Águeda Pizarro Oniçiu escribía antes sus poemas a mano. Sentía una conexión entre sus dedos, el papel y la tinta. Podía pasar horas y horas en una especie de lujuria literaria. Luego volvía al principio, para quitar o agregar figuras retóricas. Alrededor de su cuerpo tumbado en la cama, yacía un mar de papeles con la tinta fresca, que luego pasaba a máquina, donde hacía más cambios, y para publicarlos, otros más. Eran muchísimas versiones de un mismo poema y las que hoy en día hace, ya con otra magia, la del computador. Así nacieron obras suyas como País Piel, Soy Sur, Saremas —dedicado a su hija Sara—, Labio Adicto, Ultramor, Miguel Pizarro, Flecha sin Blanco, entre otras.
Hija única de dos poetas, el escritor, profesor y diplomático Miguel Pizarro Zambrano y García de Caravantes, republicano de izquierda de Alajar, provincia de Huelva, España, y de la filóloga Gratiana Oniçiu, de la comunidad sajona de Transilvania, Rumania, Águeda nació en Nueva York.
Esta mujer alta, de versos profundos y labios rojos, se flechó y flechó a Omar Rayo, uno de los artistas plásticos latinomericanos más importantes que haya existido en Colombia, y de paso enamoró a Roldanillo, al crear en 1984 el Encuentro de Mujeres Poetas Colombianas, primero y único en su clase en Colombia, que en días pasados se realizó virtualmente y logró convocar a más de 300 mujeres poetas del país y del mundo.
La poeta que atrapó al Rayo estuvo casada con él hasta que la muerte los separó, en 2010. Desde entonces asumió la dirección general de su Museo de dibujo y grabado latinoamericano, en Roldanillo, lugar que hace muchos años le aterraba, y que hoy venera al punto de querer hacerlo su última morada.
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¿Qué recuerdo tiene de su niñez?
Ahora la veo como una etapa muy feliz porque mis padres hicieron todo lo que pudieron y más para protegerme y también para entregarme lo que ellos tenían, que era la poesía, la lectura. Eran desplazados por la guerra civil española y se fueron a Brooklyn, Nueva York, donde había otros españoles amigos de mi padre, como el hermano de García Lorca. Él era profesor de español y mi madre, cuando nací, se quedaba en casa, pero cuando yo tenía cuatro años empezó a enseñar en un colegio en Manhattan. Recuerdo los libros, la poesía que recitaba mi papá; él sabía japonés y estaba escribiendo esa obra de teatro, que es un no en castellano, un ‘noh’ japonés, en romance.
¿Dónde vivían?
En un apartamento de dos habitaciones. Ellos dormían en la sala. Mi madre lo embellecía con objetos de los anticuarios, era muy buena para hallar gangas, teníamos una mesa y unas sillas que habían estado en el pabellón rumano de la Feria Internacional que hubo en Nueva York en los años 40. De esos muebles conservo una mesa café.
¿Cómo era la vida en Brooklyn?
Bonita. Vivíamos en una calle con muchos árboles y casas particulares. Mi padre era mi adoración y estaba escribiendo el libro que se publicaría después de su muerte. No había publicado nada más, se perdieron muchas cosas en la Guerra Civil. Mi mamá era de armas tomar, tenía una amiga que vivía en la misma calle con su familia, unos judíos que habían llegado a Estados Unidos huyendo de Rusia.
¿Qué fue lo más bonito de esa vida con sus padres en Nueva York?
No teníamos mucho, mis padres tenían que trabajar y vivíamos en un apartamento pequeño, pero teníamos todo. Mis padres celebraban la imaginación, la fantasía. Con mi padre íbamos al Jardín Botánico de Brooklyn que tenía un jardín japonés, él había vivido en Japón, eso era magia para mí. Este lugar lo voy a visitar una vez cada tanto, es como volver a verlo.
¿Cuándo empezó a escribir poemas?
