En el imprescindible ensayo ‘Una habitación propia’, Virginia Woolf imagina al personaje de Judith Shakespeare, hermana ficticia del gran dramaturgo inglés, para evidenciar la desigualdad de género. Con igual genio, o quizá más que su hermano, pero mujer. Por eso, pese a sus grandes dotes creativas, su único destino en aquella época sería el matrimonio, los hijos y el hogar. Al final, mientras su hermano alcanza la gloria, ella es obligada a casarse y, sumida en una profunda depresión, ante la imposibilidad de convertirse en escritora, decide suicidarse.
Rosario Caicedo, lectora incansable de Virginia Woolf, conoce muy bien la historia de Judith Shakespeare y, aunque podrían encontrarse semejanzas con su propia vida, contrario a lo planteado por la escritora inglesa, entre Rosario y su hermano Andrés, el hoy reverenciado, mitificado y comercializado autor de ‘¡Que viva la música!’, nunca existió una rivalidad. Todo lo contrario, desde muy temprana infancia (se llevaban solo un año de diferencia), se apoyaron mutuamente, con la espontánea complicidad de reconocerse los ‘raros’ de la familia Estela Caicedo. El fuerte vínculo afectivo entre los hermanos, el amor por la lectura y la admiración de Rosario por la obra de Andrés, determinaron que muchos años después de fallecido, ella asumiera la defensa de su legado literario.
No obstante, Rosario Caicedo también sintió pasión por las letras: fue una lectora precoz y escritora secreta. Pero a diferencia de su hermano, para quien nunca fue fácil mantenerse como escritor y finalmente optó por una solución drástica. Para Rosario, siendo una mujer nacida a mitad del siglo XX, sus luchas más imperiosas fueron otras, y como todas las mujeres comprometidas de su generación, se enfrentó al conservadurismo de su ciudad, la desigualdad de género, la represión sexual y, en su momento, también a la enfermedad. Pero, a diferencia de la pasividad con que Judith Shakespeare asumió su destino, Rosario se rebeló: alzó la voz, se negó a bailar según las convenciones, marchó por los derechos de la mujer y protestó frente a los abusos. Escapó del “calicalabozo” y en otra tierra amó con libertad.
Y en todos esos años de luchas y amores, escribió y escribió, dejando pedazos de su memoria en cartas a hermanos muertos, poemas a sus hijos, a los padres amorosos que no entendían los cambios del mundo, a los libros que la salvaron cuando era niña y en la vejez, a la mujer amada “desde antes de nacer”; con los cuales compuso un mosaico cuya figura está delineada por la voz honesta, sabia, amorosa y crítica, de una mujer que se sobrepuso a las tragedias familiares, a los pleitos de sangre, y se comprometió a dejar un testimonio de su tiempo, donde está descrito un capítulo fundamental de la cultura colombiana.
Por eso, su esperado libro ‘Milpedazos, una memoria’ es un ajuste de cuentas con los suyos, con su ciudad, consigo misma, y con la literatura: donde expone el rechazo que sufrió al nacer, cuando no fue el varón esperado que pondría en alto el apellido de la familia y, al tiempo, expresa el más profundo amor con esos padres que, a su modo, asumieron los errores cometidos con sus hijas, y con el hijo que, aun siendo el único hombre, se negó a representar un papel social que despreciaba. Como expresó Juan David Correa, escritor y editor, este libro es un “hermoso recorrido por la vida de una mujer del siglo XX que escribe desde el siglo XXI, donde se trazan las líneas de miles de mujeres que, como ella, se han empeñado en permanecer incómodas ante una sociedad que las reclamaba bien portadas y silenciosas. Este es un grito de libertad y claro, de poesía”.
Desde su casa en Middletown, estado de Connecticut (EE. UU.), donde vive hace más de 50 años, Rosario Caicedo comparte algunos detalles de su libro de memorias publicado esta semana en Colombia, y que estará presentando el próximo mes de octubre durante la Feria Internacional del Libro de Cali.
—El libro es una memoria, pero en él se mezclan narración con poemas y correspondencia, ¿por qué decidió combinar diferentes géneros literarios?
