Por Santiago Cruz Hoyos, Editor de Crónicas y Reportajes
Los tiros saben a metal. O por lo menos esa fue la sensación que tenía en su paladar John Castro – nombre con el que prefiere que lo identifique en esta historia – cuando recibió tres disparos en el oriente de Cali. Uno en la garganta; otro en el brazo izquierdo y el último, en el derecho.
– Yo era el cólico de los cólicos. Cuando me dispararon estaba enrumbado. Caminaba solo, porque no confiaba en nadie. Iba drogado y tomando licor por una trocha, tenía que pasar una invasión para salir al barrio a coger el carro que me llevara a la casa.
John nació en Buenaventura. Allá las bandas delincuenciales pretendieron reclutar a sus hermanos, así que sus padres se desplazaron hacia Cali. Tenía 4 años cuando llegó al barrio Nueva Floresta. Después su familia se fue para Villa del Lago, Charco Azul, hasta que se radicó en Potrerogrande, en el Distrito de Aguablanca. A los 9, 10 años, John dejó el colegio por los problemas económicos de sus papás. Se dedicó a andar la calle. Sin nada qué hacer, ingresó a las pandillas.
– Esa noche, antes de recibir los tres tiros, me encontré a un amigo. Él quería que yo fuera el padrino de su hija. Nos dimos la mano, le ofrecí un trago de mi caneca que cargaba en el bolsillo del jean y me dijo que me quedara. Yo le respondí que no, que más bien me iba a pegar un pase para pasar la borrachera. Él también quería. Yo le dije que lo comprara, no me gustaba compartir mi droga. Él lo compró y me dio a probar. Le dije: está bueno, compre más. Cuando el vendedor le pregunta: ¿para quién es?, mi amigo mencionó mi nombre. Unos segundos después me llaman por detrás. Cuando volteo, escucho los tiros. Por mi cabeza daban como ocho millones de pesos en el barrio.
Cuando dejó el colegio, John se la pasaba en las esquinas, o en los parques de Potrerogrande, con los que llamaban “los duros”, los líderes de las pandillas. Ellos empezaron a pedirle favores. “Menor, traiga tal cosa”, le decían, y John iba. O lo ponían a campanear, es decir vigilar si la “ley”, la Policía, estaba cerca mientras cometían algún delito. Así se fue ganando la confianza para ingresar al grupo y lo comenzaron a incluir en otras actividades: robos, extorsiones. Antes de esos tres disparos, John ya había sido herido en otras ocasiones y curado en el Hospital Universitario del Valle.
En el barrio, durante los años de su infancia, los conflictos se resolvían peleando. John aún recuerda que una cometa fue el motivo por el cual se levantaron de la nada las fronteras invisibles en su sector. La cometa cayó en su cuadra. Los niños la cogieron y no la devolvieron a sus dueños, que vivían en un sector cercano. Se formó una pelea a punta de piedra. Entonces se metieron los más grandes. Alguien hizo después un tiro. Y se lanzó la advertencia: los de un lado no pueden pasar al otro y viceversa.
En lo que va del 2024 han asesinado a 20 menores de edad en Cali, la mayoría en el oriente. En la ciudad en promedio cada año matan a 1000 personas, sobre todo jóvenes. John vuelve a la noche cuando recibió los disparos.
– Trato de correr pese a los tres balazos que recibí. Pero quien me disparó me metió una zancadilla. En el piso me iba a volver a disparar en el pecho, pero el revólver no le dio fuego. Se le ‘encascaró’. Entonces me pegó una patada y se fue. Me salía mucha sangre por la garganta. La sensación era horrible. Pensé que me iba a morir. Yo le decía a la gente que me ayudara, pero nadie lo hacía. Entonces me fui arrastrando por el suelo. Me ardía mucho la garganta y vomitaba coágulos de sangre. Pero me puse de pie y con el brazo derecho me hice presión en el cuello para que no me saliera tanta sangre. El tiro que recibí en ese brazo sí me salió, lo podía mover. La bala en el izquierdo no, ese brazo no lo podía mover. Caminé alrededor de cinco minutos, mirando hacia atrás, hasta un CAI de la Policía, desde donde me llevaron al Hospital Carlos Holmes Trujillo. Desperté en el Hospital Universitario del Valle.
