En la séptima de sus ‘Tesis de filosofía de la historia’, Walter Benjamin planteó que: “Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie”. Formulando esta paradoja, advertía que, por muy beneficiosos que resulten para la sociedad, no se pueden idealizar los bienes culturales del presente, puesto que “deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima”. Por ello, el filósofo que al final de sus días desesperaría por no tener el documento de salvación para huir de sus verdugos, pedía a los historiadores del futuro desarrollar el sentido crítico y la empatía necesaria para valorar las manifestaciones culturales desde su complejidad —por polémica que resulte—, rompiendo la perspectiva impuesta por los triunfadores de la historia —que han heredado todos estos privilegios—, y encontrando los testimonios de los oprimidos, aquellos que sin poder acceder a ella, hicieron posible la riqueza cultural que hoy disfruta con libertad toda la sociedad.
Tal vez ningún otro objeto haya sido alabado con un fervor comparable, a lo largo de la historia moderna, como el libro. Cada año se destinan millonarios presupuestos a su producción y difusión, se realizan cientos de ferias municipales, nacionales e internacionales, que ponen en circulación millones de ejemplares impresos, y proyectan las carreras de escritores desconocidos y consagrados de todo el mundo. Son innumerables las campañas de fomento a la lectura, con su carga de publicidad ingenua que caracteriza a las políticas culturales. Entre letrados y aficionados, lectores refinados y advenedizos, ningún premio suscita tanto entusiasmo como el Nobel de Literatura. Las bibliotecas son templos del conocimiento, inspiradoras de un respeto solo comparable al de los primeros fieles dentro de una catedral gótica. Borges, como es sabido, se “figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca”. Escritores y lectores de todas las épocas arriesgaron su estabilidad social, incluso sus vidas, para escribir un libro o para rescatarlo de su inminente desaparición, y dejarlo a disposición de las nuevas generaciones. Así tenemos, entre muchos otros, el ‘Diario’ de Ana Frank y los ‘Diarios’ de Victor Klemperer, las obras de Franz Kafka —publicadas contra su voluntad por Max Brod—, la poesía de Emily Dickinson que hubiéramos perdido de no ser por la devoción de su hermana, los poemas de Óssip Mandelshtam memorizados como una oración por su esposa Nadezhda, que solo años después de la muerte de su autor tuvo permiso de escribirlos. La valentía y sacrificio que hombres y mujeres demuestran, aún hoy, por los libros, contribuyen a crear un aura de superioridad moral en la cultura letrada que, asumida desde las posturas más acríticas y esnobistas, ha fomentado la ilusión de que leer libros hace mejor a las personas, o que exhibir una biblioteca y conocimientos librescos es muestra de humanismo, cuando en muchos casos es una pose calculada para mantener un prestigio. Tan calculada como los fondos digitales con apariencia de biblioteca, que algunas aplicaciones de reuniones virtuales permiten mostrar a sus usuarios.
La paradoja entre civilización y barbarie, así como las contradicciones morales de la cultura letrada, son un aspecto central de ‘El infinito en un junco’ (2019), la elegante, sensible y crítica historia del libro escrita por Irene Vallejo, que acaba de ser publicada en Colombia y otros países de Latinoamérica en una económica edición de bolsillo, con un valor tres veces inferior a la edición importada desde España. Precisamente, en el capítulo ‘Literatura de la derrota’, la escritora revela esa cruel ironía que se presentó en tiempos del Imperio Romano, cuando los aristócratas romanos formaban sus propias bibliotecas con obras en griego, puesto que era la lengua más prestigiosa, y para ello compraban ejemplares saqueados de las bibliotecas de poblaciones griegas conquistadas por la avanzada bélica del imperio. “Los poderosos patricios se encargaban de saquear libros —a veces, en un alarde de honradez, incluso los compraban— para enriquecer sus colecciones privadas y aglutinar a su alrededor a los autores con más talento. Los escritores propiamente dichos eran, salvo excepciones, desharrapados a su servicio (esclavos, extranjeros, prisioneros de guerra, pobres pluriempleados y demás morralla social”.
