No se repartieron tarjetas, pero todas las invitadas llegaron. Ninguna llevó regalos a la primera fiesta de Samara Milagros, Victoria y Jerónimo, pero no hacía falta. Un gran padrino llamado solidaridad, conseguido por una gran madrina llamada Tropicana, regalaron todo lo materialmente necesario para que tres mujeres recibieran a sus bebés en pocos días. En pocas semanas, las futuras mamás verán, después de mucho tiempo, la luz de la libertad y la luz de la vida brillando en las pupilas dilatadas, húmedas y temerosas de tres pequeñines que duermen en el lugar más cálido y seguro que hay en el mundo: el vientre materno.
Cada futura mamá llegó a la fiesta con una tiara de diminutas flores blancas sujetándoles el cabello que pocas veces se cepillan y se consiente porque los ánimos no abundan. Fue un día diferente. Maquilladas, vestidas de idéntica forma, lucieron con orgullo sus barrigas frente a un pabellón de miradas tranquilas y nostálgicas que no dudaban en exclamar ternura cuando salían de las bolsas de regalo, diminutos vestidos de niño y de niña y pequeñísimos zapatos. Durante una hora, de no ser por los uniformes color caqui que había en cada rincón del patio, se perdía la sensación de estar en el interior de un centro de reclusión.
Este singular baby shower, realizado en el centro de reclusión de mujeres Villa Cristina, de Armenia, fue una iniciativa del personal de guardia y la directora que, con toda la solidaridad de género y la sensibilidad heredada de su madre y de su abuela, no dudó en hacer eco a lo que en principio era un embeleco, pero terminó siendo un acontecimiento que llenó de risas y de mucha emoción un día en esta cárcel, un día que corría el riesgo de ser uno más, otro más.
Con la autorización de Tatiana, directora del centro de reclusión, comenzó una campaña que sin dudarlo apoyó la más bacana. Los micrófonos de la emisora fueron la ruta de la solidaridad. El teléfono de la estación empezó a sonar repetidamente y cada llamada anunciaba la vinculación de diferentes personas, de varias partes de la ciudad, a la novedosa iniciativa. Al final, se recogieron dos modernos coches, tres corrales, mucha ropa nueva, decenas de pañales, juguetes, mantas y hasta pañitos húmedos. Todo fue empacado y llevado hasta la calle 50 de Armenia. Tras esa puerta azul del penal, que divide el error callejero de la sanción por cometerlo. Hubo música, torta, arroz con leche, un globo enorme, decoración infantil y tres pequeños pulpos tejidos en lana que sirven para tranquilizar infantes.
Paula Andrea Mazo se enteró que estaba en embarazo el día que la capturaron. Las razones de su detención no las vamos a mencionar, esa no es la historia. Paula Andrea llegó a Villa Cristina, no sabemos hace cuanto, no preguntamos. Lo que sí supimos es que después de dar a luz recobrará la libertad. Dios quiera que su paso por este pequeño mundo la lleve por el camino correcto, al lado de Victoria cuya voz, color de piel y color de ojos conocerá junto a sus otros dos otros hijos en dos meses. Ella, la mamá, asegura que haber llegado a Villa Cristina fue positivo pues de no haber sido así, el embarazo no hubiera avanzado. Los primeros meses de gestación fueron complicados. Le diagnosticaron embarazo de alto riesgo. Por fortuna, no faltaron las atenciones médicas, el Inpec dispuso lo necesario para que no perdiera ningún control materno y solo falta esperar las contracciones, conocer la potencia del llanto de Victoria y comenzar a arrullar.
Si un juez lo autoriza, la normatividad jurídica en Colombia permite que las mujeres privadas de la libertad que están en embarazo puedan ir a casa el último mes de gestación y permanecer allí junto al bebé hasta cuatro meses después del parto. Luego, si queda tiempo por pagar de la condena, deberán volver al centro penitenciario. Ese no será el caso de Cindy Johana, la mamá de Samara Milagros; ni de Leidy Johana, la mamá de Jerónimo. Las dos, junto a Paula Andrea, cruzarán en unos días la puerta azul que las ha tenido aisladas del ruido y las nocivas tentaciones que ofrece la pobreza, para ir a casa, luego a un hospital y después otra vez volver a casa.
Cuando lleguen los benditos y eternos dolores que obligarán a Leidy, a Paula y a Cindy a gritar antes y más duro que sus recién paridos, y a arañar con inusitada fuerza lo que tengan a mano, hasta que sientan que ya sus pequeños también han visto la luz, serán nuevamente libres, igual que sus hijos a los que, al cortarles el cordón umbilical, los invitarán a pasar a un mundo menos sosegado que las barrigas de sus nuevamente ilusionadas mamás y en el que las malas decisiones se multiplican cuando las oportunidades faltan.