Este sábado, 7 de septiembre, el escritor y traductor Juan Fernando Merino será el encargado de presentar, en el marco del décimo Festival Internacional de Literatura Oiga Mire Lea, la antología de cuento ‘Mejor será el olvido’, publicada por Panamericana Editorial.
La obra cuenta con 11 relatos de ficción que abordan las vicisitudes que afectan la memoria, “desde la devastadora amnesia hasta los sutiles matices de la nostalgia, estos cuentos, todos con el mismo título, hablan sobre la naturaleza efímera de nuestros recuerdos y la inevitable cadencia del olvido y nos recuerdan que en la fragilidad del recuerdo se encuentra la esencia misma de nuestra humanidad”.
Los autores seleccionados para integrar el volumen fueron Vania Vargas (Guatemala), Sergio Galarza (Perú), Fernanda Trías (Uruguay), Ana María Shua (Argentina), Eduardo Halfon (Guatemala), Agustina Tocalli-Beller (Argentina), Jaime Echeverri (Colombia), Marcela Villegas (Colombia), Enrique Jaramillo Levi (Panamá), Juan Fernando Merino (Colombia) y Gabriela A. Arciniegas (Colombia).
La presentación en el Oiga Mire Lea será a las 11:00 a.m., en el Auditorio Óscar Gerardo Ramos de la Biblioteca Departamental. Merino tendrá una conversación sobre este interesante proyecto editorial con el también escritor Julián Chang. Entrada libre.
Lady in black
Por Juan Fernando Merino
Los conocedores más avezados de la historia del rock recuerdan con lujo de detalles el origen, la trayectoria y los avatares de la banda londinense Iridium, uno de los grupos más singulares y transgresores de los años 80.
Yo los recuerdo mejor que nadie.
Y los fanáticos del rock, los apasionados, los incondicionales, con seguridad tendrán presente los nombres y nacionalidades de cada uno de los integrantes del grupo: el pianista italiano Gian Luca Torio, el percusionista jamaiquino Timothy Compton, el bajista alemán Frederick Belkovich y el genial guitarrista y cantante dublinés Matthew Sullivan.
Yo los tengo más presente que nadie. ¡Que nadie en todo el puto mundo!
Porque a partir de un día y una noche indelebles siempre estuve al tanto de sus giras y conciertos, conservaba todos sus discos —hasta los sencillos menos conocidos de su primera etapa— y sin duda era la mayor coleccionista en el mundo entero de sus fotos, entrevistas, posters... Porque los conocí en persona y los acompañé en decenas de veladas y unas cuantas madrugadas. Porque desde aquel primer día me enamoré perdidamente de Matthew Sullivan. Y porque estaba en el lugar de los hechos la madrugada del 27 de septiembre de 1984, cuando el cuarteto Iridium quedó reducido a trío.
La mayor parte de aquella noche maldita yo tuve a Matthew entre los brazos, Matthew me tuvo a mí. Y en el trecho final, el descenso hacia el amanecer, dormí como una insensata, como una descosida, mientras él se sumergía lenta, inexorablemente en los abismos blancos de los que ya nunca se vuelve.
A Matthew lo conocí durante la segunda gira de Iridium por el estado de Nueva York; me lo presentó Erika, mi compañera de apartamento en aquella época, que trabajaba como luminotécnica en el teatro Beacon en Manhattan, donde se estarían presentando toda aquella semana. En mitad de la fiesta que ofrecía esa noche en su pent-house de la Cuarta Avenida un entusiasta de la banda descendiente de los Van der Vilt, Matthew me dijo de repente, cuando llevábamos hablando media hora sin parar, que nos escapáramos de todo aquel ruido a su habitación del hotel Plaza. No lo pensé dos veces y no lo lamenté jamás. Ni siquiera después de todo lo ocurrido, de todo lo sufrido.
La mañana siguiente me pidió, me rogó, que no saliera del hotel, que lo esperara hasta la noche mientras él ensayaba, grababa, daba entrevistas o de nuevo enloquecía a sus admiradores en el Beacon. Que cargara a su cuenta lo que quisiera comer, beber, los conciertos y películas que me diera la gana alquilar, pero que lo esperara.