John se vio conectado a un montón de aparatos en la cama 11 de recuperación de cirugía. Su cara estaba hinchada. Había gente durmiendo a su alrededor; pensó que había muerto. Hasta que escuchó el pitido de las máquinas. John intentó desconectarse y una enfermera lo detuvo. Le contó que lo acababan de operar, que debido al tiro en la garganta no podía hablar. Él escribió que si no podía volver a hablar era mejor morirse. Lloraba todos los días. No le gustaba que su mamá fuera a visitarlo. No quería que lo vieran así.
Una doctora, Laura, le habló del programa del hospital para jóvenes que, como él, llegan heridos por arma de fuego o cortopunzante. Se llama Transformando el Círculo de la Violencia. Consiste en evitar que, una vez recuperados físicamente, los jóvenes salgan del hospital a continuar ejerciendo la violencia que los dejó al borde de la muerte y en cambio estudien, trabajen, hagan deporte, construyan lo que los doctores llaman un “proyecto de vida saludable”. John no estaba muy convencido, pero aceptó ingresar.
– Desde los 13 años estuve en las pandillas, hasta los 23. Ahora tengo 28 y pasé por muchas cosas. La violencia de esta ciudad la financian los de corbata, los de los estratos altos. Son los que contratan a jóvenes para hacer las ‘vueltas’. Si salí de ahí, de ese círculo en el que me mantenía dando vueltas, fue gracias al programa de prevención de la violencia del Hospital Universitario del Valle. El programa me mostró que era posible estar en otros círculos donde podía vivir tranquilo, sin pensar que me iban a matar, tal vez ganando menos dinero que el que ganaba antes, pero la paz que siento después de salir de ese entorno no tiene precio. Cambié de amistades así los de antes me digan que ya no soy nadie por no estar en un grupo en el barrio. Es cierto, soy otra persona, dedicado a mi familia – dice John y se despide. Debe recorrer Cali para entregar hojas de vida.
Después de trabajar unos meses como auxiliar administrativo en el Hospital Universitario del Valle gracias al programa de prevención de la violencia juvenil, busca trabajo en el oficio en el que se graduó; es panadero.
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El doctor Adolfo González Hadad es especialista en cirugía de trauma y emergencia en el hospital. Trabaja, desde siempre, en el área de urgencias. A John Castro lo operó varias veces por las heridas con las que llegaba mientras fue miembro de las pandillas. Lo mismo ocurrió con decenas de jovencitos que, pese a que salían curados del hospital de los tiros o las puñaladas, a los pocos meses regresaban por el mismo motivo.
– Recuerdo un caso cuando yo estaba de cirujano en el Hospital San Juan de Dios: un muchacho llegó herido tres veces en un mismo año. Ahí me empecé a hacer la pregunta: ¿Qué está pasando? ¿Qué hace falta para que esto no ocurra?
En el Distrito de Aguablanca, el entrenador de boxeo Manuel Gustavo Mosquera y el sacerdote alemán Andreas Loss se preguntaban lo mismo: ¿Qué hacer para que los jóvenes no fueran heridos una y otra vez hasta que morían por la violencia en la que permanecían? Las estadísticas parecían las de una ciudad en guerra: más de 1500 homicidios por año. La tasa de asesinatos en 2021 fue de 52 por cada cien mil habitantes, una de las más altas del país y el mundo.
