1. Se está acabando el mundo, me supongo
Fue en los años 70 cuando esos filósofos de apellido Lebrón anunciaron: “El mundo se está acabando, me supongo”. Por entonces, el mayor temor de la humanidad estaba en la posibilidad de que EE.UU. o la Unión Soviética dejarán caer una bomba de neutrones en algún inocente lugar del planeta. Y ante el inminente fin, el único consuelo que proponían los estoicos Lebrón no era otro que: “A bailar que el mundo se va a acabar”. Desde las calles de Brooklyn y el Bronx en Nueva York, hasta los barrios de clases bajas y medias en Cali (Obrero, Popular, Alfonso López, San Nicolás, Porvenir, Guayaquil, entre otros); esa máxima de la vida rumbera –equivalente al “carpe diem” de los romanos—, se aplicó sin objeción. Los caleños asimilaron el mandamiento salsero, podría decirse que no al pie de la letra, sino con los pies en la pista.
La música y los bailes de la cultura antillana y afrocaribeña, que tuvieron a la salsa como su expresión más moderna en los años 70, pese a que nacieron en Cuba, EE.UU. y Puerto Rico, lograron asimilarse en Cali a través de un mestizaje cultural único en la historia reciente. La cultura caleña es producto de un fenómeno que, en palabras del antropólogo Néstor García Canclini, se podría calificar de hibridación cultural. Durante este proceso cultural, iniciado a principios del siglo XX según algunas investigaciones, la población caleña se apropió de estas expresiones foráneas y las incorporó como elemento fundamental de su identidad. Desde 1958, cuando se celebró la primera Feria de Cali, entonces Feria de la Caña de Azúcar, solo dos años después de ese fin del mundo que fue la explosión del 7 de agosto en la que murieron más de 4000 personas; por más de 60 años, Cali ha mantenido su identidad rumbera como una tradición que pasa de generación en generación a través de bailadores, músicos y melómanos. Aunque en esa tradición hay otro elemento básico del que depende la cultura salsera, uno que se discrimina con frecuencia por su naturaleza comercial: los bailaderos o discotecas.
En este sentido, para el periodista y escritor Medardo Arias Satizábal, autor de ‘La verdadera historia de la salsa’ (2013), “los bailaderos han cumplido de manera tradicional una función cultural en la ciudad que se nota fundamentalmente en la propensión del caleño a festejar la vida a través del baile. El viejo cronista de la prensa caleña ‘Plumitas’, decía que todo caleño debe saber bailar, nadar y montar en bicicleta. Y a fe que la ciudad es reconocida hoy en el mundo por sus grandes bailarines. El baile va con la cultura de la ciudad, y desde luego su trascendencia se nota en todos los eventos festivos de esta parte de Colombia, particularmente en el último mes del año con la Feria de Cali y su Salsódromo”.
Mientras que para el cronista caleño, Alfredo Caicedo Viveros, autor de ‘Vieja guardia, una salsa bien bailada’ (2018), “su importancia cultural radica en que estos establecimientos han sido montados a manera de templos, para rendir pleitesía al gusto musical salsero de los caleños, que se divierten con el baile bajo el hechizo causado por la música y sus ritmos, por eso la salsa se arraigó en nuestros corazones como símbolo de nuestra propia identidad. Por eso cuando la salsa es bien bailada en cualquier parte del mundo, su estilo de baile delata al caleño como su intérprete”.
Al respecto, cabe destacar la afirmación del antropólogo y lingüista, Alejandro Ulloa Sanmiguel, en su exhaustiva investigación ‘Salsa, barrio y cultura’ (2014): “Las generaciones pasadas legaron el saber colectivo de un lenguaje no verbal (el baile) que hoy se desarrolla en el nuevo contexto del mundo globalizado. Un lenguaje que se enriquece con la presencia de bailadores y bailarines en los establecimientos del actual circuito de la salsa en la ciudad. Ese lenguaje y esa Escuela, han sido siempre el producto de una genuina creación popular, en interacción productiva con la industria del entretenimiento. Y sigue siendo, hasta hoy, un valioso patrimonio cultural de los estratos bajos, los sectores subalternos de Santiago de Cali”.