Pienso que la vida es como una metáfora, pero que está conformada de muchas experiencias, pedazos de vida muy distintos y al mismo tiempo con una unidad. Entonces, me pareció que un libro podría ser el cuadro ideal para unir las piezas más importantes de la vida de una mujer de 72 años, donde compila sus recuerdos de infancia, adolescencia, juventud y de su vejez. Pero allí también está mi relación con la literatura, que ha sido un elemento fundamental para mi vida, por un lado con la poesía y por el otro con un hermano escritor, y tampoco podía dejar de contar mi versión de cómo luché para que se permitiera la publicación de su correspondencia, algo que consideré un compromiso con la libertad de expresión y la literatura colombiana.
—La mayor parte de su vida ha escrito, sin embargo publica su primer libro a los 72 años... ¿Por qué fue este el momento indicado?
Siempre he escrito poemas, y muchos artículos que se publicaron en periódicos y revistas de Colombia y en otros países, pero fue a raíz de la censura que tuvo la correspondencia de Andrés Caicedo, cuando empecé a sentir la necesidad de escribir sobre algo tan singular como eso que sucedió al interior de nuestra familia, consideré muy significativo dejar ese testimonio.
Creo que es muy importante conocer a una familia para entender muchas de estas situaciones, porque además las familias en general, siempre lo he pensado, son el origen de todas las obras de arte.
Partí de allí para compilar una memoria que reflejara esto, por un lado, y debo reconocer que Luis Ospina me ayudó a considerarlo con más profundidad. Estábamos en medio de ese conflicto por la correspondencia de Andrés, cuando Luis me dice, “Algún día tendrás que recoger todo esto y contarlo”.
—Y en su infancia, ¿cómo nació su amor por la literatura?
Ese amor por la literatura fue inmediato, desde que aprendí a leer, y hasta donde recuerdo he escrito siempre poemas, pequeños y grandes. Aprender a leer, es uno de los tesoros más grandes que la vida me ha dado. De hecho, mis primeros poemas se los dediqué a mi profesora de primaria en el Liceo Benalcázar, la señora Ligia de Sandino, quien me enseñó a leer. En mi caso, la lectura es la razón por la que he sobrevivido, y en mi vida tiene la misma importancia que la comida diaria.
Recuerdo claramente el día que aprendí a leer, como si se tratara del día de mi nacimiento. Fue una tarde calurosa en un salón, cuando pude descifrar lo que mi profesora había escrito en el tablero. Leí todas las palabras que había escrito, varios fragmentos de cartillas escolares. Recuerdo que levanté la mano y le dije: “Señora Ligia, aprendí a leer”. Ella se acercó a mi pupitre y me respondió esto, que nunca olvidaré: “Rosarito, nunca vas a estar sola en la vida”. Y tenía toda la razón. Apenas llegué a mi casa ese día, después de contarle a mi mamá y a mi papá, empecé a devorar cuanto libro me encontraba, y tengo que decir que lo primero fueron historietas y libros ilustrados sobre las vidas de santos. Y le leía a Andrés, porque él era muy pequeño y no sabía leer todavía. Como por un año le estuve leyendo, lógicamente él luego aprendió a leer y me sobrepasó con su obsesión por los libros y el cine. Fue él quien luego me recomendó muchos autores que desconocía, no sé cómo en la Cali de entonces alguien podía saber tanto de literatura.
—Pero, a diferencia de su hermano, la cautivó especialmente la poesía…
Siempre me gustó la poesía, desde niña memorizaba poemas, y en algún momento descubrí a Gabriela Mistral cuya obra me encantó, y después cuando supe cómo había sido su vida y su lucha por la igualdad, me identifiqué mucho más. Y hasta hoy nunca he podido saber cómo llegué a Sor Juana Inés de la Cruz, quizá la encontré en algún libro de la casa o en el colegio, pero ella se convirtió en una de mis heroínas de todos los tiempos.
