Al escribir todos los viajes se vuelven imaginarios, incluso los que se vivieron realmente. Tenía razón Céline cuando escribió al principio de su ‘Viaje al fin de la noche’, que: “Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. (...) Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia”. También, el viaje es un cuento, o para decirlo con más precisión, cada cuento es un viaje, y el orden no altera el resultado, a su vez, cada viaje es un cuento.

Una ecuación literaria que el escritor caleño Juan Fernando Merino domina con maestría, como lo demuestra en su nueva colección de cuentos ‘Los mares de la luna’, cuyos relatos nos hacen viajar junto a personajes de los más diversos oficios, justo en el momento que sus vidas rutinarias cambian por completo. A veces, como en la caso de ‘Bahía ardiente’, los resultados son fatales, en otros como ‘Mar de la serenidad’ los personajes se adaptan con resignación a sus nuevas vidas. Sin embargo, hay un elemento formal en el libro que pone de manifiesto la naturaleza rodante de su autor. En cada uno de estos cuentos el drama se desarrolla siempre en tránsito, cuando los personajes viajan o han viajado, física o imaginariamente, de un lugar a otro del mundo: de Nueva York a Tambacounda (Senegal), de Canadá a Malawi, a Vladivostok en Rusia, a una pensión en el Amazonas brasileño, y a otros destinos no menos extraordinarios.

Esto se debe a que Juan Fernando Merino literalmente ha rodado por el mundo durante más de tres décadas, desde que a sus 19 años saliera de Cali rumbo a Miami, y de allí a Ohio, y de allí a México, y luego al continente europeo, y después por África, acumulando en su memoria anécdotas y paisajes únicos de más de 60 países, aunque para no correr riesgo de olvido apuntó cada detalle en sus cuadernos de viajes, de los cuales extrae temas para algunas de sus ficciones rodantes. Pero los viajes de Merino no solo cruzaron fronteras geográficas, como traductor literario también ha viajado a través de cinco lenguas: inglés, francés, italiano, portugués, y “algo de swahili, pero creo que lo he olvidado”. De sus traducciones, los lectores hispanoamericanos hemos leído obras de Robert Louis Stevenson, William Shakespeare, Mark Twain, Daniel Defoe y Herman Melville, entre otros autores más contemporáneos como Roddy Doyle y Julie Hecht.

Así como los personajes de ‘Los mares de la luna’, mientras Juan Fernando Merino atravesaba Europa y Oriente en autostop, visitando aldeas perdidas en África, subiendo al monte Kilimanjaro o perdido entre los mercados de Turquía, sus cuentos se fueron publicando en revistas y editoriales latinoamericanas. Pocos sabrían precisar dónde se encontraba el huidizo autor en aquella época, como cuando ganó un premio de cuento en España y la carta de notificación tardó seis meses en encontrar a su destinatario en Nairobi (Kenia), o dónde se encontraba en 1995 cuando su libro ‘Las visitas ajenas’ ganó el primer Premio Jorge Isaacs de cuento. Solo después de su regreso definitivo a Cali en 2013 —donde ha ejercido cargos como director académico de la Biblioteca del Centenario, así como coordinador de varios Festivales de Poesía—, es que la pasión viajera de Merino se volcó completamente a la literatura. Así emprendió ese gran viaje imaginario que invocaba Céline, y a través del cual lo vivido: ciudades, personas, animales y objetos se vuelven ficción, rompiendo una vez más las fronteras, ya que Merino no solo escribe cuentos como los de ‘El VI mandamiento’ (2015), ‘Toreros en la nieve’ (2018) y ‘Los mares de la luna’; también novelas como ‘El intendente Aldaz’ (1999), y relatos infantiles como ‘El campamento de verano de Gaspar Guatín’ (2019).

De hecho, como cuenta en esta entrevista, Juan Fernando Merino logró cruzar la última frontera creativa, esa que existe entre los géneros literarios, por lo que ahora trabaja en un ambicioso proyecto donde viaja libremente entre realidad y ficción. Resulta inevitable no encontrar semejanzas entre la excéntrica obra de Merino y su naturaleza de escritor rodante, con Sergio Pitol, otro trotamundos cuya poética del viaje se desarrolló en ensayos, cuentos y novelas. Es por ello que Merino podría afirmar con toda autoridad, igual que el genio mexicano: “¡Viajar y escribir! Actividades ambas marcadas por el azar; el viajero, el escritor, sólo tendrán certeza de la partida. Ninguno de ellos sabrá a ciencia cierta lo que ocurrirá en el trayecto, menos aún lo que le deparará el destino al regresar a su Ítaca personal”.