Entonces, de acuerdo con Arias, Caicedo y Ulloa, las discotecas son el punto de encuentro de todos los actores culturales de la salsa con la industria del entretenimiento, donde la tradición se convierte en economía de ciudad. En los bailaderos interactúan bailadores, músicos y melómanos, y como en un ecosistema autosuficiente se reproducen saberes y tradiciones de la salsa constantemente. La discoteca es el escenario ideal para que la cultura salsera dé su lucha por la supervivencia frente a otras expresiones que se pelean hoy la primacía comercial. Desde esta perspectiva, la Feria de Cali, y su espectáculo del Salsódromo, están concebidos como el sueño colectivo de transformar la ciudad en una gran pista de baile, una discoteca masiva llamada Cali. En la actualidad la rumba caleña continúa siendo un ritual que trasciende la vida de los ciudadanos, y dentro de ese imaginario local, las discotecas son los templos sagrados de una religión popular.
Es por la magnitud cultural que poseen las salsotecas (bailaderos y discotecas de salsa), y su importante papel en la dinámica comercial, turística y artística de Cali, reconocida a nivel mundial, que resulta más que preocupante la paulatina desaparición de estos establecimientos icónicos que día a día van cerrando sus puertas al público, tal vez definitivamente, a causa de las medidas de salubridad decretadas para controlar la pandemia del Covid-19 en Colombia. Los bailaderos caen como templos ante una invasión bárbara, destruidos sutilmente por un virus que dejó todas las pistas de baile solas. Los Hermanos Lebrón, y los caleños, nunca imaginaron que cuando llegara el fin del mundo estaría prohibido justamente eso que más aman: salir a bailar.
“Privarse de la Rumba en Cali es morir en vida, la música y el baile se constituyeron en el escape de las penas que nos agobian, y con la expresión corporal cuando bailamos expulsamos todo el mal que carcome nuestro espíritu, la rumba es el remedio infalible y trascendental en nuestra vida”, dice con cierto romanticismo Caicedo Viveros, el cronista.
Los efectos de la pandemia no se manifiestan solo a nivel económico. Aunque ciertamente lo más urgente es remediar la situación de miles de personas que, hasta hace dos meses y medio, subsistían de esa renta ‘segura’ que eran los establecimientos de recreación nocturna. La crisis alcanzó niveles dramáticos la semana pasada, cuando se anunció oficialmente que después de 13 años funcionando, la discoteca Salsa (ubicada sobre la avenida Roosevelt con Cr. 34), cerraba sus puertas definitivamente. Gonzalo Cortés, propietario del bailadero, observando cómo se desmantelaba su sueño, apenas seis meses después de remodelarlo, prefirió ir más allá de las razones económicas, y consideró que la desaparición de su discoteca era una “pérdida para la cultura salsera”. Aunque pocos dueños de discotecas se han pronunciado tan abiertamente sobre los cierres definitivos de sus establecimientos, hay rumores no confirmados de más cierres, algo que desmoraliza y sume en permanente incertidumbre a otros propietarios que aún luchan por mantener sus discotecas con vida.
La soledad de los bailaderos es incómoda, ¿qué consecuencias culturales y sociales traerá esta larga pausa de la rumba? Pasar por esos lugares antes llenos de vida, ahora abandonados como ruinas de una antigua civilización, produce una nostalgia del presente. Para Medardo Arias, “las medidas de confinamiento, están llevando a la quiebra a muchos de estos negocios. Algunos propietarios como Darío Muñoz de Siboney, han expresado que en su caso irá hasta donde Dios quiera. Se sabe que ya otros han decidido cerrar, pues en su mayoría no son propietarios de los espacios que ocupan, y los arriendos suelen ser costosos, y a ellos hay que sumarle la nómina de meseros, cantineros, porteros y la cuenta mensual de proveeduría de licor. Esto, además de los servicios y otros costos. Acabo de hacer un recorrido por los sitios de la noche caleña, en pleno jueves y lo que se ve realmente produce grima”.
2. Agonía
En el número 24-44 de la carrera 11B del barrio Obrero, está ubicado El Museo de la Salsa. Es un salón profundo abarrotado de fotografías y objetos alusivos a la cultura salsera: pianos, maracas, campanas, timbales, bongós, güiros, congas, micrófonos de época, llaveros, camisetas, banderas y figuras de cerámica, entre otras cientos de curiosidades. El espacio fue creado hace más de 30 años por el reconocido fotógrafo y melómano Carlos Molina, el caleño que conserva la colección más grande de fotografías sobre la historia de la salsa en Cali. Son aproximadamente 40.000 imágenes de artistas y personajes salseros retratados por la lente de Molina, desde los años 60 a la fecha. De ellas solo 5000 están exhibidas en este establecimiento que durante el día es un lugar de peregrinaje impostergable para los turistas, ya que el mismo Molina y su hijo Carlos Molina Jr. se encargan de guiar y divulgar con conocimiento de campo y tarima, la historia rumbera de Cali.