Cuando yo era niña, mi mamá me perseguía por toda la casa con un pequeño diario rojo, que aún existe. Era filóloga, le interesaba la etimología y sabía muchas lenguas, entre ellas español, que hablábamos en casa. Allí apuntaba cosas que yo decía, antes de saber escribir. Un día yo tiré los cojines de una cama al suelo y entra mi madre y le dije: “Se descojinó la cama”, a ella le pareció interesante filológicamente y apuntó la frase en el diario.
¿Aprendió primero español o inglés?
Pasé de leer y escribir en español a leer y escribir en inglés. El español era mi lengua paterna, lo hablé antes que el inglés, recuerdo no poder hablarlo con mi mejor amiga, le hablaba por señas. Cuando aprendí inglés, hablaba español con mi mamá y mi amiga se enojaba porque no entendía nada. de niña fui a la escuela pública y me publicaron, en segundo de primaria, un poema en inglés. En séptimo mi madre me hizo ingresar al colegio para señoritas privado, donde ella enseñaba. Había becas, yo escribía y ganaba premios; fui directora del anuario y editora de una revista con los escritos de los alumnos. Me gradué de mi escuela y fui a Barnard College, donde se toman materias diferentes y luego la carrera.
¿Por qué hizo el doctorado en francés y filología?
Estaba confundida, tenía la idea tonta que si estudiaba español, los amigos de mi padre me iban a regalar las notas, y no era así. También me gustaba el francés y había estudiado en la universidad para ir al programa de maestría y al doctorado. Estudié filología románica cuando mi madre estaba haciendo su doctorado en lo mismo y daba clases de rumano. Acabé en Brooklyn College, donde enseñó mi padre y mi madre dictaba clases de español y del Quijote y sus estudiantes la premiaron. Su historia da para una novela, se enamoró de su ‘profe’ en su programa de estudios en la Universidad de Bucarest, donde mi papá llegó después de vivir 12 años en Japón; desde el 31 fue agregado cultural de la República en ese país, lo trasladaron a Rumania y conoció a mi mamá que fue su alumna.
Se parece a su historia con Rayo...
Sí, claro, uno repite, está en el ADN, pero mi madre no lo quería nada.
Flechada por Rayo
Ella describe a Omar Rayo como si aún fuera la universitaria que lo vio en aquella exposición en Nueva York o como si lo viera caminando por la calle: “Era muy carismático, bello, muchas mujeres se enamoraban de él. Él me abordó y acabamos saliendo a comer. Así empezó todo. Fue muchos años antes de casarnos en agosto de 1976 por lo civil”.
Confiesa la poeta que primero se enamoró de la geometría vibrante de sus obras, después, de él. “Fue una relación conversada, centrada en la poesía, en los libros, en el lenguaje. Era calamburista, le gustaba hacer juegos de palabras conmigo. Me empujaba a ser más creativa, yo no creía en mí misma”.
Se conocieron en 1961 en Nueva York, empezaron a salir, “a ser medio novios”, dice. “Me regaló ‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez y ahí fue el acabose. Lo leí y me pareció lo más poético y lo más interesante. Me regaló libros de Carlos Fuentes, de Juan Rulfo, él conocía a todo el mundo, a todos los escritores del Boom literario, había estado en México, hablábamos de ellos, alababa mis poemas. Él decidió publicar un libro mío que era de mis cartas a él, yo le decía que eso no era legítimo, y me obligó, como Pigmalión estaba creándome como poeta”.
“Me trajo a Colombia a inicios de los años 60, llegamos directo al Café Automático, ahí conocí a León de Greiff, hice un poquito parte de los nadaístas, porque mi poesía era dizque erótica, a mí me parecía de una inocencia, mi obra se llamaba ‘Aquí beso yo’”, cuenta Águeda quien estaba estudiando, y venía en vacaciones a Colombia con él.
Fabiola González cuenta que su amiga Águeda y Rayo “se conocieron en Nueva York en una exposición y fue amor a primera vista. Ella iba y venía de Nueva York y se enamoró de Roldanillo. Aunque, el personaje principal fue el maestro Rayo, ella siempre estuvo allí. Todo lo hacían juntos, los escritos de las exposiciones, la poesía”.