La Ítaca personal de Juan Fernando Merino se encuentra en el barrio Santa Isabel de Cali, donde se estableció hace 7 años, desde allí las palabras son su vehículo más seguro para viajar, incluso en tiempos de pandemia.

—¿Cómo nació tu vocación por la literatura?

Para mí, lectura, literatura y escritura han estado indisolublemente unidas desde muy niño. A los cuatro años ya era un lector devoto, en buena parte gracias al estímulo de mis padres; a los siete me publicaron los primeros cuentos en el periódico del colegio, y a los ocho un relato en Lecturas Dominicales de El País. Pero a raíz de esa publicación, además en la portada del suplemento, fue tal el bullying al que me sometieron los compañeros de clase —entre otras cosas me vetaron la participación en los partidos de fútbol de las tardes deportivas y hasta en los picaditos del recreo— que abandoné mi sueño de ser volante izquierdo de la selección Colombia y el de ser escritor. Al fútbol no regresaría nunca; a la escritura sólo 18 años después (aunque nunca dejaría de ser lector empedernido) y ya no habría manera de detenerme.

—¿Y por qué te dedicaste con más pasión al cuento?

No es que me haya dedicado con más pasión al cuento. He escrito crónicas literarias y periodísticas, ensayos, piezas breves de teatro, guiones para cortometrajes, todos ellos con mayor o menor fortuna, y dos novelas… que definitivamente no cuajaron… o no han cuajado. Entonces es al contrario: el cuento literario me ha concedido más alas que otros géneros. Pero no descarto los demás. En este momento estoy trabajando en una novela neoyorquina, una cuarentena de relatos breves para jóvenes adultos y un libro híbrido…por llamarlo de alguna manera.

—¿Cómo se originó tu oficio de traductor?

Empecé siendo el peor traductor del mundo… y reto a cualquier colega a que demuestre lo contrario. Cuando yo tenía seis o siete años, una tía que vivía en Miami en cada viaje me traía cuadernillos de comics en inglés… y aquella lengua extranjera me causaba tal curiosidad y asombro, que diccionario en mano me di a traducir, palabra por palabra, los globitos de conversación entre los personajes… Así que la expresión “Dig it!”, chévere, en mi versión debía ser algo así como “Entiérralo” y “I will be right back” (ahorita vuelvo) en mi versión infantil sería “Estaré derecho atrás”… Daría mucho por recuperar esas primeras “traducciones”. Pero fui mejorando con la práctica. Y después de seis años de estudios universitarios en Estados Unidos empecé a hacer traducciones literarias para una editorial madrileña. Esa tarea tampoco ha parado en muchas décadas. La lista de escritores sería muy larga, y abarca desde autores de sagas hasta Melville, Defoe y Shakespeare, entre muchos otros. Y en los últimos diez años he volcado mi atención (y mi aprendizaje, pues el de la traducción literaria es algo que no se termina nunca) en obras del francés, portugués e italiano.

—¿Cuáles son tus principios como traductor literario?

Un principio muy sencillo del cual, creo, se derivan todos los demás: ser lo más leal posible al autor del texto original… lo cual en muchas ocasiones no significa ser necesariamente fiel a cada frase y cada párrafo… Pero eso es materia de largas e intricadas discusiones en los congresos de traductores literarios, a los que hace años no asisto.

—¿De qué forma la traducción te ayuda como escritor?

Para mí la traducción literaria (no así la técnica, académica o comercial) es también el arte de la actuación, de la “impersonación”. Hasta donde sea posible, el traductor se debe meter en la vida, la época, la mente y la piel del autor y al hacerlo se irá convirtiendo en su intérprete, y en el lector más cuidadoso, devoto e íntimo de la obra… casi que en su segundo autor. Y en la medida que eso ocurra, uno no sólo está traduciendo sino también “reescribiendo” a los grandes narradores clásicos o contemporáneos. Creo que no existe mejor calistenia, por así llamarlo, o mejor escuela, para la creación de los textos propios.

—¿Cómo fueron surgiendo los cuentos de ‘Los mares de la luna’? ¿Y el título del libro cómo lo hallaste?