—Los poemas de ‘Milpedazos’ se caracterizan por un tono confesional, con elementos narrativos en verso libre, una forma poco explorada en la poesía colombiana, pero más común en Estados Unidos…
Cuando consideré más seriamente escribir, ya sentía una influencia muy poderosa de escritoras confesionales de este país: Silvia Plath, Anne Sexton, Adrienne Rich, y desde luego, Emily Dickinson a quien, de hecho, leí por primera vez en español, recomendada por Andrés Caicedo. En nuestra lengua siempre tengo la guía de Sor Juana, y me encanta la poesía de María Mercedes Carranza. Ellas me mostraron cómo hacer poesía siendo fiel conmigo misma. Pero no voy a decir como feminista que solo aprendí de las mujeres, también debo reconocer en parte a esos “grandes hombres blancos”, por qué negaría a Shakespeare, o a Melville, entre otros autores que fueron parte de nuestra formación literaria.
—¿Y cuándo deseo publicar?
Siempre tuve ese deseo, desde que fui muy joven asistí a talleres de poesía y tengo manuscritos de libros de poemas, algunos incluso los he enviado a editoriales. He mandado a concursos y a revistas, algunos se han publicado en Colombia y otros en inglés aquí, en Estados Unidos. La palabra escrita siempre ha sido una compañía para mí, podría decir que es como la mejor amante. Pero ahora, con ‘Milpedazos’, se cumple un deseo acumulado de muchos años.
—¿Cómo fue enterarse de que su hermano también quería ser escritor? ¿Cómo fue su relación literaria?
Yo le mostraba a Andrés los poemas que escribía, y el consejo que me dio una vez fue: “Por favor, escribe poemas que no rimen. Olvídate de la rima, Rosarito”. Entonces empecé a escribir sin rimar, aunque alcancé a mostrarle muy pocos poemas. Otras cosas que le compartía eran artículos que yo escribía sobre cuestiones políticas de Colombia, y me decía, “tú tienes la potencia de escribir, algún día deberías dedicarte a esto”. Pero nunca le dije que yo quería ser escritora.
—¿Hay otros escritores en su familia?
Como mi padre era de Popayán, una ciudad muy culta, por su lado teníamos familiares que habían sido intelectuales y poetas. Mi papá, Carlos Alberto Caicedo Arboleda, escribía poemas desde muy joven, y nosotras, sus tres hijas, le regalamos la publicación de su primer libro en 1999. Fue un poemario autopublicado que se llama ‘De mis ensueños y locuras’, Andrés conocía esa vena poética de mi papá, por eso le recordó en una carta que él le escribía poemas “a la señorita Nellie Estela”.
—El retrato que hace de su madre, Nellie Estela de Caicedo, es realmente conmovedor. ¿Qué importancia tuvo ella en la formación literaria suya y de su hermano?
Fue determinante en nuestras vidas, un personaje grandioso. Siempre pensé en el gran impacto que tuvo en el futuro escritor, porque Andrés reconocía que su meta era poder escribir como hablaba mi mamá, él era muy consciente del poder verbal de mi mamá. Para ella, lo más importante en el mundo eran Dios, sus hijos y la palabra hablada. Para mi mamá las palabras eran algo a lo que le tenía un respeto profundo, casi religioso.
—Aunque no transgredió las convenciones sociales, su madre fue una mujer con espíritu libertario… ¿Había en ella una insatisfacción profunda frente a su orden social, una necesidad de libertad?
Pienso que ella nunca fue una persona que abiertamente se rebelara contra su posición en ese orden social, pero internamente era consciente de la represión que sufrían las mujeres, y esa era la razón, creo yo, de la distancia tan grande que existía entre ella y mi abuela. Recordemos que mi mamá era la única hija mujer, porque mi abuela Elisa nunca tuvo más, y mi tío se había muerto. Mi abuela siempre me decía: “Tu mamá es un misterio”. Y el misterio consistía en que mi mamá se vestía distinto a como mi abuela consideraba correcto, mi mamá se vestía con modas de la época, con vestidos que tenían asoleadora, es decir, que mostraban los brazos, lo que se consideraba algo casi vulgar. Así y en muchos otros aspectos, yo veía en mi madre un deseo de liberación, ella también era consciente de la necesidad de independencia económica, por eso fue de las pocas mujeres de su clase que trabajaba. Como mi hermano enfermo necesitó de varias cirugías y, nosotros no éramos ricos, ella siempre se buscaba algo para aportar dinero: vendió seguros, vendió enciclopedias, incluso tuvo una tienda. Toda la vida buscó la forma de ser activa económicamente, algo que para su época, resultaba toda una ‘rareza’. Y yo admiré profundamente a mi madre, ella fue la que una vez me dijo: “Nunca te permitas ser dependiente económicamente de nadie”.
