de superarlo. Precisamente, Astudillo asegura que una de las dificultades para atender estas enfermedades es que no se consulta a tiempo. En todo caso, uno de los principales motivos por los que llegan los niños a la Sala Ana Frank son los accidentes. El cirujano pediatra hace esta cuenta: de 100 niños accidentados, en el 50% de los casos los hechos ocurrieron en el hogar. El niño se cayó por las gradas, de una terraza. Las caídas de altura son recurrentes y se deben a casas sin seguridad en gradas, en balcones, además de descuidos de los adultos. Otro 30% corresponde a los accidentes de tránsito y niños peatones o ciclistas arrollados por carros. Un 15% corresponde a niños víctimas de balas perdidas y otras formas de violencia. El 5% restante son ahogamientos, rayos. Los accidentes, señala Astudillo, son una de las principales causas de muerte entre los niños. Que muera un niño, a propósito, es de lo más difícil que se padece en el oficio de la pediatría, agrega. Darle esa noticia a un padre es aún más terrible. Un hijo es futuro, sueños, metas, proyección de la vida. Ningún papá está preparado para que toda esa ilusión se esfume de repente, ni siquiera se le llega a ocurrir que tal cosa puede suceder. Ruthy Klahr es la presidenta de las Damas Hebreas B´nai B´ rith , Fundadoras de la Sala Ana Frank. Ruthy, desde el teléfono de su casa, narra la historia de cómo surgió la Sala. Todo se remonta al 13 de octubre de 1843. Ese día se creó, en Nueva York, la B' nai B rith, una organización judía que traduce Los hijos del pacto. La B' nai B rith funciona a través de filiales y está en todo el mundo. Su carácter es filantrópico, defienden los derechos humanos y tienen un asiento en la ONU. Ruthy dice que es algo así como una hermandad. Fue en 1962 cuando se creó, en Cali, la B' nai B´ rith femenina. Eran señoras judías que se reunieron para pensar en cómo y en qué ayudar a la ciudad. Decidieron que lo más urgente era intentar salvar a los niños enfermos que no tuvieran cómo acceder a los servicios médicos. Salvar un niño es salvar la patria, dice Ruthy. Entonces en ese año, 1962, crearon la Sala Ana Frank en este quinto piso del Hospital Universitario. Todo empezó con cinco camas y se sostenía gracias a bazares que programaban las Damas Hebreas, ventas de empanadas, de tortas. Ahora son 39 camas y todo se sostiene gracias a donantes permanentes y decenas de anónimos que ayudan cuando pueden. El Hospital paga los sueldos del personal médico y el nuevo objetivo, ahora que la sala cumple esas cinco décadas de labores, es que los niños reciban sin costo los medicamentos para sus tratamientos. El turno de donar es para los laboratorios farmacéuticos. El médico José Luis Castillo guarda su celular y explica que además de salvar vidas, la Sala Ana Frank es uno de los centros de formación pediátrica más importantes de Colombia y Latinoamérica. Aquí se han preparado especialistas de Guatemala, de Bolivia, de El Salvador. En el país, explicó el cirujano Raúl Astudillo, solo hay cuatro escuelas que preparan médicos para atender niños. Es la tarde de un miércoles de junio y la Sala Ana Frank parece un gran salón de un jardín infantil. Está decorada con bombas de colores, pinturas, un cuadro de Ana Frank, la niña judía que durante dos años se ocultó de los Nazis y dejó constancia de lo padecido en un diario. El nombre de la Sala es una forma de guardar en la memoria esa historia. Didier, un paciente, camina por los pasillos, pide galletas, pide colores. Otro niño ve televisión en un televisor que se turnan de cama en cama; Ángela María Zuluaga, una estudiante del colegio Berchmans, lee cuentos. La sala luce como la jornada de descanso de ese jardín infantil y el médico Castillo explica que efectivamente, ninguno de los niños que están aquí piensa en muerte, en tragedias. Piensan, en cambio, en volver a jugar. Solo eso. Para lograrlo lo más rápido posible, colaboran. Los niños, dice Castillo, son los pacientes más sinceros del mundo. Jamás ocultan el dolor. Los 39 pequeños que están en ese momento en la sala se alistan para eso, volver a los muñecos. Como Rubén Darío. El niño que se tragó un pez vivo ahora estudia en el colegio Corazón Inmaculado María de El Doncello. Monta bicicleta, corre, sueña con ser futbolista profesional, jugar en el Deportivo Independiente Medellín. Se salvan niños, se salva la patria. Rubén, a propósito, sigue comiendo pescado, pero frito.