En una de esas urgencias con los muchachos del barrio, Manuel y Andreas se encontraron con el doctor Adolfo y conversaron de la problemática. El doctor no supo qué responder a ese ‘qué hacer’, pero enseguida se dedicó a leer investigaciones sobre programas de prevención de la violencia juvenil en los hospitales. Encontró que los pioneros eran los centros de trauma en Estados Unidos. El primer programa de prevención de la violencia en un hospital surgió en 1994 con un joven que reingresó herido y un cirujano dijo lo mismo que el doctor Adolfo: “Hagamos algo”.
– Cada vez más hospitales de EE.UU implementan estos programas. Hoy son 53. Cuando comencé a leer sobre estas experiencias, en el Hospital Universitario del Valle nos empezamos a reunir los viernes y comencé a desarrollar un proyecto. A finales de 2017 me fui con ese proyecto debajo del brazo donde el director del Hospital, Irne Torres. Dije: voy a echarle el cuento a ver si se anima a financiarlo. Pensé que me iba a decir que no, porque el hospital estaba en una crisis en la que no alcanzaba ni para las agujas. Pero para mi sorpresa el doctor Irne dijo sí, e hizo la gestión para financiar el programa. Somos el único hospital en Sur América que tiene una estrategia de prevención de la violencia juvenil. Y hay uno más en El Salvador – cuenta el doctor Adolfo en sus escasos ratos libres. Permanece en el quirófano.
En el Hospital Universitario del Valle llegan cada año 4000 pacientes por trauma: siniestros de tránsito, caídas, accidentes caseros. Entre ellos, 1500 en promedio son heridos o por arma cortopunzante (60%) o por armas de fuego (40%). La mayoría menores de 28.
Entre el personal que contrató el director del hospital para iniciar el programa de prevención de la violencia juvenil está Jaime Arley González. Es el coordinador de la iniciativa que ha salvado decenas de vidas. Lo dicen las estadísticas.
Antes de implementar el programa Transformando los Círculos de Violencia, el 50% de los jóvenes que entraban al hospital por heridas de bala o puñaladas reingresaban por el mismo motivo en un lapso de cinco años, aunque muchos lo hacían en cuestión de meses. Con la estrategia, la cifra descendió al 9%.
De otro lado, el 25% de los que entraban heridos, morían asesinados en los siguientes 5 años o menos; con el programa bajó al 3%. Todo consiste en seguir seis pasos durante un año, explica Jaime. Aunque a veces se extiende mucho más.
– El primer paso es el acompañamiento a la recuperación física. Entendimos, conociendo sus historias, que los jóvenes cuando salían del hospital no volvían a las consultas programadas para su tratamiento. A veces no venían porque no tenían para el bus, o porque no entendían cómo funcionaban las autorizaciones con la EPS, o no querían. Esos jóvenes que no volvían se complicaban y retornaban con urgencias de alto nivel, lo que también repercutía en su muerte. Entonces el primer paso es acompañarlos desde ahí. Lo hacen gestoras sociales que van hasta sus casas. Las formamos en rutas de atención, trámite de órdenes, cómo se autoriza una cita en la EPS o cómo se hacen los cuidados en el hogar. Así logramos que de un 40% que no volvía, pasáramos al 99% de la adherencia en la recuperación postquirúrgica – comenta Jaime.
El segundo paso es la recuperación emocional. Se hace mientras los jóvenes permanecen hospitalizados y en la consulta externa por salud mental con psicología. El objetivo no es solo curar las heridas físicas de las balas y los cuchillos, sino las secuelas psicológicas. Que los muchachos desechen las ideas de venganza con las que por lo regular llegan al hospital.
Le pasó a Luis Carlos Ramos, un jovencito de 28 años que estuvo en el lugar equivocado, con las amistades equivocadas. Él jamás ingresó a una pandilla o le quitó algo a alguien, pero sí tenía ciertos amigos que lo hacían. En una ocasión estaba con ellos y les cometieron un atentado. Luis recibió cinco tiros. Aún sueña con la escena. En el hospital, sin embargo, donde estuvo casi un mes, y tras las actividades del programa, pudo canalizar la rabia, responder “no” a los mensajes que le llegaban a su WhatsApp de quienes le proponían vengarse. Luis está próximo a trabajar como gestor del programa de prevención de la violencia del hospital.