O sea que había algo muy independiente en ella. Que yo la hubiera escuchado decir que era feminista, nunca. Pero cuando yo le conté que me definía como feminista, a ella le gustó lo que esto significaba. Había un espíritu libertario en ella, siempre dijo que hubiera deseado ser agrónoma, porque amaba las plantas y cultivar, pero en esa época las mujeres no accedían a la universidad.
—¿Por eso los dos hijos menores se apegaron tanto a la madre?
No creo, porque ese espíritu libertario era algo que notábamos, pero mi madre nunca lo decía abiertamente. Ella nunca fue una mujer iconoclasta, ni mucho menos liberal. Creo que nos apegamos, tanto ella a nosotros, como nosotros a ella, debido a todas las tragedias de muertes de niños que ella sufrió, y como éramos los chiquitos no quería dejarnos nunca, ser madre para ella fue importantísimo. Entonces, como siempre estábamos juntos, y ella adoraba hablar, nosotros escuchamos lo que ella tenía que contar y opinar de absolutamente todo, en cada momento estaba hablando de algún asunto, familiar o de la época, de la situación política o del mundo, todo le despertaba curiosidad. Y nosotros fuimos su mejor auditorio.
—¿Cómo llegó a comprender ese rechazo inicial que tuvieron sus padres cuando nació, al no ser el hijo hombre deseado, y después recibir ese amor y dedicación mezclado con culpa que marcó su infancia? ¿Cómo resolvió esa difícil paradoja que como cuenta en el libro, su compañera Ruth definió así: “tu mamá te quiso porque no te quiso al comienzo”?
Me marcó de por vida, porque además mi mamá nunca dejó que lo olvidara. Para mi mamá, el hecho de que yo no hubiera sido un hombre, siempre lo contaba, había sido una frustración muy grande y, al mismo tiempo, la culpa tan horrible que sintió de no haberme aceptado en ese primer momento cuando lo supo. ¿Por qué me lo contó tantas veces, nunca lo he logrado entender? Hasta hace poco me encontré una carta, que me envió estando yo adulta, de 1982 o 1983, en la que me vuelve a relatar mi nacimiento. Diciéndome, “Mijita, yo quería un hombrecito, pero no fue así, y qué vergüenza como yo respondí cuando me dijeron que eras niña”.
Creo que allí se representa a la perfección esa misoginia internalizada que llevamos hombres y mujeres en todas las culturas. Hace poco leí que incluso en 2021, la gran mayoría de las parejas preferirían tener un primogénito y no una primogénita. Sucede en el siglo XXI, igual que como a mediados del siglo XX cuando nací, eso nos dice mucho de cómo hemos avanzado.
Fue un rechazo que vivimos yo y mis hermanas y, por lo mismo, cuando nació Andrés, el único hijo hombre, el peso que recibió fue enorme. Imagínese ser el único hombre de una familia donde ya se habían muerto dos primogénitos, ser el sobreviviente en quien tenían puestas sus esperanzas de mantener el apellido, y que este hijo hombre se niegue rotundamente a representar ese papel que ellos tanto deseaban. Andrés fue la antítesis del hijo hombre que ellos soñaron. Siempre he pensado que fue un peso muy grande para él, habían unas expectativas desmesuradas sobre su existencia. Recuerdo, y creo que él lo menciona en una carta, cuando Andrés dice: “El apellido se va a terminar conmigo”.
—A mí me parece, y creo que otros también lo verán de este modo, que ‘Milpedazos’ es el primer capítulo de una gran novela sobre los Caicedo Estela, ¿piensa publicar nuevas entregas de sus memorias?
A mis 72 años, como puede imaginarse, no tengo el mismo tiempo en la vida que otros escritores, pero todo lo que he escrito y sigo escribiendo se concentra en ese entorno familiar donde crecí. Como dije al principio, para mí la familia es el origen de todo arte, la familia es la leche materna de los artistas. Y, precisamente por eso, las familias más conservadoras tienen mucho recelo a los artistas que surgen dentro de ellas, porque el arte suele destruir las apariencias. Siempre he entendido el arte desde ese contexto familiar, y más cuando viví en una familia en la que me criaron con el prejuicio de que no podía disentir, de que no podía salirme de ese marco y estar en desacuerdo.