“Cuando yo era niño, como mi mamá también trabajaba, entonces yo me quedaba con mi papá que era independiente y me llevaba con él a todas sus aventuras en busca de artistas y personajes de la salsa”, cuenta Molina Jr. quien de la mano de su padre conoció a los grandes del género, pocos pueden decir que a los 12 años Gilberto Santa Rosa fue a su casa y se fotografió con él, o que esperando a otros artista se encontró a Jaime Garzón en un hotel de Cali.
Incluso colegios y universidades separan días para visitar El Museo de la Salsa y escuchar los relatos de los Molina. En la actualidad funciona igual a un centro cultural, pero de origen popular, cuya programación desearían tener otras instituciones oficiales. Durante todo el año allí se realizan audiciones con expertos en música antillana y afrocaribeña, exposiciones y exhibiciones de baile, conversatorios con artistas invitados y conciertos exclusivos. La ambición salsera de los Molina es tan exhaustiva como la de un entomólogo, por lo que podría afirmarse que si un salsero no ha pasado por el museo o por la lente de Molina, tal vez no exista. Y como si fuera poco, en las noches el museo se transforma en bailadero familiar, atendiendo a más de 400 personas al mes que acuden a disfrutar la exquisita programación musical de los Molina. De modo que Padre e hijo, son ejemplo de cómo mantener con vida una tradición popular.
Así pasaban los días y las noches en el barrio Obrero, hasta que llegó la pandemia del coronavirus y El Museo de la Salsa tuvo que cerrar. La última noche de rumba fue el miércoles 18 de marzo y cuando a la 1:00 a.m. cerraban sus puertas, en total incertidumbre, en diferentes partes de Cali, los últimos de los miles de establecimientos nocturnos, al unísono dejaban caer sus persianas y apagaban las luces de las pistas de baile.
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Según Manuel Pineda, presidente de Asobares capítulo Valle, “la afectación en el sector es total, son más de 1500 establecimientos de entretenimiento nocturno que cerraron en la ciudad de Cali. Todos con ingresos en cero durante este tiempo, pese a que los egresos se mantienen, como arriendo, servicios públicos, mantenimiento y otros costos fijos. A nivel nacional se han presentado cierres definitivos en un 20%, algo que ya se ve en Cali, vamos para 300 establecimientos que están desapareciendo con esta situación, desde bares pequeños de barrio hasta discotecas reconocidas como Salsa”.
—¿Cuántas personas del sector están afectadas en Cali?
Entre las personas que tenían empleos directos por contratos o prestación de servicios son más de 25.000 los afectadas en el sector, que no están recibiendo ningún ingreso o están desempleados, pero sin contamos los empleos indirectos y la toda la cadena de valor que generan los establecimientos, la cifra se aumenta al doble, es decir 50.000 personas afectadas.
—¿En términos económicos cuánto se ha perdido en estos dos meses?
Cada día que no abrimos son pérdidas globales, en todo el sector hemos hecho estimaciones generales de que estamos perdiendo alrededor de $200.000 millones de pesos mensuales, y como son más de dos meses cerrados las pérdidas están alcanzando más $500.000 millones de pesos. Pero esto no solamente nos afecta a nosotros, al estar cerrados pierden también proveedores en la cadena de valor como la Industria de Licores del Valle y Bavaria que tuvieron una baja en sus ventas, y esto crea una situación conexa que afecta al sistema de salud del departamento que recibe presupuesto de las ventas de licores, a larga será un daño colateral.
—¿Respecto a otras ciudades como Bogotá o Medellín, cómo afecta a los caleños el no poder acceder a la recreación nocturna?
