Por Santiago Cruz Hoyos - Editor de Crónicas y Reportajes - Fotos y video, Álvaro Pío
Hay lugares de Colombia donde ir al médico, al optómetra, al odontólogo, al psicólogo, al farmaceuta, es noticia. Uno de esos lugares se llama Puerto Merizalde, a tres horas en lancha rápida desde Buenaventura, y a un día de navegación si se viaja en un buque de la Armada. En el buque, además de los especialistas de la salud e integrantes de diversas fundaciones, vamos dos equipos periodísticos para atestiguar el acontecimiento: poblaciones afro e indígenas del río Naya logran, por fin, curar sus dolencias. O por lo menos encontrar respuestas a ellas.
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Los horarios de la Armada Nacional son opuestos a la lógica civil. El bus hacia Buenaventura sale de las inmediaciones del Batallón Pichincha de Cali a las 7:00 de la noche, “las 19:00″ en el lenguaje militar. A las 11:00 p.m. se llega al muelle para embarcar el buque, previa revisión del equipaje por los caninos de Infantería. Uno de los perros se detiene en el morral del fotógrafo. Un oficial pide que abra la maleta: la cámara llamó la atención del infalible olfato perruno para detectar armas o lo que sea en que lo entrenen.
La navegación hacia Puerto Merizalde comenzará a la madrugada, explica el Mayor de Infantería de Marina, Gerson Oswaldo Orrego, quien, vestido de camuflado, el corte al ras, las canas, tiene cierto parecido al coronel Miles Quaritich, el antagonista de la película Avatar.
Los horarios en realidad los dicta el océano Pacífico. Se navega de acuerdo con las mareas, dice el Mayor. Para llegar a Puerto Merizalde se atraviesa el mar hasta el río Naya, y hay puntos donde el río se seca con la marea baja. Para que el buque pueda pasar los bancos de arena, hay que esperar varias horas hasta que la marea suba de nuevo.
Por eso se tarda un día para llegar hasta Puerto Merizalde. También porque el buque es grande, pesado – es blindado, con acero balístico naval, apenas lo puede atravesar una bala supersónica – y su velocidad máxima en nudos equivale a 60 kilómetros por hora, la velocidad de un carro clásico.
El buque se llama Jorge Moreno Salazar, en honor al capitán de infantería que murió en un enfrentamiento con la guerrilla de las Farc el 2 de diciembre de 1997, en el corregimiento El Naranjal de San Jacinto, Bolívar. En el comedor del barco está su foto, y es allí donde nos reúnen para las primeras indicaciones.
Hay agua potable, pero poca, así que hay racionamiento. Las mujeres se deben bañar a las 6:00 de la mañana; los hombres, en la tarde. (En realidad eso no se cumplió, nos bañamos temprano, con ‘totuma’ si no había agua en la ducha. La totuma era una especie de casco, máximo dos ‘totumazos’ por persona).
Está prohibido transitar por el escandaloso cuarto de máquinas, así como en la bodega donde se almacenan las municiones, y tampoco se puede subir a la cubierta sin autorización. Estamos en una zona en conflicto, con presencia de la disidencia de la guerrilla de las Farc Jaime Martínez y el ELN, y desde las riberas del río Naya los francotiradores ya le han disparado al buque, que pese a su blindaje tiene algunas heridas de guerra.
Por lo regular le disparan desde zonas pobladas en la selva, para que el barco no pueda responder. Está equipado con un sistema de seguridad llamado ‘Escorpión’, que apunta y dispara armas de manera remota. También tiene cámaras infrarrojas para detectar movimientos en la noche. En el puesto de mando, de cara al mar, como cuidándolo todo, hay una figura de la Virgen del Carmen, patrona de los marinos.
El conflicto también explica el motivo por el cuál llegar hasta Puerto Merizalde tarde 24 horas de navegación. Hay una regla militar: donde se duerme, no se amanece. El buque debe moverse para evitar ser blanco fácil.
En el comedor nos explican que hay cuatro balsas salvavidas, cada una para 25 personas. Me corresponde la número dos, “en caso de hundimiento, que es lento”, aunque pronto se me olvida en qué lado del buque la encuentro.
Enseguida bajamos al dormitorio. Es una habitación con tres camarotes metálicos, de tres ‘pisos’ cada uno. El camarote es tan pequeño que para ingresar en él – el primer piso – hay que arrodillarse. Para bajarse hay que hacerlo de lado, o de lo contrario se golpea el techo. La guerra es tan incómoda que debería ser motivo suficiente para terminarla.