El génesis de esta colección es singular: cuando hace unos años me marchaba del todo de Nueva York después de una década allí— entre el desconsuelo por dejar la ciudad en la que había vivido mis años más densos y la esperanza de que Colombia me recibiera medianamente bien después de 35 años sin vivir en el país— decidí deshacerme de casi todos los libros. Ya había dado a elegir y había obsequiado muchos a mis amigos y conocidos, pero todavía me quedaban estantes llenos. Siguiendo la costumbre tan neoyorquina de abandonar en el andén frente al edificio de cada cual los libros que ya no se van a leer o los que podrían interesar a algún vecino, dejé tres cajas de libros en mi esquina una noche en la que sabía que no pasaban por el sector los recolectores de basura. De la última caja se cayó uno de los volúmenes de una enciclopedia estadounidense, que por cierto había encontrado tiempo atrás en el montón de libros abandonado por otro vecino del barrio. Como por no dejar, la abrí al azar (como hago con frecuencia para buscar ideas cuando un relato se me ha quedado atrancado) y el índice derecho fue a dar a unas páginas amarillas correspondientes a la sección ‘Earth in Space’. Y allí, en la página 168, encontré dos mapas de los mares de la luna, y en la parte inferior los correspondientes nombres en latín y en inglés.

Quedé fascinado con aquellos nombres fabulosos: Mare Anguis, Mare Nectaris, Palus Putredinis, Sinus Honoris, Lacus Somniorum, Mare Undurum… y entendí que para darme ánimos en mi regreso y darle un poco más de sentido a mi larga errancia tendría que escribir una serie de cuentos que de alguna manera conectaran con aquellos nombres y con el concepto mismo de los mares de la luna. En el avión de Lan que me traía de regreso al día siguiente empecé a escribir el primero de los relatos de este volumen, con un asistente de vuelo de Lan Chile como protagonista. De allí saldría ‘Mar de la serenidad’. Y poco después, durante una escala de un par de días en Bogotá, al abrir al azar un libro de cuentos de Chimamanda Ngozi Adichie y toparme con un personaje en una cocina ardiente en algún sitio de África, empezaron a surgir algunas ideas para lo que unas semanas más tarde sería la primera versión de “Bahía ardiente”, que aparece en el libro. Y así, poco a poco, unos con más fortuna que otros, o con más tropiezos, fueron saliendo los demás.

—¿Tienes alguna definición personal del cuento?

La verdad es que no tengo una definición personal. Y creo que no me interesa mucho tenerla, como tampoco me interesa tener claras las distinciones entre cuento, relato largo, nouvelle, novela corta, novela, novela-río… Me contento con pensar que un cuento literario, y hasta cierto punto una novela, es una simbiosis entre vida y lecturas que va mucho más allá de la anécdota que se relata o se insinúa, muchísimo más allá de la suma de las palabras.

—¿Cuáles son tus cuentistas preferidos?

Chejov por la comprensión profunda del ser humano y la capacidad de develar de manera sencilla y amena su complejidad; John Cheever por las epifanías en medio de relatos densos aunque poquísimos de sus textos sean redondos; E.L. Doctorow, más conocido por sus novelas, pero creador de unos cuentos magníficos, al igual que otro gran cuentista norteamericano contemporáneo, Tobias Wolff; el mexicano Ignacio Padilla, muy prematuramente desaparecido en un accidente de tránsito, para mí uno de los grandes cuentistas hispanoamericanos, y quien a pesar de su renombre entre los escritores, no ha recibido el reconocimiento que se merece entre los lectores del mundo entero.

—¿Para ti cuál es la importancia del cuento en la literatura colombiana, consideras que debe dársele más reconocimiento?

Existen dos mitos negativos bastante extendidos en torno al cuento literario que a mi juicio son falsos. El primero, que el cuento es un género menor, una especie de preparación para un escritor antes de abordar una novela. Y el segundo, que los libros de cuentos no venden y por eso las editoriales no les apuestan. Pues bien, algunos de los grandes escritores latinoamericanos, como es el caso de Borges, Luisa Valenzuela y Horacio Quiroga han cultivado el cuento con mucha más fortuna que la novela. En Colombia lo mismo ha ocurrido, por ejemplo, con Hernando Téllez, Marvel Moreno y Álvaro Cepeda Samudio. En cuanto al segundo mito, el cuento goza de grandes cultores en Latinoamérica y en Colombia, los lectores cada vez se interesan más en el género y las editoriales colombianas —entre las más vigorosas del continente— cada vez le apuestan con más asiduidad y entusiasmo a las colecciones de relatos. Prueba de ello son las grandes ventas que alcanzan cada año las obras ganadoras del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, que por cierto fue un magnífico cuentista además de novelista.

