Hay escritores que quieren ponerlo todo y hay escritores que quieren quitarlo todo. Ninguna de las dos pretensiones es garantía de algo. Se trata de una decisión, de una forma, de un estilo. O de la manera en que la narrativa exige ser escrita.
Nos situamos de distintas maneras frente a un texto: como escritores y/o como lectores. Con una gran diferencia: como escritores leemos y escribimos; en cambio como lectores nos dedicamos al placer del texto por el texto, en casos más comunes; y al placer del texto detrás del texto, en caso de críticos, curiosos, investigadores, etc.
Así, no solo es disfrutar del efecto y goce estético que proporciona el relato, sino de las preguntas por su elaboración: por la manera en que dicha narrativa opera para componer una estructura.
La facilidad con la que a veces obviamos la gestación de un entramado textual suscita juicios apresurados. Decimos que a esta novela le sobran páginas, muchas veces sin rumiar los hilos invisibles y axiales que componen la urdimbre detrás de la narración.
De otros, en cambio, sentimos que queremos saber más. Aquello que tachó nos resulta revelador, pues de los buenos escritores —a diferencia de los mediocres— queremos conocer los detalles prescindibles, aquello que descarta, que anula, que desecha: pues acaso en las sombras se insinúan las primeras luces de lo que ya es iluminación.
‘Recuerdos del río volador’ es la última novela de la Pentalogía Infame de Colombia, el proyecto con el que el escritor Daniel Ferreira reescribe la historia de la violencia del país.
Al igual que otras que anteceden esta, es una novela amplia, pretenciosa y descomunal. Herencia de la expresión más superlativa del Boom Latinoamericano, lo de Ferreira es una tarea titánica: la de escribir una historia sobre la Historia a través de la ficción, la de interpelar el relato hegemónico y paradigmático a través de relatos mínimos y pueriles: de esas personas que padecieron la(s) guerra(s), y por las cuales nadie se había preguntado.
Pero contrario al relato manido y de soporífera atrocidad, ese registro que explota la barbarie, Ferreira despliega un conjunto de fabulaciones desafiantes desde el punto de vista narrativo, y conmovedoras desde la perspectiva del habitante colombiano.
‘Recuerdos del río volador’ se encarga de dar una mirada sobre el antes, el durante y el después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán desde una población lejana a Bogotá. Lo hace a través de una búsqueda, de un amor fallido, de un coraje, de un viajero, de un fotógrafo, de un pueblo, de un río.
Alejandro Plata, un andariego, soñador, revolucionario y romántico fotógrafo, desaparece. Como toda desaparición deja interrogantes en quienes lo buscan: en su cansada madre Mariquita, que recorre la misma geografía de su hijo muchos años después de su ausencia, y que permite avizorar los cambios entre el antes y el después del progreso modernista.
También, en sus hermanos, sus colegas, y principalmente en su enamorada Lucía Lausen, de quien sabemos más de su vida a través de Elena, su hija adoptiva, la misma que compartió con Alejandro en tiempos en que a pesar de la acechanza del peligro había momentos de plenitud.
Justamente, uno de los hilos narrativos es a través de Elena, la anciana asentada en México, quien con escrupulosa memoria evoca su infancia en su pueblo:
“Todo el poder de evocación que tienen es para mí suficiente para decir: éramos felices. Pero luego viene esa oleada de dolor por lo ido, por lo irremediablemente perdido en el tiempo. Lo recuerdo todo con sensaciones, como si el recuerdo estuviera repartido en el cuerpo y no en el pensamiento. Recuerdo la tierra roja agujereada de hormigueros, como bocas que aúllan cuando veo calles empedradas. Las cataratas de agua pulverizada en los despeñaderos cuando me baño con agua fría. El totumo y su tronco marchito como mi piel de pergamino en la vejez. El abismo iluminado por una luna roja como la que enrojece el cielo de la metrópoli en las madrugadas frías”, dice Elena (p.418 y 419).