El tercer paso consiste en un acompañamiento familiar. Una trabajadora social visita a los jóvenes y a sus padres en su hogar para construir rituales: comer juntos, ver televisión juntos, salir de paseo juntos, expresar las emociones. Hay familias donde ni padres ni hijos se dicen te amo así lo sientan.
– La familia es determinante en el proceso. Un joven que tenga un núcleo familiar fortalecido sale adelante muy rápido del entorno de violencia – continúa Jaime.
En el cuarto paso, los jóvenes construyen su proyecto de vida saludable. Para lograrlo, primero deben terminar la primaria o el bachillerato. El Hospital Universitario del Valle tiene convenios con colegios para que lo hagan. También con entidades como el Sena para que cursen carreras técnicas, o con la Secretaría del Deporte. No son pocos los que anhelan una vida relacionada con su pasión, el fútbol, el boxeo, el atletismo.
El hospital, por su parte, contrata a varios de los jóvenes del programa, o hace alianzas con empresas y estrategias como Compromiso Valle para vincularlos en su ruta de formación y empleabilidad. La panadería Kuty le abrió sus puertas a jóvenes que han pasado por la iniciativa y se hayan formado como panaderos.
Al quinto paso lo llaman Desarrollo de Habilidades Sociales. Los jóvenes salen en grupo a la Plaza de Cayzedo, la Biblioteca Departamental, el Centro Histórico, el Parque de las Garzas. La mayoría no conoce estos sitios icónicos de Cali. La mayoría no conoce la ciudad, apenas el barrio. John Castro dice que fue en el Parque de las Garzas donde entendió que el programa valía la pena. Le gustó la tranquilidad que sintió, las iguanas a su alrededor en busca de alimento, esa paz que no tenía “en el infierno en el que vivía”. Para salir de su cuadra, debía hacerlo en taxi. Si caminaba más allá de la frontera invisible que lo rodeaba lo más probable es que le dispararan.
El último paso consiste en ayudar. Puede ser contando su testimonio a otros jóvenes que llegan heridos al hospital o haciendo trabajo social con los habitantes de calle. Es una manera de trabajar la empatía, ponerse en el lugar del otro, reconciliarse con la sociedad.
En los casi siete años de trabajo del Programa de Prevención de la Violencia del Hospital Universitario del Valle se han atendido a 2000 jóvenes; casi 400 recibieron el acompañamiento extrahospitalario.
Las estadísticas siguen hablando de lo logrado: el 70%, es decir siete de cada diez, llegaron vinculados a alguna estructura delincuencial, una pandilla, una estructura del microtráfico, una oficina de cobro. Después de pasar por el programa, 8 de cada diez salieron de esos entornos, de esos círculos, para en cambio trabajar, estudiar, dedicarse al deporte. La ‘vacuna’ contra la violencia juvenil parece ser efectiva, pero aún no es suficiente.
– En Estados Unidos funciona como una red: en la mayoría de centros de trauma hay un programa de prevención de la violencia juvenil. Es lo que necesitamos en Cali, que la iniciativa salga del Hospital Universitario del Valle y llegue a otras clínicas como Imbanaco, la Fundación Valle del Lili y los demás hospitales para dar una respuesta de ciudad a los jóvenes que permanecen en dinámicas de violencia. En ellos estamos trabajando – dice Jaime.
El doctor Adolfo González Hadad reconoce que el programa ha tenido algunos altibajos. Como el día que una bala perdida mató a uno de los muchachos.
– Fue un dolor muy berraco. Pero cuando veo el resultado global me lleno de esperanza y sigo caminando.