Por Isabel Peláez R., editora de cultura de El País
Tres días de duelo decretaron el alcalde Alejandro Eder, en Cali, y la gobernadora Dilian Francisca Toro, en el Valle, por la muerte de la artista, el 27 de noviembre. Tres días durante los cuales las banderas de los edificios públicos ondearán a media asta en señal de respeto. “Leonor González Mina no solo representó nuestra música y cultura; fue un puente entre nuestras raíces y el mundo. Su voz narró las historias, las luchas y la esperanza de nuestra gente y su legado vivirá por siempre en el corazón de los caleños y de todo Colombia”, dijo el mandatario distrital, quien agradeció a Juan Camilo Cabezas Mina, hijo de la artista, el legado de la Negra Grande de Colombia.
El hijo del compositor Esteban Cabezas Rher (esposo por 19 años de Leonor), quien heredó la sonrisa cálida de su mamá, confesó que “hay algunas canciones inéditas, temas para remasterizar. Mantener su legado es una responsabilidad que tengo como hijo y seguir construyendo país”. Habló de un sueño: hacer de la casa materna en Robles, Jamundí, un museo vivo, “donde los jóvenes puedan estudiar música, acceder al saber”. A su celular han llegado más de 600 mensajes, del hijo del poeta Jorge Artel, de herederos del escritor Helcías Martán Góngora, “amigos de mamá, de la academia y la política”.
La maestra Nidia Góngora cantó por las cantadoras del Pacífico, despidiéndola con currulaos y alabaos, acompañada de la agrupación folclórica Arrullando. Acudieron los maestros Alexis Lozano y Nino Caicedo, de Guayacán Orquesta, a rendirle honores a la artista, símbolo de resiliencia, talento y orgullo cultural.
A los familiares se unieron para decirle “adiós” a ‘Leito’, su representante legal y amiga: María del Socorro Vallejo y su esposo Antonio Velásquez, director, productor y guitarrista —durante 18 años consecutivos— de la cantante, folclorista, bailarina y actriz. Él coprodujo con Camilo Antonio Velásquez Vallejo el último álbum de la cantante: Lo Mejor de Mi Vida, que reúne todos sus éxitos, con sonido actual. “Mi hermano mayor, Armando, músico también, fue su arreglista, pero se fue a vivir a Estados Unidos y la Negra se puso a llorar y a decir: ‘¿Con quién me quedo yo?’, y él le dice: ‘Con mi hermano’. Le armé un grupo de siete músicos y viajamos por Colombia y muchos países. Luego vinieron álbumes con empresas privadas, como Diners Club, en vinilo. Grabamos cumbias, currulaos, pasillos, bambucos y boleros, que no se conocieron, porque su imagen estaba arraigada a la música colombiana, y cuando incursionaba en otros géneros, la gente seguía pegada a Mi Buenaventura, Yo me Llamo Cumbia y al Mapalé”.
“Cantaba blues —advierte su director—, de La Pollera Colorá sacamos uno, que desemboca en cumbia. El color de su voz era único. Era mezzosoprano, manejaba muy bien las notas altas, ¡tenía unos rasgados!, imitaba a las cantantes de góspel de Nueva Orleans”. Inició empírica. A los 18 años, que salió de Robles, no había estudiado nada. Contaba ella que tocó las puertas del Conservatorio Antonio María Valencia, pero la rechazaron “por negra”. No se rindió, luchó y logró entrar. Estudió música y canto allí y en Bogotá, aún cuando ya tenía mucha experiencia, siguió estudiando técnica vocal con la gran maestra Sylvia Moscovitz, pianista.
Su nombre artístico llegó en una reunión con sus productores. “Empezaron llamándole La Orquídea Negra, La Rosa del Valle del Cauca y de pronto, se puso de pie Hernán Restrepo Duque, quien dirigía Sonolux y dijo: ‘Caramba, no digan más nombres, ella es La Negra Grande de Colombia y punto’”, cuentan María del Socorro y su esposo Antonio.
Para los instrumentos sí fue negada, anota él: -Se sentía cómoda con sus músicos. Era mala para el baile, pero Manuel Zapata Olivella la llevó a una gira como bailarina a París, y una vez en el teatro Olympia, el grupo tenía una cantante líder, pero el día de la presentación se quedó sin voz y debía cantar dos o tres canciones; la Negra se las sabía, y el director le dijo: “Leonor, le tocó cantar”, y ella: “Cómo se le ocurre, yo no soy cantante”, se puso nerviosa y salió descalza, como iba a bailar. La propia Leonor, una vez, perdió la voz por una gripa. -Íbamos a salir al escenario, y me dijo: “Tranquilo, yo tengo un truco”, preparó un menjurje con harto limón, mucha azúcar y algo que no sé que fue, salió muda y de pronto surgió la voz. Después de cantar, enmudeció. “Tenía varias modistas que diseñaban su ropa, en Bogotá y en Cali. Ella misma se maquillaba”, es la última infidencia de ‘Toño’, su exdirector musical. Admite que si estuviera viva, le diría: “Leonor, tengo un antojo”. -Cocinaba muy bien, ¡hacía un sancocho de pescado!.
Entre los dolientes estuvo el bailarín de Delirio, Camilo Zamora, sobrino-nieto de La Negra, lleno de recuerdos de su tía-abuela: “La primera vez que vio a mi personaje de El Patas, me dijo: ‘Hay que sacarle mucho más’, y me puso a estudiar frente al espejo las caras, los gestos, las posturas. La segunda vez dijo: ‘ya está listo’”.
También lloró a la Grande su inseparable nieta Juanita Cabezas: “A mi abuela, la amé y amo intensamente, es mi rol a seguir. Abrió caminos para muchos en el país a través del arte, y a sus nietos nos inspira a mantener su legado. Canté con ella varias veces, me enseñó. Mi hermana, Adana, pinta, también ella pintaba y a Aarón le gusta el fútbol”. Su abuela decía: “Mija, vuele”. En su último álbum, la nieta le hizo los coros a su abuelita, a quien, en sus momentos de olvido, le ponía canciones, “y volvía a la lucidez”. Ella la recordará con Tío Guachupecito, porque allí se escucha también la voz de su abuelo Esteban.