De hecho, para probarlo usando la historia como argumento, Irene Vallejo narra en una prosa novelística el origen de las bibliotecas de dos militares romanos: Sila y Lúculo, hallada en las fuentes antiguas que auscultó en volúmenes de la Biblioteca Riccardiana en Florencia y la Biblioteca Bodleiana de Oxford, entre otras colecciones bibliográficas que revisó en Roma, Bolonia, Madrid y Zaragoza:
“El despiadado Sila se apoderó del que quizá fuera el trofeo más apetecible: la colección del mismísimo Aristóteles, que durante mucho tiempo permaneció escondida y reapareció a tiempo de convertirse en botín de guerra. En Roma fue también famosa la biblioteca de Lúculo, adquirida gracias a un metódico saqueo durante sus victoriosas campañas militares en el norte de Anatolia. Privado del mando en el año 66 a. C., Lúculo se dedicó a partir de ese momento a una vida de suntuosa vagancia sostenida por las riquezas que había ido acumulando en sus años depredadores. Cuentan que su biblioteca privada seguía el modelo arquitectónico de Pérgamo y Alejandría: rollos almacenados en estrechas salas, pórticos donde leer, y salones para reunirse y hablar. Lúculo fue un ladrón generoso: puso sus libros a disposición de sus parientes, amigos y de los estudiosos afincados en Roma. Plutarco dice que en su mansión se reunían y conferenciaban catervas de intelectuales, como en una perpetua recepción de las musas. La mayoría de los textos que embellecían las bibliotecas de los Escipiones, de Sila y de Lúculo eran griegos”.
En la actualidad, para acceder a los libros, aunque no sea cuestión de vida o muerte como en la antigüedad, siguen existiendo limitaciones de otras clases, entre ellas la principal es económica. Por ello, la escritora decidió que su propia obra, que cuenta el difícil camino que recorrió el libro durante siglos y la fragilidad que aún lo caracteriza, fuera asequible para todos: “fue un empeño particular mío que existiera esta edición en Latinoamérica, y que se anticipara a la edición de bolsillo que saldrá en España. Era consciente de los costos de importación y los cambios de moneda que lo encarecían, y considero que eso es contradictorio al espíritu mismo del libro”.
Sobre la historia del libro y la lectura se han escrito páginas y volúmenes ya clásicos: está el ensayo de Montaigne, quien desde su torre de sensatez ya expresó la libertad de todo lector a que “si un libro no me gusta, cojo otro; y solo me entrego a ello en los momentos en que el aburrimiento de no hacer nada empieza a adueñarse de mí”. La ‘Historia de la lectura en el mundo occidental’ (1995), un minucioso estudio donde Roger Chartier enseña que los griegos escribían epitafios en primera persona para que al leerlos recordaran la voz de sus muertos. No obstante, el libro más popular sobre los libros y lectores, principalmente en lengua española, es ‘Una historia de la lectura’ (1996) —escrito originalmente en inglés—, de Alberto Manguel, quien con su amable erudición cuenta ese momento absolutamente revolucionario y a la vez delicado, cuando San Agustín vio por primera vez leyendo en silencio a San Ambrosio, y cuenta las lecciones que un ciego Borges le enseñó cuando fue su lector en Buenos Aires. Desde la perspectiva crítica propuesta por Walter Benjamin, es indispensable incluir en este sucinto inventario la ‘Historia universal de la destrucción de libros: de las Tablillas Sumerias a la Guerra de Irak’ (2005), del escritor venezolano Fernando Báez, donde enumera los diferentes “bibliocaustos” de la historia: desde la Biblioteca de Alejandría, pasando por el 10 de mayo de 1933 en Berlín cuando los nazis inmolaron más de 20.000 libros, y describe una de las tragedias culturales más absurdas del nuevo milenio, el saqueo y destrucción de la Biblioteca de Bagdad que contenía algunos de los vestigios más antiguos de escritura de la humanidad, ocurrido durante la ocupación norteamericana en Irak. Y, para conferirle una rigurosidad científica a esta historia, en 2011, el mexicano Jorge Volpi publicó su fascinante ‘Leer la mente: el cerebro y el arte de la ficción’, donde partiendo de la teoría evolutiva y las neurociencias, explica cómo la lectura y la ficción han sido dos herramientas fundamentales para la supervivencia del homo sapiens.
Hasta hace muy poco se tenía la impresión de que sabíamos todo, o todo lo posible de la historia del libro y los lectores. A nadie, o a muy pocos, parecía incomodarles la gran sombra de exclusión y sometimiento, el borrado casi sistemático de las mujeres, que se escondía en esta historia. Esta deuda solo podía ser saldada por una verdadera humanista del siglo XXI, una crítica consciente —como pedía Walter Benjamin— de esa paradoja entre cultura y barbarie que rodea al libro. Por una mujer comprometida con revelar las formas de autoritarismo masculino —como propuso Hannah Arendt— que la cultura libresca ha conservado por siglos. Con estos preceptos fue como Irene Vallejo, doctorada en filología clásica, interrogó de nuevo a las fuentes clásicas, hablándoles con autoridad en su griego y latín, leyendo entre líneas y rescatando las pocas menciones que han sobrevivido de las mujeres lectoras y escritoras de la antigüedad.
