La hilera de aviones que despliegan, amenazantes, ciertos proyectiles, se dirigen sin compasión a una tierra plagada de carrotanques, cadáveres y mucho pánico. De lo que antes era una ciudad tranquila tan solo queda, a lo lejos, un verde opaco que colorea unas cuantas montañas. En un vano intento por escabullir el estruendo de las balas, un sobreviviente trata de prolongar su breve esperanza de vida, mientras está obligado a presenciar el triste momento en que el cuerpo de uno de sus vecinos está agonizando e, inútilmente, se aferra a un cadáver, cuya expresión de angustia coincide con la confusión colectiva de todas las víctimas. Pero, frente a este panorama del horror, surge la figura esperanzadora de un gigante pequeño.
La consternación provocada por aquel carnaval del horror no es impedimento para que este valiente hombrecillo trate de llegar a su objetivo deseado. Parece inmune ante el estrépito de las balas. Corre con la prisa infantil propia de una mente soñadora e inquieta. Está invadido por el coraje, pese a su aspecto frágil e indefenso. Nunca pierde el rumbo hacia aquel misterioso papel enrollado y sujeto en cinta roja que se halla apartado del peligro, acompañado solamente por un lápiz como símbolo de única salvación en medio de tanta muerte desatada.
La anterior escena compone el primer recorrido didáctico de la obra ‘Ser humano es… Declaración Universal de los Derechos Humanos para los niños y las niñas’. Creada por el diseñador, ilustrador, escritor y profesor brasileño Fábio Sgroi (finalista del premio Jabuti 2014), en la que nos muestra, por medio de ilustraciones muy elocuentes e ingeniosas, las condiciones esenciales en las que cualquier niño o niña (sin excepción de raza, credo, convicciones o género) debería crecer, si es cierto que estamos en un mundo donde, según dicen por ahí, todos los seres humanos tenemos los mismos derechos. La riqueza de sus imágenes logra captar una serie de emociones que bien pueden derivar (paradójicamente) de la esperanza y a la vez de la consternación, de la ternura y la confrontación, de la alegría y el horror.
El contenido de esta obra no parece convencional y, posiblemente, su temática esté más dirigida a los niños, a los adultos que se niegan a salir de esa etapa maravillosa de la infancia, a los padres que quieren involucrar o impulsar el oficio lector en sus hijos, o a los docentes que pretenden utilizar este recurso bibliográfico como una estrategia pedagógica interesante en el aula. Sin embargo, sí sería necesario que todos los ciudadanos del mundo (sin excepción de oficio, de nacionalidad, de raza, de creencia) la aplicáramos como una lectura imprescindible en nuestro diario vivir, porque cuando el lenguaje de las imágenes transmite un mensaje tan elocuente como el de esta sorprendente galería y propone, con base en situaciones comunes, ejemplos de vulnerabilidad tan cercanos a cualquier entorno, las palabras tienden a ser redundantes. El recorrido gráfico de Sgroi nos involucra en un vasto mundo de posibilidades donde cada vez está en juego la responsabilidad que, desde nuestra posición como hombres y mujeres aparentemente maduros y razonables, debemos afrontar en virtud del bienestar infantil.
Pero, a decir verdad, siento un poco de vergüenza al enfrentar el desafío de mostrarles esta joya literaria a algunos de mis estudiantes (sobre todo a los de primaria, etapa única en la que todavía no se les castra el instinto de curiosidad). Dicha vergüenza no es tanto por el posible fracaso en el aula en caso de implementar una estrategia inadecuada que decepcione a las mentes más ilustres de la pedagogía contemporánea, sino porque cuando les enseñe esta obra maravillosa alguno de los genios (los verdaderos genios, como son los niños) me resulte con una pregunta de grueso calibre y yo no sepa qué responder, como esta: “Profe, ¿y estos derechos sí se cumplen?”.
Para salir del paso, tal vez le ordenaría, con expresión imponente, que haga silencio, que de lo contrario le pondré un cero rotundo por interrumpir mi extraordinaria clase; pero estoy completamente seguro que otro genio aparecería en escena, me miraría con ojos desafiantes y me saldría con esta perla: “Pero, profe, en la página 34 del libro de Sgroi dice claramente: ‘se puede tener ideas y opinar. Moverse, ¡participar!’” (enfatizando esta última palabra con un tono como de futuro abogado), mientras desliza sus pequeñas manos con delicadeza en el dibujo de los rostros diversos que reflejan gestos de esperanza. Esta respuesta me dejaría en el silencio más incómodo y no podría hacer otra cosa más que asumir mi ineptitud.
Sentiría honda vergüenza si aquellos gigantes pequeños exploraran con miradas ávidas las páginas y, a medida que sus mentes privilegiadas se enriquecieran con las múltiples revelaciones allí plasmadas, despierten sin duda la confusión inequívoca; no sabría cómo responder de una manera convincente, por lo menos para que colme un poco sus ansias de conocimiento.
Por ejemplo, cuando vean al trío de payasos uniformados que están señalando con miradas severas a otro, solitario, que es blanco de todas las burlas por el hecho de andar vestido con atuendo diferente, alguno de los niños reclamará: “¡Profe, pero si aquí dice que ¡ninguna persona puede ser tratada de una manera cruel e inhumana!, ¿por qué la otra vez que a mi compañera le hicieron bullying nadie dijo ni hizo nada? ¿Ahí no se le está vulnerando un derecho?”.
Sin tiempo para organizar mis ideas y el impulso de responder se prolongue por medio de gestos que intensifiquen un silencio incómodo, tal vez aparezca otra voz, mucho más capciosa que la anterior, que desmorone por completo todo mi arsenal de respuestas: “Profe, mira cómo se ven en la página 16, se están besando y abrazando y saludando de mano. También dice que nada de cachetadas, coscorrones o prisiones. ¡Profe, también habla sobre el derecho a la vida! Entonces, ¿por qué a diario uno ve en las noticias que hay personas que matan a otras?”.
En medio de este torrente de preguntas, y todavía con el silencio cómplice reduciéndome al horror de la ignorancia, una última pregunta pronunciada por una tierna voz surgida de algún puesto de atrás me llevaría a la conclusión rotunda de que estoy decepcionando al gremio de los adultos: “Profe, si en la página 23 dice que solo se es culpable si se prueba, ¿entonces por qué a veces nos regañan sin haber hecho nada? Ni siquiera se toman la molestia de averiguar si fuimos nosotros o no”.
Con cierto aire de rubor soportaría el fracaso definitivo, pero al mismo tiempo lo asumiría como un verdadero desafío. No tanto para engañar a los niños con la absurda idea de mostrar, ante sus espíritus inquietos, un mundo fantástico todavía presente en los senderos de su imaginación, sino para construir a partir de mi responsabilidad humana, dentro de su pequeño entorno, un lugar con derechos fundamentales que permita el desarrollo a la libre personalidad y, sobre todo, propicie el respeto a la diversidad. Con esta práctica, tal vez obras como las de Fábio Sgroi tengan el valor que se merecen y trasciendan en la formación humana de estos gigantes pequeños y, por supuesto, de todos nosotros. ¿Se dan cuenta que no es solamente una obra con lindos dibujos?