“No sé si sabes lo que pasa en mi país: mataron nuestro presidente, hace poco pasamos un terremoto. ¡No hay oportunidades!”.
Así explica Nelson por qué salió de Haití para emprender un viaje lleno de riesgos a través de medio continente sudamericano. De 28 años, no tiene ningún documento. En una mano sostiene su teléfono móvil y en la otra una billetera de cuero. Mientras conversamos, mira con recelo sobre sus hombros. Vigila que ningún avivato se cuele en la larga fila que él y varios compatriotas suyos forman frente a la taquilla 34 de la Terminal de Transporte de Medellín, occidente colombiano, justo al lado de un pequeño cartel que dice “welcome migrantes”.
Son las 10 de la mañana y ha dejado de llover. Personas jóvenes llenan las salas de espera. Las mujeres y los niños duermen sobre sus maletas y mochilas mientras en la fila los hombres aguardan que la empresa de buses comience de nuevo a vender pasajes hacia Necoclí, municipio ubicado a 550 kilómetros al norte, a orillas del mar Caribe, en pleno Golfo de Urabá.
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Nelson se encuentra justo a la mitad de la cola y teme no conseguir tiquetes para él y su esposa de 24 años. Ello le significaría pagar hospedajes y alimentos que no tenían contemplados, un dinero que podrían necesitar más adelante. Habían llegado a Medellín una hora antes, procedentes de Ipiales, ciudad fronteriza con Ecuador ubicada a 880 kilómetros al sur. Y quieren llegar cuanto antes a Necoclí.
Nunca viajan solos. Siempre se mueven en grupos de 20, 30 o 40 “para enfrentar mejor los peligros”, como dice. No recuerda la fecha exacta en que salieron, pero sí tiene presente que ya han recorrido cuatro países en un mes y un par de semanas. “Salimos de Haití a República Dominicana. De allí fuimos a Brasil. No sé cómo se llama esa ciudad, pero de allí pasamos a Perú y luego Ecuador. Luego, pasamos a Colombia”, relata.
Un periplo geográficamente absurdo, pero el más barato para los haitianos, porque “si tienes dinero, abordas un avión hasta Nicaragua o Guatemala, o incluso a México. Pero así nos toca a los pobres.”
Para esa ruta, Medellín constituye un paso obligado. Desde esta ciudad conectan con Necoclí en un viaje por tierra que puede tomar hasta 12 horas. Una vez allí Nelson, su esposa y sus compañeros deberán abordar una lancha que remonte las aguas del mar Caribe hasta llegar a Acandí, un pequeño pueblo que limita con Panamá. Desde allí, se internarán a pie por el Tapón del Darién, una selva extensa, densa, pantanosa y virtualmente inexpugnable que sirve de barrera natural entre ambos países.
Se trata, sin duda, de uno de los pasos más riesgosos para estos haitianos que quieren llegar a México, donde un par de familiares los aguardan. “¿Qué si tenemos miedo? ¡Claro! Por todo: por los precipicios, por esos puntos difíciles para caminar, es selva y no sabemos qué vamos a encontrar: si animales que puedan comerlo a uno, hombres armados que pueden matarte”, dice.
Necoclí y la paradoja migratoria
“En los cuatro años que llevo aquí siempre he visto migrantes. Pero eran grupos pequeños de 200, máximo 400 personas. Pero la situación se desbordó. Este año llegamos a tener hasta 15 mil migrantes”, explica el sacerdote Henry Lopera. En su parroquia, Nuestra Señora del Carmen, en la cabecera municipal de Necoclí, atiende y acompaña la peregrinación de cubanos, venezolanos, africanos y haitianos que diariamente deambulan en busca de una embarcación que los lleve hasta Acandí.
“Básicamente los escucho. Ellos llegan algo desorientados, entonces les damos información sobre donde pueden albergarse”, cuenta Lopera. Y añade: “también, si necesitan algún tipo de acompañamiento en salud se les gestiona. Si necesitan consultar un médico, se gestiona, si necesitan algún medicamento, se consigue. Y con apoyo de la comunidad, también conseguimos mercados para entregarles”.
Desde su llegada a Necoclí el acompañamiento humanitario a los migrantes se convirtió en parte de su tarea pastoral. Pero los últimos 18 meses han sido realmente intensos y tanto él como en general la Iglesia Católica han tenido que triplicar los esfuerzos.
“¿Por qué llegamos a esta situación? Por cuenta de la pandemia, pensaría yo. La frontera con Panamá estuvo cerrada varios meses por pandemia y los migrantes se fueron represando y represando aquí en Necoclí. Tampoco había embarcaciones que los transportara y les tocó quedarse”.
Este municipio, según el DANE (Departamento Nacional de Estadística), tiene 42 mil habitantes de los cuales unos 10 mil viven en la cabecera.
Para un lugar de esas dimensiones, albergar semejante flujo de migrantes indocumentados ha generado toda suerte de repercusiones y traumatismos.