Una de esas mujeres que regresa del olvido en ‘El infinito en un junco’ es la poeta Sulpicia: “Vivió en el siglo dorado del emperador Augusto. Fue una mujer excepcional por muchos motivos —el más importante de ellos era que pertenecía a ese 1 por ciento de la población romana que hoy clasificamos como élite, situada en la cumbre de un mundo duro y jerárquico—. Su madre era hermana de Marco Valerio Mesala Corvino, un poderoso general y mecenas literario. En la mansión de su tío conoció a algunos de los poetas más aclamados de la época, como Ovidio o Tibulo. Favorecida por la riqueza y el parentesco, Sulpicia se atrevió a escribir poemas autobiográficos, los únicos versos de amor escritos por una mujer romana de la época clásica que han llegado hasta nosotros. (…) Son solamente seis los poemas de Sulpicia que nos han llegado. Cuarenta versos en total, seis episodios de su pasión por un hombre al que llama Cerinto”, cuenta Irene Vallejo.
Tampoco olvida recordar que poco antes, en Grecia, ya habían intentado borrar la obra de Safo de Lesbos, de quien solo conservamos fragmentos. Y, para reivindicar a las sabias que fueron rebajadas por “grandes hombres”, reivindica a la hetaira (dama de compañía griega) Aspasia de Mileto, casada con el poderoso Pericles, y que siendo tachada de “perra” por el historiador Plutarco, como revela la escritora, “lo que no decían las habladurías es que la inteligencia de Aspasia ayudó a Pericles en su carrera política. Sabemos poco de ella porque su figura ha llegado envuelta en incógnitas y maledicencia, pero los textos dan a entender que era una auténtica oradora en la sombra. Sócrates solía visitarla con sus discípulos y disfrutaba de su brillante conversación; incluso llegó a llamarla «maestra». Según Platón, escribió discursos para su marido; entre ellos, el famoso discurso fúnebre donde defendía apasionadamente la democracia. Todavía hoy, los escritores de los discursos presidenciales de Obama, y antes los de Kennedy, se han inspirado en las palabras que probablemente enhebrara Aspasia. Sin embargo, ella no aparece en la historia de la literatura. Sus escritos se perdieron o se atribuyeron a otros”.
Dedicada por años a rastrear como una detective de bibliotecas a estas mujeres borradas de la historia, incluso en momentos cuando toda su fuerza estaba al cuidado de su hijo, Irene Vallejo logró tejer de nuevo la historia del libro, uniendo estos retazos con precisión a un relato multitudinario, pero hilado con la perspectiva de la mujer y los oprimidos que contribuyeron a crear la cultura literaria que tenemos en la actualidad. En este sentido, ‘El infinito en un junco’ también podría leerse como la invención de la lectora en la antigüedad, que amplía como nunca antes el gran tapiz de Penélope que las lectoras, escritoras y editoras de la actualidad siguen tejiendo.
Hay una cosa más que Irene Vallejo cumplió con su libro, y tiene que ver con el sueño de un lector agradecido. En 1979, durante una serie de conferencias que Borges dictó en la Universidad de Belgrano, el autor de ‘El Aleph’ confesó que: “Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido”. Esa diversidad para la que el libro fue creado, no estaría completa sin esos “añicos de voces femeninas” que se escuchan en ‘El infinito en un junco’. No sabemos qué habría opinado Borges de haberlo leído, pero los lectores y lectoras del presente, solo podemos sentir que su sueño fue cumplido, y que como el pulcro caballero argentino, damos gracias porque en el mundo exista Irene Vallejo, que nos tejió un libro cálido donde abrigarnos en tiempos de pandemia y en cualquier momento.
Desde su apartamento en Zaragoza, la filóloga y humanista que escribió un “best seller” de la crítica literaria en español, habla del paradójico destino del libro y la evolución de ese oficio poderoso y sutil que es la lectura.
—¿Por qué decidió escribir un libro sobre libros, cuando ya existen tantos sobre el tema?