Varias virtudes confluyen para aplaudir esta obra: la primera de ellas, la conjugación de elementos hermosos y sombríos —contrastes que colisionan y sugieren en el lector una simbiosis sensorial—: el progreso y la ruina, el amor y la sevicia, la amistad y el odio, la valentía y la debilidad, el recuerdo y el olvido. Expresiones de la humanidad que se intensifican en escenas de sufrimiento y alegría.
La pregunta por el costo del progreso en un país sin instituciones estatales se persigue a lo largo del libro, lo que son imágenes prodigiosas —una escuela en la mitad de dos inmensas montañas cuyo fondo es un abismo; un río descomunal e indescifrable— son estropeadas y mancilladas de su valor genuino por el comportamiento humano: ese que mata hermanos, ese que desaparece personas, ese que contamina fuentes de agua, ese que abusa del poder y la inocencia, ese que celebra guerras, ese que no se inquieta por el respeto que merece todo entorno natural.
Hay que pensarlo de pasado a presente. Hoy día proliferan los relatos audiovisuales: vivimos atestados de imágenes, estamos saturados con tantas, pero hubo un tiempo en que la cámara era un artefacto mágico, que congelaba el tiempo y lo representaba. El amor por la fotografía de Plata aparece en un presente en el que la cámara nos invade. No obstante, si trasladamos esto a los atropellos ambientales del antes, entendemos que hubo abusos y saqueos con la naturaleza de los cuales hoy nadie conoce. La cámara, en ese sentido, era un aparato de resistencia y lucha social del individuo, y no del narcisismo y la positividad del sujeto de la cultura del rendimiento.
A todo lo cual hay que sumar la inocencia y la devastadora búsqueda de una madre por su hijo, diez años después de su mutismo, se arriesga sin contemplar que hay cosas para las que siempre será demasiado tarde, pero que simboliza la lucha y el desespero de otras progenitoras en igual o peores condiciones. Colombia, atroz y feliz, es un país en el que es común hablar de desapariciones.
“¿Cómo se le pregunta a una madre si cree que su hijo fue asesinado y lanzado a un río? La pregunta era más dolorosa que la respuesta” (p.450).
Desde luego, hay una posición sobre los hechos. Todo escritor que escribe sobre acontecimientos políticos es político, propone una exégesis política, pero no deja de ser un esteta. Por ello, más que exigir veracidad es preciso esperar verosimilitud. Más aún: la honestidad con la manera de leer e interpretar su visión del pasado, no el pasado.
En una de sus reflexiones sobre la importancia de la historia para la existencia, Nietzsche pregunta: “¿De qué forma, pues, sirve al hombre del presente la consideración monumental del pasado, la ocupación con lo clásico e infrecuente de los tiempos pasados? Simplemente: extrae de ella la idea de que lo grande alguna vez existió, que, en cualquier caso, fue posible, y, por lo tanto, también quizá sea posible de nuevo” (‘Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida’).
Desconocer nuestro pasado —negarnos a él— es facilitar su eterna repetición: Colombia se reitera en sus desgracias. Hay problemáticas estructurales que nunca han cambiado, sino empeorado. Una novela como esta es una invitación a evitar la prolongación dolorosa que dejan las guerras, y a considerar lo pírrico que resulta el progreso neoliberal cuando se ponen en riesgo las fuentes naturales.
En tiempos en que el lector está acorralado por la inmediatez y el efectismo mediático, confundido y atareado con el exceso de información, y preso de nuevas formas de confort (las expresiones artísticas, por ejemplo), hay que celebrar que un escritor apueste por obras que reclaman paciencia y toda su atención. Ferreira busca lectores, no consumidores; interpelar, no agradar; desasosegar, no aliviar.
Daniel Ferreira es un escritor comprometido, sin duda, pero ante todo es un narrador: un prosista de sensible sobriedad que aquilata sus estructuras, que propone esa arriesgada combinación entre contenido y forma. Y no fracasa en sus efectos. La Pentalogía de Colombia es uno de los proyectos más serios de la literatura colombiana del presente.