“Rayo iba y pasaba el verano en Nueva York y en invierno venían a Colombia donde Águeda dictaba clases. Se la pasaban yendo y viniendo, en una vida llena de cultura y camaradería e historias para contarse entre ellos, sobre esos viajes que él hizo por Suramérica o que cometieron juntos en Japón”, dice Fabiola, quien los hospedó muchas veces en su casa en Cali, cuando el maestro enfermó y debía asistir a controles en la Clínica Valle del Lili.
Para ella, Águeda “se sentía cada vez más roldanillense y colombiana que Rayo. Ama a Colombia, a Roldanillo y a su gente, se entregó a ellos”.
Aunque Águeda admite que al llegar a ese municipio del Valle del Cauca se asustó, “allí estaba la mamá de Rayo y sentía que debía ser amable con ella. El choque cultural fue grande. Él con sus amigos era diferente, entre ellos había un machismo que yo no conocía, como no era todavía su esposa, me trataban como una novia más. Me aterró ver en las funerarias ataudes pequeños, pensé que había mortalidad de niños muy alta, me costó adaptarme”.
Pero Roldanillo ahora, dice, “es donde quiero estar, donde me quiero morir. Omar no se encasilló en el lugar donde nació, ese ambiente lo hubiera comido, salió valiente a caminar por el mundo, viajó por América Latina y volvió triunfante, el hijo predilecto de un pueblo bello, con sus montañas, esa luz, la manera de hablar de la gente me fascina, ese idioma colombiano muy creativo”.
“Roldanillo me inspiró ‘Ververdes’, libro sobre este país donde Bogotá es como la China, el único lugar donde montañas tan altas tienen tanta vegetación. Yo hice parte de la odisea de Omar, que viajó por el mundo y volvió para crear su museo”, añade.
La poeta advierte magia en sus muros octogonales, “hay una energía, como los templos de los cruzados. Al fondo las flores, las heliconias, ese vocabulario tan rico de ceibas y samanes, que hacen parte de mi poesía”. Con Rayo escuchaban música clásica y electrónica, así crearon sus obras y a Sara, su hija: “Una mujer muy independiente con un concepto poético de la vida, se formó en el estudio de su papá, siempre ha pintado y adorándolo, ha hecho su propia vida. En el último encuentro nos enseñó su taller en videos en los que salieron mis nietos, Mateo y Nicolás, mi adoración. He hecho muchos libros por y para Sara. Estuve atrapada en Nueva York los primeros días de la pandemia, no pude volver a Colombia sino hasta mayo, desde entonces no la veo, pero hablo con ella todos los días.
Poesía y feminismo
“Omar me cambió la vida, pero el Encuentro de Mujeres Poetas me hizo poeta”, dice Águeda, quien en las voces de las otras mujeres encontró la evolución de su propia poesía, que comenzó en forma de cartas, “cosas muy íntimas”, y se convirtió en lo que es hoy. Pero, la creación de este encuentro no solo cambió el universo de la poeta, sino el de muchas otras mujeres, que bajo su atenta escucha se sintieron parte de algo propio.
“Águeda creó esta movilización de mujeres en torno a la palabra. En el Encuentro nos sentimos y nos dejamos tocar por la poesía, nos sentimos hermanadas por las otras en medio de las letras y es como si los versos se convirtieran en una especie de mantra que nos hace una, sin importar lo disímiles”, comenta Cristiana Valcke, poeta y profesora de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle, quien conoció a Águeda en 1996, cuando, por primera vez, asistió a un Encuentro en Roldanillo.
Águeda se topó con la poesía de la mujer en Barnard, y con una ola de poesía feminista en Estados Unidos. “Después conseguí una beca para dictar en Colombia un curso que llamé ‘Mujeres poetas de las Américas’, allí me acerqué a la poesía de las mujeres de Argentina y Puerto Rico, y empecé a incluir a estas mujeres hispanohablantes”.