Así es, de hecho ‘Una historia de la lectura’ de Alberto Manguel fue como mi brújula y mi inspiración, yo soy muy consciente de que existen incluso librerías que dedican estanterías completas a los libros sobre libros. Partiendo de esa humildad, de reconocer que no es un tema original, sentí necesario escribirlo cuando muchas voces proclamaban el fin del libro de papel, con la llegada del libro electrónico. Muchos especialistas y gurús de la industria editorial proclamaron que el viejo libro de papel, nuestro añejo compañero, iba a ser superado por otras opciones. Pero desde mi perspectiva de historiadora, contemplando el curso de los libros y todo el camino que ha recorrido este objeto asombroso, tenía una visión discrepante del asunto, por eso quise escribir un libro que fuera un homenaje pero, al mismo tiempo, un testimonio de esperanza.
El libro ha atravesado a lo largo de los siglos tantas catástrofes, periodos difíciles de pobreza y analfabetismo, imperios y civilizaciones que se hunden, cambios culturales y lingüísticos, y pese a ello, no ha hecho más que expandirse. Aunque también quiero resignificar la relación entre el libro de papel y el libro electrónico, yo creo que se trata de una convivencia y no de una competencia, hay que destacar que no es la primera vez que han convivido distintos formatos de libros, ya se dio en la antigüedad con el rollo, las tablillas y el códice, que es como llamamos a nuestros libros de páginas, estos convivieron de forma amable sin implicar la desaparición de ninguno, se han prolongado a través de los siglos, generando unas experiencia de lectura más rica.
—¿Algo en particular la motivó a emprender esta nueva historia exhaustiva del libro?
Había investigado por años sobre la historia del libro, de la lectura y del canon literario, durante mis años universitarios, y lo había hecho con el lenguaje académico que se exigen en estas publicaciones, obedeciendo todas las convenciones, con sus notas a pie de página y las citas de textos, y todo lo demás. Pero evidentemente esta forma las condena a quedar para un público especializado, entonces sentía que todas las historias y personajes, sus peripecias y los peligros, las transformaciones que sufrió libro, podían interesar a un público más amplio. Así que decidí escribirlo de una forma experimental, en un territorio fronterizo entre la narrativa, a la que yo me había dedicado antes escribiendo novelas y libros de literatura infantil y juvenil; y llevando herramientas aprendidas en la ficción al terreno del ensayo, buscando lo que el novelista español Luis Landero definió como “un ensayo de aventuras”.
Detrás de este libro está mi vida entera, no solo los 4 años que me tomó escribirlo y el año que dediqué a pulirlo con mi editor. Antes, en la universidad dediqué otros más a recopilar información y establecer la base conceptual de lo que sería en el futuro. Pero, incluso desde la infancia y los cuentos que me contaba mi madre, los episodios de acoso y humillaciones escolares que padecí, tantas experiencias vividas, todo ello está dentro del ensayo, porque cuando hablas de los libros terminas hablando de todo lo humano.
—Algunos mantienen hoy esa disyuntiva entre lo impreso y lo digital...
En la antigüedad cuando existieron distintas formas de libros, lo que se hizo fue especializarse en distintos contextos y con distintas utilidades, y está sucedido de nuevo ahora. No es cuestión de que existan lectores de libros electrónicos y lectores de libros de papel, todos podemos abrazar ambos formatos y utilizarlos de distintas maneras. Posiblemente seguiremos deseando tener ciertos libros en nuestra mesa de noche, libros en los que hay una inmersión sensorial, aquellos que tocamos y disfrutamos del diseño, su maquetación, las ilustraciones, su sonido al pasar las páginas. Estos libros pueden ser dedicados, con una frase manuscrita de una persona querida y como tienen que ver con nuestros afectos seguirán ocupando un lugar en nuestros hogares.
Luego también existen los libros electrónicos para facilitarnos otras formas de lectura, son más cómodos para viajar y pueden almacenar cantidades de textos que no podemos permitirnos ocupar demasiado espacio en nuestras casas, y para las personas que tienen dificultades de visión permiten ampliar el tamaño de las letras, y cambiar las tipografías.
Es decir que son complementarios, y yo lo que promuevo es apreciarlos a ambos y sus distintas posibilidades, no se trata de adorar ciegamente las tradiciones y tampoco de caer en la idolatría de las nuevas tecnologías.
Ambos, impreso y electrónico, tienen ventajas y desventajas, pero lo que yo reivindico es que le reconozcamos a nuestro libro de papel toda su magnífica gesta de supervivencia, y todas las ventajas que sigue ofreciendo en el siglo XXI, por eso me gusta la reflexión de Umberto Eco cuando dice que el libro es uno de esos objetos casi perfectos, como la rueda, la cuchara, la silla, las tijeras o el martillo, casi imposibles de mejorar.