Pienso que cuando uno escribe sobre la familia, cuando alguien se refiere a la familia en cualquier lenguaje artístico, se está rebelando casi siempre contra un sistema de represión, y como yo crecí en una familia profundamente conservadora, aunque con profundas contradicciones, resultó que mi mamá y mi papá, que amaban la palabra hablada y escrita, terminaron transmitiéndonos ese amor por las palabras, y con las palabras nos dieron el arma perfecta para liberarnos.
Por otro lado, cuando yo estaba escribiendo el libro, sentí efectivamente que era una historia novelesca, la de los caminos tortuosos de una familia que produjo a un escritor que marcó la literatura colombiana de una forma tan precoz, y en la que yo por casualidad también nací. Y es la historia de cómo en una familia cualquiera, después de muerto un escritor tuvo que dar su última batalla para liberar su arte de la censura.
—En el libro retrata a su padre como un hombre complejo, marcado también por la culpa. ¿Cómo fue su relación con él?
A mi papá lo admiro profundamente, siempre tuve una relación distante con él, mediada por muchísimo respeto mutuo. Pero debo reconocer que nunca fuimos muy cercanos. Lo admiré más cuando ante la trágica pérdida de su único hijo hombre, él tuvo esa epifanía. Así me lo dijo, que había sentido un cambio profundo en el momento que encontró a Andrés muerto. Para mi padre, ese momento fue como cuando San Pablo se cayó del caballo en el camino de Damasco y sintió la revelación divina. Realmente tuvo una conversión y desde ese momento se dedicó a cuidar el legado de su hijo muerto, como nunca había hecho con él en vida. Se esforzó por tratar de entenderlo como jamás lo intentó cuando estaba vivo, pese a que siempre hubo un diálogo entre ellos, casi siempre por escrito, como se puede ver en la correspondencia de Andrés. Uno puede notar el respeto que se tenían, a pesar de tantas diferencias y prejuicios que los alejaban. Siempre tuvieron un deseo de entenderse que nunca se pudo concretar. Eso lo admiré de él, porque se necesitó una gran introspección para poder asumir esa responsabilidad, y él se dedicó a promover la obra de Andrés, a leerlo y tratar de entenderlo, desde 1977 hasta el 2010 cuando falleció.
Fue tanta la conversión de mi padre por Andrés, que yo encontré una carta suya donde él le hacía una réplica a una señora de bien que criticó muy duramente ‘¡Que viva la música!’ en El País de Cali, pocas semanas después de publicada la novela y muerto Andres. Ella decía que era un libro pornográfico y vulgar, pero mi padre ya en ese momento le contestó, “señora, abra su mente, esto es literatura”. Creo que mi padre abrió su mente y la siguió abriendo hasta el momento que murió. Con eso nos dio una gran lección a todos.
—¿Cómo reaccionaron sus padres cuando supieron que tenía una relación lésbica?
En un principio, la separación de mi esposo la tomaron bien, porque fue mi decisión. Entonces ellos querían que yo me regresara para Colombia. Pero me quedé en Estados Unidos. Y cuando tuve mi primera relación con una mujer, les dije a ellos. Y como podría esperarse, no lo tomaron bien. Pero tampoco fue una situación particularmente radical, nunca me dejaron de hablar, o asumieron una oposición férrea, solo consideraron que para ellos eso no estaba bien. Sabían que sus pareceres no me afectarían, que yo era una mujer independiente. Lo que sí tenían claro es que era un asunto del que no querían hablar en ningún momento.
No obstante, reconozco que mi papá vino a visitarme varias veces, cuando yo ya tenía mi relación con Ruth, él fue muy amable con ella. Y como ella estaba mejorando su español, él hasta le obsequió un libro de gramática donde le escribió una dedicatoria, en la que le agradecía mucho “por tener una amistad tan linda con mi hija, y por la compañía que le brinda”, creo que así dice, y luego firmó: “afectuosamente, Carlos Alberto”. Ruth todavía conserva el libro.