En el cuarto dormimos nueve personas: el médico Juan David Victoria; el paramédico Sigifredo Acosta; el optómetra Leonardo Pedraza; el videógrafo Kevin Lozano; el fotógrafo Álvaro Pío; el representante de la Fundación Alianza Solidaria. Humberto Gómez, y los integrantes de Minuto de Dios, Juan Pablo Angulo y Jair Andrés Pantoja.
No hay por dónde caminar por las maletas y los zapatos de todos. Estamos en una nevera, no solo por el aire acondicionado en la entrada de la habitación, que llega a los 14 grados a la madrugada y podría enfriar una casa, sino porque justo encima está el congelador del buque. Se duerme temblando de frío, sobre todo quienes, por la inexperiencia, apenas llevamos una sábana. Nadie, sin embargo, se queja. El deseo de ayudar a las poblaciones más alejadas de Colombia prevalece entre la tripulación.
Un par de días después, ya en confianza, bromeamos. Al cuarto le decimos “Patio 5″. Con las toallas de todos colgando en las barras de los camarotes y en cuerdas improvisadas, parece la celda de una cárcel hacinada.
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Imagine que solo el transporte para ir al médico le costara $200.000. Lo mismo ocurre si necesita salir para estudiar en la universidad, o para sacar la cédula o hacer una diligencia. Es lo que debe pagar cada habitante de Puerto Merizalde para llegar a Buenaventura, a donde solo se llega en lancha rápida y el pasaje de ida y vuelta tiene ese valor. El pueblo está rodeado de mar y río, por lo que el progreso queda con la corriente en contra para sus habitantes.
La ‘avenida’ para llegar es el Naya, donde hay avisos en medio de los árboles como en cualquier carretera: “baje la velocidad”; “conserve su derecha”; “encienda luces”. El paisaje es paradisiaco, tropical. Sin conflicto armado, el Naya sería una potencia turística mundial, un epicentro de investigación científica de sus bosques.
La poesía también aparece en los nombres de las lanchas que van y vienen: ‘Así es la vida’; ‘Apocalipsis’; ‘Frankenstein’; ‘Incontrolable’.
Al aproximarse a Puerto Merizalde se destaca, a lo lejos, la iglesia, y en lo más alto la efigie del Sagrado Corazón de Jesús, sin su brazo izquierdo. Se le cayó desde el último temblor y aún se espera su reparación. El de Puerto Merizalde es el templo más antiguo de la Diócesis de Buenaventura y en casi 100 años no ha sido restaurado.
El padre Haminton García nació en Puerto Merizalde, fundado también por un sacerdote, el misionero agustino recoleto Bernardo Merizalde, cuyo busto parece abandonado en medio de un lote donde la maleza no la han cortado en meses. El padre Haminton se hizo sacerdote por el ejemplo de quienes llegaron a prestar el servicio pastoral. Primero fue monaguillo, luego fue a algunas misiones en el Naya y el párroco lo animó a entrar al seminario como una manera de ayudar.
En Puerto Merizalde, explica el padre, una de las principales dificultades son los servicios públicos. No hay agua potable. La gente recoge el agua lluvia en sus casas de madera, no siempre la almacenan en adecuadas condiciones, o toman el agua del río, contaminado por la minería de oro y la falta de alcantarillado. Por eso en el hospital San Agustín son frecuentes las consultas por daños estomacales y sarpullidos en la piel.
El empleo es otra dificultad. En Puerto Merizalde o se es agricultor de plátano, banano o papachina, o pescador, o maderero. El resto de posibilidades son escasas: quizá trabajar en el hospital, o en las empresas de transporte, o en el comercio, tal vez en el colegio, el primero en la zona rural de Buenaventura, llamado Patricio Olave Angulo.
Los estudiantes terminan el bachillerato y quienes continúan los estudios superiores se cuentan con los dedos de una mano. En Puerto Merizalde no hay instituto o universidades y salir hasta Buenaventura parece un proyecto muy lejano para la mayoría.
Quizá por eso casi no se ven jóvenes en el pueblo. Se ven sobre todo niños, mujeres y adultos mayores. Del conflicto armado nadie habla para evitarse ser “objetivo militar”, pero la minería ilegal de oro controlada por los grupos armados es un camino que algunos eligen. El conflicto se refleja en algunas lanchas parqueadas por ahí con motores 200, que cuestan hasta 100 millones de pesos.