“Mi idea era hacer una antología de poetas colombianas y Omar me presentó en el apartamento de León de Greiff a Maruja Vieira y a Matilde Espinoza, que llegaron a ser nuestras ‘Almadres’, al primer encuentro, en 1984 en Roldanillo, que fue una tarde, llegaron siete mujeres conmigo y con los años el número de días y de poetas fue creciendo hasta más de 200 mujeres”, cuenta Águeda, quien en Nueva York perteneció al movimiento de mujeres poetas, la Universidad de Columbia le publicó un libro bilingüe y dictó cursos sobre poesía de la mujer en la Universidad de los Andes y en la Nacional, en Bogotá; y en la San Buenaventura y en la Universidad del Valle, en Cali.
“Águeda es una mujer grande, con una amplia trayectoria, con una cultura vasta y un camino literario que trasciende su vida, porque está más allá, en su pasado, con su padre y su madre; y esta mujer, se sienta en el calor del museo y en medio de la calidez de las mujeres que nos reunimos, para escuchar las ponencias, en una lectura dirigida al público, pero que, de modo muy especial, va dirigida a ella, con la esperanza y el deseo de ser recibidas y encontrar en su mirada empatía por nuestra palabra”, comenta Valcke.
Aunque lo que acontece en el encuentro es literario, para las asistentes es una especie de escuela, donde las novicias son guiadas por las ‘Almadres’, término creado por Águeda, que hace referencia a esas maestras que iluminan, inspiran y se convierten en modelo, no solo por su poesía, sino también por su vida, por su experiencia. “Las ‘almadres’ enseñan lo que fue la vida en la poesía cuando era una lucha para que las mujeres publicaran”, explica Águeda, quien no solo se interesó por las poetas académicas. “Sobre la poesía que hacen las mujeres del Pacífico aprendí cuando llegaron al Encuentro María Teresa Ramírez, Elcina Valencia y Margarita Hurtado, empecé a entender las formas de poesía oral, esto me transformó. Las universidades se basan es en la poesía escrita, pero las mujeres negras me enseñaron la poesía oral, y en el transcurso de los años llegaron las poetas indígenas, en el 92 las y los guambianos, porque ellas no vinieron solas, luego llegaron otros pueblos con otras lenguas y vivencias”.
“Antes, cuando las mujeres publicaban, los hombres decían que eran una excepción. Pero hay millones de mujeres que han escrito poesía. Me hice receptora de toda esta energía de la poesía de la mujer en Colombia y en todas partes”, comenta la maestra.
Para Miguel González, curador del Museo Rayo: “Águeda tiene don de gentes. Para ella todas las personas son iguales, sin importar los cargos que desempeñen”. Y para Fabiola: “Ella es creatividad, poesía, amor, gentileza, solidaridad, sencillez, es dar”.
Poema
Fragmento del poema ‘Pandemía I, Nueva York’ de la poeta Águeda Pizarro Oniçiu:
“Vivimos,/ personas/ en colmenas,/ cada una en su celda,/ o como pangolines/ que se enroscan/ para no ver la muerte/ que nos espera/ sigilosa,/ en las calles vacías,/ filmadas por drones/ que proyectan/ recuerdos ajenos/ en nuestros espejos./ Cada escama/ del pequeño/ dragón prehistórico,/ una plegaria,/ una tabla/ de antiquísimo jade/ chino/ inscrita con su destino/ y el nuestro./
Zumbamos cada una,/ una a una/ almas sonoras libando/ sus propios sueños,/ buscando la miel/ del olvido/ que se llama esperanza./ Enmatrizadas,/ ánimas solas/ nos alimenta/ el calostro/ de los álbumes/ de fotografías/ en sepia de canela/ de las abuelas/ que nos recuerdan/ en sus sonrisas/ de sibila/ y no nosotras a ellas./
Nos encorazonan/ en latín,/ idioma/ que rememora/ el nuestro./ Bisabuelas,/ Tatarabuelas,/ neblinas/ en un ojo lejano/ tararean/ una Taranta,/ el arrorró gitano/ del ADN/ en el nautilo/ de mi oído”.