Cali vive con mucha más fuerza la rumba, en nuestra cultura desde que nosotros nacemos y crecemos en esta ciudad se nos enseña el amor por el baile y la diversión en las discotecas, en otras ciudades no pasa eso, allá ven el problema más como un tema laboral. Ellos no tienen arraigada la rumba como nosotros, aunque también disfrutan de la vida nocturna, no se puede negar que el caleño es uno con el baile y la música, por eso esta situación nos ha afectado económica y psicológicamente. Nos han quitado una parte de nuestra cultura, y los dueños de los establecimientos al no poder brindar esta alegría, también se frustran porque pierde sentido su oficio que no se basa solo en lo comercial.
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Hoy, después de dos meses, sumando pérdidas económicas considerables por cada día que pasa y acumulando polvo en todos los objetos del museo, a Carlos Molina hijo “lo que más me entristece es perder la tradición, porque la rumba es felicidad y sin ella no está completo el caleño. Has escuchado eso de que ‘hoy es viernes y el cuerpo lo sabe’, es cierto, de alguna forma el caleño después de una semana de trabajo necesita desahogarse con baile y alegría, compartiendo en sociedad. Llevamos más de 60 años en eso, y es difícil que de un momento a otro las personas detengan ese impulso tan arraigado. Nosotros, como propietarios de discotecas llevamos la rumba a la virtualidad, pero hay caleños que no entienden eso, y uno siempre escucha de rumbas clandestinas en la ciudad”.
Por estos días Carlos Molina Jr. quien lidera desde hace tres años el Museo de la Salsa, se dedica a transmitir eventos por las redes sociales del museo @museodelasalda, entrevistas con salseros como José Aguirre de Niche, Hermes Manyoma y Adriana Chamorro, también se toma momentos para programar música en vivo, y otra de las estrategias que implementó para seguir manteniendo el legado de su padre, es realizar conversatorios privados a través de Google Meet a los que se puede acceder adquiriendo bonos solidarios. Pero, a cualquiera que le pregunte a Carlos, ¿qué está haciendo para sobrevivir en medio de la pandemia? Él va a responder: “Estoy vendiendo jugo de naranja”.
Y no miente, pues algo que pocos saben en el medio salsero es que los fondos obtenidos de las entradas al Museo de la Sala, Molina Jr. los empleaba para ayudas humanitarias a diferentes familias vulnerables del barrio Obrero, labor que desarrolla desde hace varios años a través de la Fundación Alma Solidaria. Entonces, “cuando cerró el museo y empezó la cuarentena me di cuenta que no podía abandonar a esas familias, entonces comencé a producir jugo de naranja con una máquina exprimidora industrial que tengo en mi casa”. De hecho, Carlos hace un excelente jugo de naranja, siguiendo las normas de bioseguridad y vendiéndolo en botellas de litro muy bien selladas y etiquetadas. “Las comencé a vender a mis amigos y conocidos, y a promocionarlas en redes sociales con el nombre de ‘Cultura Naranja’, así he logrado ayudar a estas familias, aunque no es suficiente”.
Carlos Molina Jr. tiene 40 años y ya es padre también, él tiene claro que su vida no depende de un negocio nocturno, sino de compartir el conocimiento de la cultura salsera y hacer feliz a las personas cuando dejar sonar un buen tema, y eso no es poca cosa. “Siento que la cultura está en riesgo por esta pandemia, nos quitó la esencia de la rumba caleña que es el contacto físico”, expresa con desánimo. Sin embargo, cuando le pregunto qué canción escogería para describir la situación actual, me responde seguro: “Fe, de los Hermanos Lebrón”.
3. Con mucha fe, mi hermano
En el número 13-27, sobre la Calle Quinta y a pocos metros de un puente, está ubicado uno de los actuales templos de la salsa caleña: La Topa Tolondra. El bailadero fue creado en 2011 por el empresario Carlos Ospina, “empezamos como un cuchitril para compartir música con amigos, y aunque mantener este tipo de negocios en nuestro país no es fácil. Trabajando con las uñas, pero con las uñas limpias, hemos logrado convertirnos en un ícono de la ciudad que reconocen a nivel mundial”. Cuando uno entra a La Topa Tolondra y observa esa pista de baile con baldosas amarillas y vinotinto, siente vivo el espíritu de la Cali vieja y sus tradicionales ‘aguelulos’ en las casas familiares. Pero cuando descubrimos en el fondo ese mural de la última cena según el evangelio de la salsa, con el maestro Ismael Rivera en el centro, la bendecida Celia Cruz a su diestra y los demás apóstoles alrededor: Óscar D’León, Rubén Blades, Ismael Miranda, Piper Pimienta, Pete ‘El conde’ Rodríguez, Frankie Dante, Joe Arroyo, Héctor Lavoe, Cheo Feliciano, Chivirico Dávila y Ángel Canales; ante toda esta solemnidad, ningún caleño, hasta el más inmune al culto salsero, puede dejar de sentir reverencia.