El profesor Elber Vidal Valenzuela es el coordinador del colegio. Está seguro de que la juventud de Puerto Merizalde tiene futuro, si le dan las herramientas. Aún persiste en los muchachos el respeto hacia el mayor, dice. Y tienen talento. El profesor menciona a un alumno de séptimo quien, con un cargador, una pila y una hélice de juguete, se le acercó a su oficina para que le dejara conectar el aparato. Era un ventilador artesanal que hizo en su casa para aplacar el calor de Puerto Merizalde.
— Él ventilador lo armó movido por la curiosidad. Imagínese si ese niño tuviera las posibilidades de estudiar, ¿a dónde llegaría? O los alumnos que elaboran lanchas y carros de madera, o quienes integran los grupos de danza y música que van hasta el Festival Petronio Álvarez. Ahí vemos que los jóvenes desean salir adelante, pero se necesitan las oportunidades. Con el apoyo del gobierno, trayendo institutos y la Universidad del Pacífico, se podrían desarrollar estas zonas rurales – dice el profesor, y señala otras dificultades.
El acceso a Internet en Puerto Merizalde es precario. Él paga un plan de 85 mil pesos en Movistar y no tiene datos. La Ptar para tratar el agua del río en el colegio está fuera de servicio. No hay personal para asear el plantel, por lo que se turnan entre docentes, estudiantes, o reciben la ayuda de alguien de la comunidad. Tampoco hay lancheros contratados por el Estado para que transporten a los niños de otras veredas, por lo que ellos mismos deben manejar “el motor”. A veces se transportan en canoas, impulsados por canalete, y, cuando pasa una lancha cerca, las olas los voltea, por lo que llegan con los cuadernos y el uniforme empapados.
El Plan de Alimentación Escolar siempre está a tiempo. Aunque es un refrigerio, para decenas de alumnos representa el almuerzo, a veces la única comida del día.
Es viernes y el colegio está en silencio. Tomaron al pie de la letra lo que anunció el presidente Gustavo Petro: declaró el 19 de abril como día cívico. Varias de las alumnas del colegio acudieron entonces a la jornada médica de la Armada que se instaló en el hospital. Algunas ya tienen hijos o vienen en camino.
En Puerto Merizalde, la sexualidad se inicia a temprana edad. Susan Rodallega, 15 años, dice conocer niñas de 9 que empiezan a tener relaciones sexuales. Menciona el canal 264, donde la programación es para adultos y los niños la ven sin supervisión, y amigas suyas que a los 16 ya tienen dos hijos.
En el hospital San Agustín, a Susan le pusieron “la pila”, un implante subdérmico que se introduce en el brazo como método para planificar. Los implantes los trajo la Fundación Alianzas Solidarias en el buque, y los 40 que pensaban poner en dos días de atención se esfumaron en una mañana. Humberto Gómez, representante de la fundación, corrió para conseguir más. Los enviaron desde Cali en una camioneta de la Armada hasta Buenaventura, y después en una lancha rápida. En total se pusieron 110.
En la iglesia, el padre Haminton decía:
— Se nota la falta de unidad familiar. Muchos papás y mamás son niños criando niños, entonces se desentienden del rol educativo. O les dejan sus hijos a los abuelos, que no tienen la salud para criarlos. Por eso hay tantos niños que pareciera que nadie los cría.
En Puerto Merizalde no hay policía. La autoridad es el Consejo Comunitario del Naya. Y, pese a llamarse Puerto, aún no se ha construido el muelle. Hay que saltar a una rampa, a un barranco, o a una playa para desembarcar.
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Es cierto lo que dicen los marinos: el tripulante más importante de un barco es el chef. La buena sazón mantiene arriba el ánimo de todos. En el buque de la Armada, el chef recibe a los voluntarios de la brigada médica a veces con perros calientes, o tostadas con pollo, o arepas. Para el primer desayuno se levantó a las 4:30 de la mañana y preparó 80 huevos. Para el almuerzo – que se enviaba desde el buque hasta el hospital de Puerto Merizalde – hizo 16 libras de arroz. El chef debe tener la fama de hacer las mejores lentejas del mundo.