—Aunque cada historia es distinta, tu libro está estructurado por la idea de los mares de la luna, ¿cómo definiste qué historia debía llevar el nombre de algún mar, lago o bahía lunar?

Cada historia de cierta manera evoca el nombre, o convoca a descubrir el vínculo entre la historia y el nombre de alguno de esos mares prodigiosos, aunque sólo en un par de ellos se hace mención explícita del nombre. En la elección del título de los cuentos, al igual que en muchos otros aspectos de las historias y del libro en general, fueron cruciales los aportes del editor externo que designó Editorial Planeta, Felipe Botero Quintana.

—También escribes relatos infantiles, ¿por qué te ha interesado esta literatura en particular?

Me interesa la literatura en general y el poder creativo de hallar voces distintas, explorar otros ámbitos, llegar a otro público, dejar volar la imaginación y despegarse a veces de los conflictos adultos para pasar a los que se pueden resolver con magia, solidaridad, equidad… como los solucionan casi siempre los niños, sin darle trascendencia a las situaciones, para al final privilegiar la amistad y el compañerismo. Tengo un buen número de relatos infantiles, en prosa o en verso, que están esperando su turno o su momento.

—¿Cuándo empezaste a viajar?

A viajar, desde muy niño, pues mi padre cada que podía, encaramaba los corotos en el techo de su Volkswagen modelo 1954 y se iba con toda la familia a recorrer distintos parajes de Colombia… todos los años a Tolú, y en una ocasión hasta el Cabo de la Vela. A viajar por mi cuenta, desde los 15 años, que me marché con un primo menor hasta Quito y nos ocurrieron todo tipo de aventuras y percances. Y en un momento dado, muchos años después, tal como escribí en un diario de viaje, me di cuenta de que se había ido borrando la distinción entre lector, escritor, estudiante y viajero. Pero ésa es una muy larga historia que reservó para ‘Wamba’, el libro híbrido en el que estoy trabajando.

—¿En cuántos lugares has estado?

Por curiosidad o por cansancio, mientras trataba de conciliar el sueño en un algún largo vuelo interoceánico, años después de haber pasado a ser “viajero” en lugar de “turista”, me puse a anotar en la servilleta de la aerolínea en que volaba los países en los que había estado. En aquel momento 52, que con la caída del comunismo pasarían a ser 61, pues Checoslovaquia se dividiría en dos naciones, y de las siete nuevas naciones que surgieron de la antigua Yugoslavia había estado en seis. Pero hasta donde creo recordar, nunca visité un país con el propósito de “chulearlo” en una lista (como era el caso de un extraficante de armas francés que conocí en Tanzania), y por otra parte, regresaba a países que ya había visitado porque tenía que hacerlo, imperativamente, por una razón o por otra. La lista de los lugares en los que he estado es muy larga, pero para mí la esencia del viajero no tiene nada que ver con listas, visados ni pasaportes.

—¿Para ti cuál es la diferencia entre el verdadero viajero y el turista?

Fui viajero durante una treintena de años. Llegué a entender que ser “viajero” en lugar de viajar significa echarse a rodar como una piedra monte abajo… like a rolling stone, como dice la canción. Saber cuándo se sale pero no cuándo se regresa, dónde se detiene uno por una semana, un mes, un año, o el resto de la vida, a qué se dedica, en qué trabaja, cómo sobrevive. Dejar que sea el camino el que te va mostrando hacia dónde debes continuar o necesitas viajar para seguir avanzando, en la experiencia vital o en lo que sea. El “turista”, y es una condición también maravillosa, que ahora disfruto mucho, por largos, arriesgados y aventureros que sean los viajes —en enero viajé con mi bienamada Mónica, compañera de la nueva e ignota aventura de la vida, hasta Punta Gallinas, en el extremo norte de la Guajira y de Suramérica— por el contrario sabe, o cree saber, cuándo regresa y a dónde regresa.