Cada detalle de este bailadero expresa el gusto depurado durante años por su propietario: Carlos Ospina, quien a partir de sus talentos para el diseño gráfico, la pintura, fotografía y producción audiovisual, creó toda una experiencia alrededor de la cultura salsera. Nacido en Cali hace 45 años, a los 5 años viajó con su madre a Venezuela donde vivió su infancia y adolescencia, pero nunca pudo olvidarse de Cali. A sus 22 años, Carlos regresó a su tierra y creó La Topa Tolondra como un homenaje a su madre: Betty Ospina, ya que desde la distancia fue ella, con sus historias de la rumba caleña en los años 60 y 70, quien contagió —nunca mejor aplicada esta palabra— su amor por la cultura salsera a su hijo.
“Mi mamá escuchaba una emisora de boleros cuando vivíamos en Venezuela, eso le causaba nostalgia, entonces empezaba a contarme todas sus historias de Cali, de los músicos, bailadores y bailaderos de la época. Yo crecí imaginándome esa ciudad que vivió mi madre, en parte la Topa es una forma de recrear esas historias de mi madre”, cuenta Carlos.
El domingo 15 de marzo fue la última vez que la pista de La Topa sintió el zapateo de los bailadores caleños, desde entonces Carlos viene realizando una serie de actividades virtuales para mantener unida a su comunidad de seguidores (más de 60.000 personas de todo el mundo siguen la cuenta @Latopabar en Facebook e Instagram) y brindarles un momento de esparcimiento durante esta cuarentena. Entre las actividades más populares está Salsa Class In Casa, son clases de salsa (bolero, cha cha chá, cali style) en vivo a cargo de maestros bailadores de las escuelas de baile caleñas, las clases son transmitidas a las 8:00 p.m. los lunes, miércoles y viernes desde La Topa. También están comercializando por redes suvenires alusivos a la salsa y a Cali.
Durante nueve años este bailadero se ha mantenido en la más alta popularidad, no solo por la diversión nocturna que brinda, también por una programación cultural importante: solo en febrero el escritor cubano Leonardo Padura presentó en La Topa su libro ‘Los rostros de la salsa’, con una asistencia de más de 500 personas. Esa tarde, sentado frente al mural donde está pintada su compatriota Celia Cruz, Padura reconoció que “debemos agradecer que en Cali la cultura de la salsa se haya preservado”. Al mes este bailadero recibe más de 1000 personas y sostiene una nómina de 22 empleados, por eso el cambio a la virtualidad es solo un recurso transitorio, no una solución a la crisis. A eso se debe el tono serio de Carlos al hablar, no está enojado, es preocupación: “Fuimos los primeros en cerrar y seremos los últimos en abrir, para nosotros siempre estará primero la salud pública. Resistimos, pero no podemos esperar demasiado, hemos seguido pagando a nuestros empleados directos y ayudando a los que dependían indirectamente de La Topa. Esperamos reabrir con los protocolos de bioseguridad, pero no cambiar la esencia de nuestro negocio, esa idea de la ‘reinvención’ no aplica para un bailadero”, aclara.
Sin embargo, como en el caso de Molina hijo, también para Ospina existe otro aspecto que no se puede cuantificar en dinero, pero que lo entristece mucho más: “Yo soy muy de energías, por eso cuando voy a La Topa y entró en esa soledad en la que hoy se encuentra, me siento muy triste, me parece que en esa soledad hay mucha energía reprimida. Hay algo que no se ha tenido muy en cuenta y es cómo afecta esto a la salud mental de la gente”.
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Manuel Pineda también es el presidente de Acoes (Asociación de Comerciantes y Empresarios de Cali), por eso conoce directamente el día a día que vive este sector en la ciudad, en especial el gremio de bares y discotecas locales.
—¿Qué ayudas ha recibido este gremio y hasta cuándo pueden resistir?
