Los tiempos de posguerra en Europa fueron turbulentos y difíciles para muchos territorios, en especial, para países como Italia, que se ve sometida al “reinicio” de la vida después de la derrota del fascismo que la retuvo hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Para muchos de sus habitantes, no todo fue color de rosa, pues retomar la normalidad costaba no solo dinero, sino la tiranía de muchos que buscan pasar por encima de la dignidad de cualquier ser humano para verse rodeado de riqueza.
En medio de este contexto abrumador, están Francesco, Domenico y Anna, tres pequeños que deberían estar en la escuela, jugando y aprendiendo de las maravillas y pequeñas curiosidades que se encuentran en el vasto mundo. Solo que, para ellos, la escuela será la calle y los poblados y grandes ciudades que recorren; sus maestros, cuatro miembros de una familia que los compran para mendigar en condiciones deplorables y forzosas; sus juegos, buscar la manera de escapar, de ser libres y de encontrar la dignidad que perdieron; y sus descubrimientos: la lucha de clases, la liberación del yugo del patrón y el camino largo pero esperanzador de la victoria del pueblo sobre la esclavitud de sus vidas por parte de los opresores.
Gianni Rodari (1920 – 1979) narra para niños y jóvenes la historia de estos tres ‘Pequeños vagabundos’ (1980), novela que escribe durante sus enseñanzas como maestro en pedagogía y humanidades, y se publica de manera póstuma gracias a su hija Paola y a María Ferreti Rodari. Las aventuras que atraviesan estos pequeños amigos–hermanos, son ilustradas por Israel Barrón y traducidas por Natalia Pineda Salazar para esta hermosa edición que Panamericana Editorial ofrece en su colección de Literatura Infantil y Juvenil.
Rodari nos deja una enseñanza particularmente arrolladora que, a pesar de enmarcarla en un contexto anterior a nosotros, sigue siendo muy necesaria: “Cómo Anna, Francesco y Domenico se hicieron fuertes, cómo (…) La aventura de convertirse en humano es más bella, porque es más verdadera”. Y es aún más fuerte saber que son historias reales, historias que todavía se encuentran en las grandes ciudades. Historias que construyeron a niños y jóvenes en sobrevivientes de ambientes tan tristes y violentos, que dejaron huella en todos ellos, fuera para bien o para mal, pero esa era o es su escuela, su “ABC” y “1,2,3” permeado por la estafa, el hambre, el frío, la precariedad de su humanidad y la crueldad que los adultos, malhechores de sus vidas, infligieron en la infancia y crecimiento que, lastimosamente, tuvieron que enfrentar para no morir, para ayudar a las familias que los vendieron y que quizás no volverían a ver nunca, y que los erguirían como los parias que muchos hoy mencionan despectivamente: los “nadie”, los “desechables” o “mendigos”. Para la sociedad “educada”, ellos no son humanos, son solo vagabundos. ¿Qué hay de los niños?
Nosotros, como ciudadanos del mundo, no somos ajenos a la escena que hoy, en las calles de las grandes ciudades, e incluso, en las zonas rurales, se nos presenta muchas veces: la mendicidad. Quienes han estado cerca de los testimonios de muchos “sin techo”, vendedores informales, artistas callejeros o mendigos, sabrán de todos los periplos que han tenido que vivir: el desplazamiento, la falta de empleo, el analfabetismo, la violencia, actos delictivos, falta de muchas oportunidades; pero la esclavitud infantil, ese macabro mundo donde ser niño es ser imán de lástima y limosnas, es la realidad que Rodari narra a través de la figura de “aventuras reales”, esas que no son sobre piratas o superhéroes, sino del flagelo que viven cientos de niños y jóvenes alrededor del mundo.
Una actividad tan deshumanizante como lastimera, que atrae los comentarios en la calle, que desvía la mirada de los viajeros de un bus para luego pasar por alto, que son la comidilla de campaña de los candidatos a cargos públicos que prometen cielo y tierra para ganar votantes y olvidarlos después. Rodari sabía que esta problemática no es solo por el simple concepto de “pobreza”, sino también por la tiranía, el abandono total del estado y el analfabetismo social en el que mantienen al pueblo para que ignoren las problemáticas que atraviesan muchos.
“Francesco volvió a pensar en los campesinos que marchaban a conquistar la tierra, que iban detrás de las banderas rojas, aquella mañana, ya lejana en el tiempo, en la cual habían iniciado su largo viaje por Italia. (…) Ahora tenía la impresión de que su viaje verdaderamente había llegado a su fin: en aquel signo sobre el muro y en las palabras de los campesinos sentía la respuesta a su antigua decisión de regresar a su aldea y de ocupar un pedazo de tierra. –También yo tendré mi propia tierra –dijo con energía– y no tendré que volver a pedir limosna”. No hay conclusión más puntual que las palabras del pequeño vagabundo: que los niños no tengan que pedir limosna nunca más. Que la esclavitud infantil desaparezca. Que la ilusión de ver escuelas de verdad, llenas de niños, niñas y jóvenes expectantes por aprender, sea un hecho pronto. Que la guerra, la violencia, la pobreza y la maldad no le arranquen la humanidad y las ganas de vivir a un niño. Que los pequeños vagabundos sean solo leyenda, y no pan de cada día.
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