—A través de la historia del libro también se conoce la desigualdad que existió en las diferentes culturas donde se creó este objeto...
De hecho, la escritura nace como un privilegio, una herramienta de poder y dominación. Por eso, durante mucho tiempo se intentó mantenerla celosamente custodiada, como la ventaja de una casta sagrada, esto hizo que durante mucho tiempo no se simplificara la escritura. Se pensaba que cuanto más difícil fuera aprender a escribir, cuantos más años de dedicación y aprendizaje, más seguros podían estar de que permanecería dentro de un círculo aristocrático. Entonces, para mí ‘El infinito en un junco’ es el relato de cómo hemos rescatado los libros y las palabras, en gran medida de ese coto de privilegiados. A eso se ha debido la asombrosa expansión de la alfabetización, y a la creación de bibliotecas ubicadas en lugares remotos del mundo, en zonas donde sus habitantes antes parecían excluidos del conocimiento. A mí me pareció importante insistir en que allí hay una gran aventura milenaria, y que sus protagonistas son en buena medida, personajes anónimos, no grandes reyes, generales o aristócratas, sino personas comunes y corrientes, pero realmente esenciales para la humanidad como los maestros, bibliotecarios, tutores, copistas, talleristas. Aunque aún no se ha podido borrar un aura de privilegio que rodea ciertas formas de cultura, creo que hemos avanzado muchísimo desde los tiempos de los imperios mesopotámicos y egipcios.
—La argumentación, y la narración de momentos claves en la historia del libro, a veces se abre hacia digresiones autobiográficas, ¿por qué decidió incluirse como un personaje dentro de esta historia?
Como lo concebí dentro de la literatura experimental, y tenía la ventaja de las bajas expectativas de lo que pudiera resultar, suponía que sería un libro para pocos lectores. Nunca imaginé, ni en mis sueños más desenfrenados, que pudiera tener esta gran acogida. Esto me dio la libertad para utilizar diversas técnicas literarias, en primer lugar, con el objetivo de plasmar todos los conocimientos encontrados en mi investigación de forma más apasionante. Quería probar que esta historia podía contarse de forma evocativa, poética y sensual, llena de personajes arriesgados que buscaban proteger los libros y asegurar su supervivencia. En segundo lugar, quise incluirme a mí misma para escribir una suerte de autobiografía a través de los libros, rescatando esos momentos de mi vida en que los libros me han cobijado, protegido y han afianzado mis esperanzas, de cómo me han ayudado a vivir en definitiva. También para demostrar que lo dicho sobre personajes ajenos, lo había vivido también personalmente. Creo que hay una legitimidad de la primera persona, en el testimonio vivido, que se añade a la evidencia de los datos y de los hechos históricos. Quise trenzarlos ambos, porque los libros son muy importantes para mí desde el punto de vista emotivo, y de esa forma desafiar el habitual sujeto narrador del ensayo, esa voz que conduce la investigación que normalmente se disfraza de objetividad, pero también quería revelar a mis lectores que en todo ensayo hay alguien que dedica su tiempo y su esfuerzo a un tema que le interesa, que está relacionado con los orígenes y las vivencias de cada uno, y a su vez determinan la forma de abordar el tema.
Con esta primera persona también buscaba darle calidez al ensayo y que no excluyera las pasiones, y que explicara bien de dónde procede su autora, algo que tomé del inventor del ensayo, Michel de Montaigne, que escribió “yo mismo soy la materia de mi libro”. El ensayo nació así, como una introspección que al final se revela como una forma de entender el mundo, y yo trataba de encontrar una modulación para el ensayo propia del siglo XXI.
—En su libro destaca el papel que tuvieron las mujeres lectoras y escritoras en la antigüedad...
Uno de los aportes que yo quería hacer con este libro era intentar explorar esa historia donde la perspectiva de las mujeres está presente, como la de los hombres, y contar los aportes que se hicieron simultáneamente. Y esa sensibilidad viene de mis estudios, porque yo como filóloga siempre he consultado a las fuentes antiguas por la mujeres, qué nos pueden decir de la situación de las mujeres cuando querían leer, cuando quería escribir o ser poetas, qué acceso a la palabra pública tenían las mujeres de las distintas épocas, y aunque nunca es el tema principal de las fuentes antiguas, interrogando y recogiendo datos dispersos pude construir una imagen de conjunto de las mujeres y su papel en esta historia del libro.