—¿Cuándo y por qué decidiste volver a Colombia?

En algún momento, después de diez años en Nueva York ejerciendo muy distintos oficios, pero escribiendo cada vez más, comprendí que aunque ya había pasado la etapa de viajero sin límites y sin fronteras, era hora de regresar a casa para acompañar a los padres en su último viaje, quizá el más duro y el más azaroso, para aprender a viajar en mi país, en mi ciudad y hasta en mi propio barrio (y no me cansó de las maravillas que cada mañana me ofrece mi querido barrio de Santa Isabel, el de la infancia) y para finalmente concentrarme en rastrear, en bucear, en excavar (¡dig it!) las historias que tengo por contar.

—¿En este momento estás trabajando en un nuevo libro?

De hecho estoy trabajando en varios libros: ‘La bufanda de Isadora y otros narradores inauditos’, que va a publicar Editorial Panamericana, la novela neoyorquina que mencionaba antes, otro libro de relatos viajeros por el estilo de ‘Los mares de la luna’, y ‘Wamba’, un libro híbrido en varias entregas, muy difícil de definir pero el que más me apasiona.

—¿Por qué te apasiona ‘Wamba’?

Desde hace tiempo buscaba escribir este libro, y creo que por fin encontré la clave para sacar adelante una obra con todo el material que tengo de mis años de viaje. Son 42 cuadernos con minuciosas anotaciones de mis recorridos por África en autostop, por Europa del Este cuando todavía era comunista, por el centro de Turquía, y hasta en el Amazonas. Aunque de algunos de esos cuadernos han salido relatos literarios, la mayoría están sin explorar. Ahora encontré la manera de combinar relatos, anécdotas, fragmentos de diarios, elucubraciones y cuentos propiamente dichos. No va a ser estrictamente un libro de viajes o de crónicas, o cuentos viajeros. Encontré una armonía para escribirlo en varios tomos que se llamarán ‘Wamba’.

—¿De dónde proviene ese nombre?

Wamba es una población de Kenia, que visité hace 35 años cuando fui allí a encontrarme con una amiga norteamericana que trabajaba en los cuerpos de paz. Recuerdo que una tarde mientras ella volvía de su trabajo me fui caminar cerca de un lago y observé un atardecer glorioso. Para entonces yo gozaba de cierta libertad económica después de ahorrar por años mis ganancias como guía turístico en Miami y traductor de una editorial madrileña, así logré viajar por muchos lugares del mundo, fue una época maravillosa que logré extender por 20 años.

Hace poco encontré una mis anotaciones de esa época donde me agradecía a mí mismo haber elegido este tipo de vida. Allí me decía: “Si yo me hubiera equivocado de vida, a esta hora estaría regresando de mi oficina de abogado, de mi cátedra en la universidad, de una empresa o colegio como directivo; a sentarme con una extensa familia, y me hubiera perdido ese atardecer de Wamba”. En esa reflexión está mi sentido de viajero y esa libertad que me permitió ir de un lado a otro durante años, todo esto fue algo invaluable que no he logrado contar, pero por fin encontré la forma de hacerlo en un libro híbrido.

—¿Desde tu perspectiva de viajero de letras y geografías, cómo es la Cali literaria?

En Cali existe un grande, un enorme potencial lector, escritor, literario y creativo en general que merece mucho, muchísimo apoyo de parte de la actual administración distrital y de la actual Secretaría de Cultura… En este momento tan difícil por el que atraviesa la ciudad y el mundo entero, resulta crucial apoyar también a las bibliotecas, con su enorme potencialidad para la formación de futuras generaciones, no sólo como buenos lectores sino también como buenos ciudadanos.

Hablando específicamente de literatura hay numerosas narradoras y narradores con proyección nacional e internacional, tertulias literarias, grupos de poesía con larga trayectoria, talleres, etcétera, que tanto a nivel municipal como departamental necesitan y merecen un apoyo.

Encomiable también la ardua labor de los organizadores de cuatro grandes eventos literarios que se realizarán en los próximos meses —la Feria Internacional del Libro de Cali, el Festival Literario Oiga Mire Lea, el Festival Internacional de Poesía de Cali y el Coloquio Internacional sobre el Cuento Latinoamericano— que se han adaptado a las actuales circunstancias para celebrarlos de manera virtual, con una programación llamativa y numerosos y destacados invitados.