Nosotros tenemos flujo de caja hasta el mes de junio, de ahí en adelante no sabemos. Esto es un tema de días, cada día un negocio cierra definitivamente. Ya estamos a punto de ahogarnos, casi el 84% de los negocios está aguantando con sus últimos recursos. Pero si este mes no obtenemos unas fechas de reapertura, ya para julio vamos a ver que las cifras de cierres definitivos van a incrementarse bastante, pasaríamos de un 20% a un 50%. Es decir, hablamos de que para julio, sino se resuelve está situación la mitad de los establecimientos nocturnos en Cali, y en todo el país, van a cerrar por completo.
Desde Asobares ya pasamos una propuesta con un plan de bioseguridad para realizar una reapertura gradual. Según esto empezarían los establecimientos de menor riesgo como restaurantes y bares, y por último los de mayor riesgo que son las discotecas. Hace más de un mes que presentamos esto ante el mismo ministro de comercio y lo pasamos también al Ministerio de Salud, pero el gobierno nacional no nos ha dado una fecha establecida. Sin una fecha estamos en la incertidumbre y nos perjudican porque no podemos llegar a ningún acuerdo con los arrendadores.
Ya entablamos una mesa de trabajo con la Alcaldía de Cali, de ahí salieron las primeras ayudas humanitarias, pero necesitamos seguir trabajando con ellos para definir los protocolos de bioseguridad, de modo que cuando el Gobierno Nacional nos dé las fechas de reapertura tengamos esa parte lista y no perdamos más tiempo. Hay que entender que no se puede sumar a la crisis de salud una crisis económica que puede avecinarse si no lo controlamos ahora. Aunque lo que nosotros más pedimos es definir las condiciones y fechas para la reapertura, lo que necesitamos, los que aún alcanzamos a sobrevivir es que nos den unas fechas para volver a trabajar con todas las medidas de bioseguridad necesarias.
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Carlos Ospina se expresa con frases que parecen salidas de ‘¡Que viva la música!’: “Si la rumba se acaba cunde la tristeza en Cali”, dice él, pero podría haberlo dicho María del Carmen Huertas en su paseo por los barrios del sur. “La rumba caleña es una forma de desinhibición y catarsis, de desahogo de la realidad que vivimos en este país, tal vez sea por el uso del tambor africano que la rumba transmite un sentimiento de libertad”, teoriza Carlos, pero a mí me suena que es el mismísimo Rubencito Paces quien lo dice. El mismo personaje que vomitó en el concierto de Richie Ray y Bobby Cruz en el 68 y que cada año, en la Feria de Cali, pegaba su cartel rechazando “a los cultores del sonido paisa”, aunque hoy se podría referir al reguetón, “un ritmo impuesto, no adoptado”, señala Carlos.
De un relato de Andrés Caicedo parece esta anécdota ocurrida en La Topa Tolondra, “cuando apenas empezamos con el bailadero, una noche se me acercó un mesero y me pregunta si ya había visto lo que pasaba en la pista. ‘No veo nada’, le dije. ‘Mirá bien’, me dijo. Entonces me voy hasta allá y veo que todos rodeaban a una mujer muy bajita, tal vez de 1.50 mt., que bailaba con un perro, un galgo en dos patas que se veía más grande que ella. No me molestó, me pareció algo demasiado surrealista esa escena, por eso cuando el mesero me preguntó qué si los sacábamos, yo dije que no los interrumpieran, que debíamos dejarlos bailar el tema completo. Creo que el perro estaba feliz, tenía los ojos cerrados”, cuenta Carlos.
Al día de hoy, como el Rubén de la novela, lo que más extraña Carlos de la vida en La Topa es “ir a poner música, ese poder invisible que tiene el discómano sobre la gente, es un lenguaje que vos entendés entre los bailadores y la música, entonces sabés cuándo y qué canción es la que necesitan oír para ser felices”. En este momento dice que pondría a sonar, ‘Lo bueno ya viene’ de Cheo Feliciano y el Rubén real, Blades.
4. Hasta las piedras bailaban
Entre los más de 1500 establecimientos de recreación nocturna de la ciudad, al menos 200 hacen parte del circuito salsero y cultural caleño, según Carlos Molina Jr., “en un estudio llamado ‘Los actores de la cadena de la salsa’, realizado por la Universidad San Buenaventura, se lograron identificar más de 100 establecimientos dedicados a la salsa en Cali, esta temática es mayoritaria en el gremio”. Cada uno de esos establecimientos, por pequeños que sean, tienen un valor sentimental para dueños y clientes que comparten una pasión común, más allá del beneficio económico. Sé de esposos de la tercera edad que acudían con igual puntualidad a la misa del domingo a las 7:00 a.m. y, después del almuerzo, llegaban puntual a la viejoteca en su bailadero de siempre, al que conocieron en su barrio y se mantiene gracias a sus contados pero fieles clientes.
