Vivimos en una época inquietante y contradictoria. Por un lado está el avance silencioso y persistente de la humanidad: la disminución de la pobreza, el hambre, las guerras y la mortalidad infantil; por el otro, el surgimiento de nuevos desafíos y amenazas: el aumento de la desigualdad, el crecimiento del populismo autoritario, el despertar del nacionalismo, la pérdida de confianza en las instituciones democráticas y el cambio climático que se cierne, en este comienzo de siglo, como una amenaza para el futuro de la humanidad.
Sabemos o intuimos que estamos en un punto de quiebre, en un momento de cambio, en una coyuntura global de definiciones. Esperamos - unas veces optimistas, otras veces temerosos- que la humanidad haya aprendido las peores lecciones del siglo XX: nuestra propensión a la locura, nuestra inveterada afición a entrematarnos, nuestras tendencias depredadoras, nuestros apetitos irrefrenables…
Por fortuna, contamos con un legado imprescindible: la poesía, las historias y las palabras; conservamos la capacidad de reflexión, raciocinio e ironía. Siquiera tenemos las palabras. La literatura no podrá salvarnos, pero es uno de nuestros principales mecanismos de defensa; un refugio, un consuelo y una forma de resistencia.
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En 1993, varios años después de la caída del muro de Berlín y, con él, del comunismo europeo, en un momento parecido a este, de incertidumbre y cambios tumultuosos, el poeta ruso Joseph Brodsky (por entonces exiliado en Estados Unidos) le escribió una carta abierta al presidente de Checoslovaquia, el dramaturgo e intelectual Václav Havel.
La misiva terminaba con un consejo sencillo, una invitación a compartir los libros leídos, las reflexiones y notas al margen, “porque no es precisamente en la escuela de leyes donde aprendemos de imperativos morales”.
Mostrar la biblioteca y no la declaración de renta fue la sugerencia de Brodsky a su amigo.
Este libro breve y reiterativo hace precisamente eso: comparte los libros leídos y anotados (algunos frenéticamente), sobre todo aquellos que dicen algo sobre el momento actual. Algunas de las historias son prestadas, vueltas a escribir, comentadas, interpretadas, deformadas según mis gustos y propósitos. Otras, por el contrario, son nuevas, inventadas, originales, pero inspiradas por los autores mencionados.
Todos le hablan desde el pasado al mundo del presente y del futuro.
El libro recoge los sesgos de mi biblioteca y de mis lecturas desordenadas. Abarca una serie de temas recurrentes: la complejidad del cambio social, las espurias promesas de felicidad absoluta, los extravíos de los redentores de almas con sus buenas intenciones, la necesidad existencial del escepticismo, la corrupción del lenguaje político, la asociación entre fanatismo y paranoia, las tensiones entre derechos humanos y sostenibilidad ambiental, la precariedad de nuestro legado biológico…
Con todo, los diez capítulos que conforman este libro presentan una visión del mundo y del cambio social que me gusta llamar “optimismo trágico”.
Una visión que parte de nuestros límites biológicos, de nuestras pulsiones negativas y de los errores de la evolución, pero no termina allí; es una visión que también refleja la importancia de la cultura, la posibilidad del progreso, la relevancia de algunas ideas y la centralidad de las instituciones humanas.
Quizás estemos rotos por dentro, pero no somos un caso perdido. La redención es posible.
Como lo muestran las reflexiones aquí compendiadas, el optimismo trágico combina un moderado pesimismo frente a nuestra condición con un sosegado optimismo respecto a las potencialidades humanas, a pesar de todo: de la muerte, de nuestros apetitos insaciables, del sinsentido de la historia.
Por supuesto, el paraíso es una ilusión engañosa. Pero hay salidas. Oportunidades. Resquicios. Formas reales e imaginadas de felicidad (siempre transitorias).
Este libro también quiere ir más allá de la distinción entre cultura literaria y cultura científica planteada hace ya sesenta años por el intelectual inglés C. P. Snow; de manera deliberada, mezcla y entrelaza la literatura y las ciencias sociales; muestra (o, al menos, eso espero) que en la literatura hay una intuición, una forma de aprehender la realidad capaz de contribuir a las ciencias sociales, de complementarlas y cuestionarlas.
Respecto a los problemas de nuestro tiempo, usualmente hay dos posturas opuestas: la indignación o el cinismo. Este libro intenta, sin exageraciones, trascender esas dos posturas y contrastarlas con una postura intermedia, más reflexiva y constructiva. Trata de buscar un punto intermedio entre la rabia y la indiferencia, entre el afán destructivo y la pasividad complaciente, sin dejar de lado la mal entendida ironía.
A mediados de septiembre del año pasado, un sábado en la mañana, llegué muy temprano al aeropuerto de Bogotá. Tenía una presentación en la Feria del Libro de Cali y no quería pasar apuros. El avión tuvo un pequeño retraso a causa de un asunto rutinario, un pasajero ausente. “Roberto…, favor presentarse en la cabina”, dijeron los auxiliares varias veces. Yo estaba concentrado en mis asuntos y no puse atención al apellido.
Aterrizamos en Cali unos minutos después de la hora programada. El conductor que debía recogerme llegó media hora tarde, exasperado, quejumbroso del tráfico y de la vida. Tenía dos carteles escritos a mano, uno de ellos con mi nombre.
Salimos hacia el carro, una camioneta blanca, pero él se veía ansioso. Sin mediar palabra, regresó a la salida de los vuelos nacionales. “Falta alguien que venía en el mismo vuelo”, me dijo. El otro cartel decía “Roberto…”.
Volvió después de varios minutos, resignado, y arrancó con el cupo a medias. Su teléfono no paraba de sonar. Alguien preguntaba por Roberto. “No llegó, nunca apareció”. La llamada se repitió tres o cuatro veces. Pasado un tiempo, el teléfono dejó de sonar. No había nada qué hacer. Viajamos en silencio, imbuidos en nuestras cosas.
Media hora después arribamos a un hotel en el centro de la ciudad. El conductor seguía preocupado por el pasajero ausente. “Nunca apareció el otro señor, Roberto Burgos”, explicó de manera defensiva. “El escritor Roberto Burgos Cantor murió hace unos días”, aclaró uno de los organizadores de manera precisa.
Su ausencia, entendimos, estaba más que justificada. Al parecer, la realidad no consentía su muerte. Después de morir, uno sigue viviendo por un tiempo en registros, carteles y parlantes. La inercia de las cosas.
Un mes antes habíamos llegado juntos a la Feria del Libro de Bucaramanga. La logística funcionó sin tropiezos. Ese día lo vi por última vez pero no pudimos hablar. Me habría gustado oír sus historias, preguntarle varias cosas. Me quedó esta historia de fantasmas. Así es la vida: nos consuela con algunas coincidencias.
Después de leer en Internet la historia de este desencuentro, el poeta Federico Díaz Granados me escribió un pequeño mensaje, una elegía en miniatura que terminaba diciendo: “siquiera tenemos las palabras”.
Las palabras nos consuelan, nos abren la mente, nos mantienen despiertos, nos preparan para la resistencia… Este libro es una celebración de las palabras y los libros en un momento histórico peligroso. Nada más.
El libro ‘Siquiera tenemos las palabras’, de Alejandro Gaviria, fue presentado
en Cali, en la Librería Nacional, el miércoles 15 de mayo.
‘Hoy es siempre todavía’ es otro testimonio de Gaviria, en el que reflexiona sobre su vida como Ministro de Salud que padece de cáncer.