“Como los migrantes no podían salir hacia Acandí les tocaba quedarse aquí, pagar hospedajes y comprar alimentación. Eso ha reactivado la economía de Necoclí que también resultó muy golpeada por la pandemia”, relata Lopera.
En efecto, las ventas callejeras se tomaron el malecón, otrora visitado por los turistas. Cientos de casas de familia terminaron convertidas en improvisados hostales que cobran 30 mil y 40 mil pesos la noche por persona; las mototaxis no dan abasto y el comercio de verduras, legumbres, frutas y carnes vive un inusitado auge. Como consecuencia, a los bares, cantinas, licoreras y discotecas les va mucho mejor que antes de los tiempos de pandemia.
“Pero esto también ha generado cierto desorden social”, aclara el clérigo. “Ha llegado otra gente, de otras partes del país, a pescar en río revuelto: vendedores, comerciantes, prestamistas que uno sabe que no son del pueblo y que abusan de estas personas. También se incrementó la prostitución y aquí no se veía mucho eso”.
La complejidad de la situación llevó a la Arquidiócesis de Apartadó, en asocio con la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), a habilitar una ‘Casa del Migrante’, un espacio “donde ellos pueden llegar a pedir información de dónde pueden hospedarse sin que abusen con los precios, cómo conseguir un médico o si necesitan albergue por una o varias noches. Donde puedan descansar y prepararse para lo que se les viene: caminar por esa selva donde han muerto y desaparecido tantas personas, donde hay grupos armados y tantas cosas que pasan por allá”, dice Lopera.
El drama por conseguir los tiquetes
El 5 de agosto el gobierno levantó las restricciones y prohibiciones para que las empresas de buses pudieran llevar migrantes indocumentados. Desde entonces, en las terminales del país atender las aglomeraciones de africanos, cubanos, y sobre todo haitianos, se convirtió en una labor cotidiana y dramática.
En Medellín, por ejemplo, la Terminal de Transporte viene recibiendo un promedio diario de 800 en busca de un tiquete hacia Necoclí.
“Pero sí es mejor que viajen con nosotros, de manera legal, y no cómo pasaba antes, que llegaban aquí a las afueras de la Terminal a buscar un coyote, alguien que los llevara ilegalmente, que les cobraba toda la plata del mundo y a mitad de camino los robaba y los abandonaba. Nuestra empresa recogió muchos migrantes así”, dice el ingeniero Julio César Gómez, administrador de una de las empresas de buses.
Según sus cuentas, solo en agosto las tres empresas movieron más de cinco mil migrantes, lo cual también implicó aumentar las frecuencias: “estamos despachando 10 buses diarios con cupo completo gracias a que ya no tenemos las restricciones de aforo que nos impusieron cuando comenzó la pandemia”, explica el ingeniero Gómez. Añade que para no afectar el servicio para los usuarios habituales que viajan al Urabá, “decidimos crear una taquilla solo para los migrantes y otra especial para los colombianos”.
Justo en la fila exclusiva para los indocumentados conocí a Nelson. Me contó que hasta ese momento él y su esposa habían tenido suerte. En Perú, las autoridades retuvieron durante varias horas el vehículo en que viajaba con su pareja y otros compañeros. Aunque el asunto no pasó a mayores, “estábamos muy asustados, sin visa ni pasaporte ni nada, te detienen y no sabes qué puede pasarte si no tienes identificación”.
En todos los pueblos, caseríos y ciudades que ha transitado ha tenido que enfrentar la codicia de inescrupulosos que buscan sacar tajada de su drama. “En todas partes dicen: vale tanto, tómalo o déjalo. Y en todas partes nos piden más dinero por todo: por comer, por hospedaje, por transporte”, enfatiza desesperado, con sus ojos abiertos de par en par.
Por ejemplo, en Ipiales descubrió que el tiquete que compró para viajar a Medellín le costó 50 mil pesos más de lo normal y aún no sabe cuánto le cobrarán de más en Necoclí. Cavilaba sobre ello cuando desde la taquilla 34 de la Terminal de Transporte una mujer gritó “no hay servicio, no hay más servicio”.
Una empleada salió del cubículo y comenzó a explicar: “Ya no hay más buses por hoy. Ya despachamos todos los que tenemos, además, nos dicen desde Necoclí que está muy lleno, que regulemos los despachos De nuestra parte ya no tenemos más viajes. Quizás en otras empresas”. Los hombres, desconcertados, comenzaron a hablar duro entre ellos, en un francés con marcado acento antillano.
“Ahora, ¿qué voy a hacer? ¿Pagar hotel y comida aquí en Medellín? ¡Si no viajo hoy me quedo en Terminal!”, dijo Nelson, determinado. Se acercaba el medio día y comenzaba a llover nuevamente. Grupos de 10, 15 y hasta más haitianos continuaban arribando a las salas de espera de la Terminal de Transporte de esta ciudad. Sus rostros reflejaban su drama.