Esos bailaderos de luz encendida donde los padres ven cómo se mueven sus hijas llevadas por un sobrino, o donde las madres enseñan los primeros pasos a sus tímidos vástagos, esos espacios donde bailan abuelos, hijos y nietos, son parte de la historia familiar de cada caleño. De esta clase de establecimientos es la tradicional Nelly Teka, un bailadero abierto desde 1985 en el barrio Obrero. Aunque hoy está ubicado un amplio local sobre la Cra. 10 con Calle 22, en sus inicios la Nelly Teka fue una tienda con dos mesas y un pequeño espacio frente a las vitrinas donde al menos tres parejas podían echar paso, mientras doña María Nelly Parra dejaba sonar un bolero o una guaracha.
“Yo era madre cabeza de hogar, había llegado a Cali desde Bogotá con mi hija y como no tenía empleo, decidí abrir una tiendita, pero en este barrio la gente cuando venía a tomarse algo, siempre me pedían música. Yo tenía un radio y lo dejaba sonar, no sabía mucho de salsa, la misma gente me enseñó a apreciar la música. Luego cambié de razón social, acabé con la tienda y abrí la viejoteca”, recuerda Nelly Parra, quien desde los 26 años cuando empezó su bailadero a la fecha, logró sostener a su familia ella sola, pudo comprar su casa y darle educación universitaria a sus dos hijos que hoy trabajan fuera del país.
Nelly también es propietaria, junto a su hija, del bailadero El Anacobero, ubicado en el barrio Guayaquil, y que está en funcionamiento desde el 2002. De modo que al empezar la cuarentena sus dos emprendimientos, con los cuales daba empleo a 14 personas, y donde recibía a una clientela de 200 personas semanales, cerraron dejando en la incertidumbre a su propietaria, ya que sus ingresos los destina principalmente a socorrer a sus hijos en el exterior, donde tampoco puede trabajar debido a la pandemia.
“El ánimo de Cali se sostiene en la rumba, y ya desde hace unos años viene debilitándose la cultura rumbera en la ciudad, y creo que con esto puede ser peor. Para mí es muy difícil, después de tantos años, creo que se está acabando la tradición. Nos quedamos con lo poco que hicimos en este tiempo, pero ahora estamos sin trabajo y sin esperanza, esto nos afecta psicológicamente”, advierte con tristeza Nelly.
La propietaria afirma que de no resolverse pronto la situación de los bailaderos tendrá que empezar a vender mobiliario y equipos para pagar sus deudas bancarias, ya que como afirmó Manuel Pineda, “los bancos no auxilian a nuestros negocios porque los consideran de alto riesgo, solo el 4% ha tenido acceso a algún tipo de financiación, pero solo a título personal”.
En estos momentos, Nelly está tratando de ‘reinventarse’ utilizando su local para la venta de productos de aseo y limpieza, pero como ella afirma “a mi edad ya es difícil reinventarme, aunque lo estoy intentando. Eso de las ventas en internet es algo que no domino, mi negocio siempre fue lo tradicional”.
Un establecimiento que sí se reinventó, por no decir que cambió por completo, fue la salsoteca El Aterrizaje, ubicada en el número 11-50 con calle 52 en Villa Colombia, y que era desde hace 15 años el lugar preferido de los cadetes y pilotos de la Base Aérea, de ahí su nombre. Pero quien pase por allí hoy ya no encontrará las banderas de Cuba y Puerto Rico, ni escuchará la melodía, solo verá frutas, verduras y alimentos empacados, como lo pueden comprobar en las redes sociales donde se promocionan sus productos, El Aterrizaje ahora es una tienda de abarrotes y licores.
Para su propietario, Camilo Díaz, “el cambio para mí no fue tan difícil porque antes de ser discoteca, lo que yo tenía era una heladería. Después de dos meses cerrado, en los cuales me mantuve con algunos ahorros, decidí reabrir como un ‘mini market’ y la gente por el sector ha recibido muy bien el cambio”, afirma.