Su nombre es Faider Enrique Calle Barrios. Los oficiales comen a las 5:00 de la tarde, así que él permanece en la cocina, aunque si ocurriera un enfrentamiento debe tomar un puesto de defensa. La llegada de los civiles le cambió la rutina. Por lo regular hay tropa. La flexibilidad de atender a un público civil le permite al chef abrir de nuevo la cocina cuando ya está cerrada para hacer tinto mientras se pasa el tiempo en alta mar. Como no hay vasos suficientes, cortamos con un bisturí las botellas de agua.
Las noches transcurren jugando dominó, charadas, seguidillas, cartas, escuchando música. De la seriedad del primer día, cuando todos nos presentamos, no queda mucho. El grupo es una pequeña gran familia solidaria – en el cuarto nos prestamos hasta las chanclas, llamadas “comunitarias” – y entre juego y juego surgen apodos. El más famoso es el de Humberto Gómez, de la Fundación Alianzas Solidarias: ‘Araña’. A sus 71 años, se carcajea siempre.
También viajan Miriam Hurtado, regente de farmacia, perteneciente a la fundación Ángeles por Colombia, al igual que las enfermeras Alba Lucía Solís y Rocío Reynel, las odontólogas Jimena Jiménez, Amanda Ortiz, Eugenia Yara, Leydy Reza, las psicólogas Cruz Elena Camacho y Luisa Rojas, Esperanza Vásquez, la líder de la fundación.
Ya han participado de otras jornadas médicas en la Colombia oculta. La satisfacción de ayudar a construir país los motiva, así algunos pierdan dinero al no abrir sus consultorios.
En las noches en alta mar cuentan anécdotas. La odontóloga Jimena Jiménez dice que a veces, pese al esfuerzo realizado, al final del día queda un sin sabor: no poder ayudar a todos como se quisiera. Con frecuencia ocurre que un paciente tiene varios problemas en su boca y ella debe priorizar lo más urgente pues, cuando levanta la vista, hay una fila enorme de pacientes esperando su turno.
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Ulpiano Angulo llegó al hospital San Agustín para sacarse unos dientes, pero tal vez le salvaron la vida. Está en silla de ruedas y asegura tener 65, aunque luce mucho mayor. Cuando lo examinaron le detectaron hipertensión, una de las enfermedades más comunes entre las comunidades afro. El doctor Juan David Victoria le recetó unas pastillas para que volviera al siguiente día con la presión controlada a realizar el procedimiento odontológico.
Como Ulpiano no tiene quién lo acompañe hasta la casa donde se está hospedando, lo llevamos. No es fácil conducir la silla de ruedas en las calles de Puerto Merizalde, donde hay reductores de velocidad para las motos, y las rampas son tablas de madera. Mientras sorteamos los obstáculos, Ulpiano narra que llegó desde la vereda Chamuscado. Lo hizo en una canoa, pese a que debe andar en muletas, para alcanzar la brigada de salud que se anunció de boca en boca en el Naya. Navegó solo durante una hora y media, como lo hicieron varios pacientes.
Ulpiano es agricultor, pescador, pero ahora, sin poder caminar, depende de sus amigos, a quienes les propuso que recogieran su cosecha “y vamos mitad y mitad”. Él dice que no puede caminar por “descalcificación”.
— Así, a lo ciego, creo que es eso, porque no puedo ir donde un especialista. Por eso me favorecen tanto estas jornadas – comenta, mientras sostiene la bolsa en la que lleva la medicina.
Muchos se acercan al hospital por piernas hinchadas, infecciones en la piel, dolores en el hombro o en las rodillas, malestar por tomar agua del río, como le sucedió a un soldado, quien, al salir con su fórmula, lo mordió un perro. Los problemas en los ojos son recurrentes. Quienes navegan no usan gafas de protección.
En total, en dos días y medio se atendieron a 1975 personas. El doctor Juan David Victoria Salcedo vio a 317 pacientes, entre ellos uno con una presunta leishmaniasis. Las odontólogas por su parte vieron a 217 pacientes; las psicólogas a 84 (se presentó un presunto caso de abuso sexual) y el optómetra Leonardo Andrés Pedraza a 145.
También se entregaron 213 fórmulas en la farmacia, se hicieron 56 citologías, y en entregaron 334 kits humanitarios, entre arroz fortificado, ropa, zapatos para los niños. Pese a que no es la solución de todo, aquello traduce esperanza para Puerto Merizalde, donde, por unos días, se garantizaron los derechos básicos de sus habitantes. El doctor Victoria dice que es una manera de construir país, unir esos pedazos alejados con un sistema de salud, así todavía falte todo por hacer.