Yo siempre había escuchado mencionar que la aportación de las mujeres había sido casi nula en la antigüedad, pero me sorprendí de encontrar sus huellas, aunque solo fueran retazos de la presencia de muchas más mujeres de las que nunca sospeché, lo cual quiere decir que siempre hubo un esfuerzo, aunque tropezaran con muchas prohibiciones y barreras, de las mujeres para contar su mundo y compartir su visión de la existencia, y para intentar que también sus palabras sobrevivieran, eso me ha parecido conmovedor.
Creo que la labor intelectual de las mujeres como pensadoras y como transmisoras del saber siempre ha estado arrinconada y oculta, y no se ha valorado en la medida que merecen, en ese sentido también ‘El infinito en un junco’ es un canto a todas ellas.
—Otro aspecto importante de su libro es la oralidad, ¿tiene trascendencia en la actualidad?
Sigue ocupando un lugar esencial. Aunque yo he querido homenajear al libro como vehículo del conocimiento de ideas y relatos, también he querido destacar el poder de la oralidad, porque el libro no destruyó esta capacidad, ha seguido existiendo y creo que nosotros alcanzamos a tener la experiencia de escuchar familiares, abuelos y campesinos, que eran grandes narradores.
La oralidad ha seguido en nuestro mundo a través de las historias que nos contamos diariamente en mensajes de audio, en la radio, los podcast, los audiolibros, porque la tecnología siempre ha estado aliada con la oralidad, por ejemplo para hablarnos a través de la distancia en plataformas, como sucede actualmente.
Pero la oralidad adquiere su forma prístina y originaria cuando le contamos cuentos a un niño, esa es la misma magia que congregaba a nuestros antepasados (cazadores recolectores) alrededor de las hogueras cuando caía la noche. El fuego ahuyentaba a las fieras y ellos se contaban historias, allí es donde empezó todo, y algo de ese fuego sigue brillando hoy cuando le cuentas un cuento a un niño.
—En ‘El infinito en un junco’ usted revela que la historia del libro también tiene mucho de barbarie...
Ese es uno de los aspectos a los que quise prestar especial atención, por ejemplo la cuestión del alfabeto como colonizador, de la escritura impuesta, lo que sucede cuando un pueblo oral es invadido por uno alfabetizado, imponiendo la escritura y su lengua, esto ha sucedido en muchos lugares donde los Europeos y la cultura occidental han llegado con su cultura invasora. Pero esta es una situación muy ambigua que no podemos valorar solo como una donación cultural, también implicó una enorme violencia, pero al mismo tiempo con esas letras impuestas se trató de rescatar las formas de cultura de las poblaciones colonizadas.
Hay que ser conscientes de esa dimensión, porque gracias a la escritura también se pudieron conservar formas, relatos y narraciones que de otra forma habrían quedado en el olvido. Siempre la civilización y los actos de barbarie han estado juntos, como decía Walter Benjamin, todo documento de cultura lo es también de barbarie, y mucho antes lo había planteado Heródoto de cómo la línea divisoria entre la civilización y la barbarie no es una frontera de dos territorios, sino que atraviesa todo, incluso a cada persona.
Ese es un enfoque muy interesante que nos legaron los griegos y que nos sirve para entender que muchas veces lo más bello, como puede ser un pergamino medieval con sus miniaturas deslumbrantes, fue hecho a partir de la matanza de animales para usar sus pieles como lienzo, incluso se sabe que para conseguir las telas más blancas y suaves para un pergamino de lujo, forzaban abortos en vacas, ovejas, corderos, cabras o cerdos para que las crías tuvieran la piel intacta y así fabricar un ejemplar lujoso. Es algo que no debemos olvidar, la crueldad, la violencia, las distintas formas de opresión a las mujeres, los prejuicios con los extranjeros, la esclavitud, son elementos que están presentes en toda la historia del libro, no podemos apartar la vista de esto, debemos ser conscientes y críticos, no podemos elevar la historia a pedestales o romantizarla. Lo más interesante es que entendamos esa doble dimensión de la cultura y que seamos capaces de afrontar esas dos caras de la moneda.
Muchas veces el precio del avance y el progreso es también la destrucción, la violencia y la crueldad, están juntas y no podemos negarlas ni borrarlas. Es un ejercicio que compete a quienes narramos el pasado, no idealizarlo y al mismo tiempo impedir que se olviden sus lecciones, y lo que haya de esperanza en la historia intentar contarlo y salvarlo.