No obstante, para otros establecimientos más nuevos, este tipo de cambios es algo que va en contra de su naturaleza rumbera, y de la vocación cultural de sus dueños. Para ellos no se trata de sobrevivir, sino de mantener una tradición para las nuevas generaciones de caleños. Uno de esos casos es el de Mamut, salsoteca ubicada en el número 10-55 con Cra. 3, en pleno centro histórico de Cali. Abierta apenas en septiembre de 2019 ya se había convertido es uno de los nuevos templos de nuestra religión popular, y donde se podían comer unas de las mejores empanadas con ají del centro.
“Mamut nació como un espacio donde se pudiera encontrar el disfrute del baile y la música en vivo, integrando a los músicos locales con propuestas y creaciones propias y a los bailadores y los melómanos. Aquí sonaban la salsa dura tradicional y las nuevas bandas de la movida caleña”, afirma su propietario, David Gallego, quien también es el pianista y director musical de la Orquesta Clandeskina.
De hecho, Mamut y otras nuevas discotecas estaban reactivando todo el circuito comercial y cultural de la sala en Cali, atrayendo a turistas de todo el mundo, y tal vez más importante, a los caleños más jóvenes que de no ser por estos lugares y su influencia, consumirían solo las tendencias más fuertes de música reciente como el reguetón.
David Gallego es heredero de una tradición caleña que en su caso empezó cuando lo llevaban de niño a la viejoteca Conga, en la Calle Quinta con 34, y él se quedaba lelo viendo bailar a sus mayores. Por eso lo deprimen estas circunstancias, “no sentimos solos, la única compañía son nuestros amigos y público, que siguen esperando. Vamos en caída libre hacia la quiebra y esperando un milagro. La ciudad demoró muchos años en tener los espacios que tiene ahora. Cerrarlos no afecta solo a sus dueños y a sus empleados, si no a la ciudad entera”.
David prefiere no hablar de las pérdidas económicas, que “son altísimas”, y “sin margen de ganancias, debido a que apenas empezamos y aún estamos pagando la inversión de la apertura. Los ingresos son cero y todas las cuentas que menciono tendré que pagarlas con préstamos o con la venta de los equipos del bar. Con algunos bares de la ciudad tenemos pensado un evento para recaudar fondos de manera virtual, con orquestas y DJ’s. Eso podría ayudarnos a aguantar algún tiempo más. Sin embargo, de seguir así, el cierre definitivo es inminente”.
Al final le pregunto si tiene algún tema para esta situación, me responde que solo uno, ‘Mi amigo el payaso’, que canta Tony Vega con la Orquesta de Willie Rosario, y dice: “Pobre payaso, ríe por no llorar”.
Este estoicismo de reír por no llorar es antiguo y está relacionado con el esfuerzo de vivir con alegría en medio de difíciles momentos, lo que de alguna forma ha caracterizado a la cultura caleña en los últimos 62 años.
Tal vez la mejor descripción de esa filosofía de la vida bailada, es la que hace el escritor Edgar Cuero Córdoba en su novela ‘Música para levantar muertos’, donde cuenta la historia de una bailadero llamado Casa de Mangle en la Cali de los años 50, días antes de la explosión del 7 de agosto. En esa época, durante la violencia bipartidista, los caleños ya rumbeaban con un desenfreno del fin de los tiempos, pero ahora esa espontánea propensión a la rumba se ha visto completamente obstaculizada por la pandemia.
Dice el novelista que los ritmos antillanos y afrocaribeños que llegaron a Cali, estaban “predestinados desde siglos para dar libertad a los bailadores. (…) En esta ciudad la viuda alegre reina en todos los bailaderos, aquí es donde las gentes viven resignadas como si no pasara nada cuando todo pasa en contra de la gente, mientras en plazas y parques los caudillos políticos se desgastan en peroratas (…), es en los bailaderos donde el pueblo se rebela y se convierte, los que son demasiado cobardes para enfrentarse a las injusticias que cometen en su ciudad, prefieren esconderse en un bailadero y hacerse respetar por un son montuno bien ejecutado. Es en los bailaderos donde cae la descarga de todos los resentimientos que lleva el cuerpo, mientras los pies de los bailadores azotan la baldosa como un trueno, la música como un pararrayos va desviando a tierra todo el malestar general y sobre la pista se levanta una nube de polvo o de humo que deja en el suelo la marca negra del quemonazo”.