Así fue. Con creces. No salí del Plaza hasta la mañana, seis días después, cuando el grupo voló a Chicago, siguiente escala de la gira. Desde entonces, cada vez que regresaba a Nueva York o a cualquier sitio del Noroeste me escribía o me llamaba unos días antes para avisarme. Y cuando no me avisaba, sencillamente yo me aparecía en su camerino después del concierto y nos marchábamos a comer, a beber y a amarnos hasta la madrugada... Excepto en tres ocasiones en que lo encontré con otras mujeres. Dos de esas veces salí llorando de allí, a ahogar el dolor en vino, al menos intentarlo. La tercera me quedé, mirando todo desde cierta distancia, tratando de no sollozar. Aún no entiendo por qué.
Matthew jamás me dio explicaciones ni justificaciones, y a decir verdad tampoco me las pedía cuando se encontraba lejos de Nueva York. Él me amaba, me amó. Sin límites, sin frenos. Desde luego nunca me pidió que compartiéramos una fecha especial, un cumpleaños o la Navidad en familia. ¡Por favor! ¿Un rockero bronco y renegado cantándole a la blanca navidad o tomando ponche de frutas? Pero yo sé que me amaba. Locamente. ¿Qué por qué lo sé? Porque yo era su Lady in Black, su fiel escudera, la musa de sus mejores canciones sin música. La de las alas de águila que lo llevaba a la cima más alta, donde los monstruos de la infamia no alcanzan. Donde las ironías de la vida son espejos opacos que hacen apretar los ojos buscando ver en el fondo algo más que neblina. Porque la Lady in Black que él encontraba en mí no era símbolo de luto ni de invocación de la muerte. Al contrario. Porque yo, siempre de negro, intentaba darle más luz que el sol de mediodía que hería sus ojos después de la resaca y el desvarío. Porque ese poema que me escribió no podía mentir. Porque él nunca me mintió.
Yo era su Lady in Black. Fui la consorte que nunca llevó al altar, ni falta que hacía, pero aquella que lo acompañó hasta las mayores alturas y en los peores descensos. El amor de su vida. Punto.
Algunos críticos e historiadores de rock han afirmado que durante sus últimos años la relación sentimental más importante que tuvo Matthew fue con una cantante de jazz oriunda de Mississippi, de nombre artístico Bernadeth Avison o Adkinson… ¡Como sea!
¡Pero qué carajo saben los críticos! Mucho menos los historiadores cuando la historia se sigue escribiendo.
Matthew simplemente cogía a la tal Bernadeth. Como cogía a tantas otras, amantes de vieja data o cosecha de ocasión, asteriscos durante sus giras. Como me cogía a mí. Solo que a mí me amaba. Incluso cuando me estaba cogiendo o lastimando. Y cuando estaba conmigo todo era diferente para él y para mí. Antes, durante y después del amor. Con la plenitud de lo que se sabe irrepetible.
Una de las escenas que se me quedó grabada y que por estos días me visita con mayor frecuencia ocurrió una mañana de principios de agosto cuando abrió los ojos de sopetón en medio de una de sus pesadillas recurrentes. Se quedó mirándome como un chiquillo que busca el regazo de su madre para obtener el cariño y el consuelo que, para un alma huérfana como la suya, era la soga que le concedía una mínima esperanza de salvación ante el cráter burbujeante de aquel infierno interno que esperaba, desde hacía mucho tiempo, para tragarlo.
Me abrazó con todas sus fuerzas y pegó el oído a mi pecho. Alcancé a ver que en sus labios se dibujaba una leve sonrisa. En aquel momento, por alguna veleidad o espejismo, pensé que iba a liberar el Te amo que nunca le escuché. O que al menos me iba a decir algún cumplido que me hiciera sentir hermosa y deseable a pesar del desvelo, el desenfreno, el agotamiento. No fue así. En lugar de ello, como quien suelta una libélula al aire, me dijo que el latido de mi corazón era la melodía que quisiera escuchar como marcha de su cortejo fúnebre.
Lo aparté de mi lado con brusquedad, me levanté de la cama y le grité que se callara, que se callara de una maldita vez. Que no hablara de desenlaces y muerte, que nuestra juventud debería proscribir que siquiera la nombráramos. Pero lo decía sin convicción. Porque cada noche con Matthew era un juego a la ruleta rusa en cámara lenta, y había que esperar la mañana del siguiente día para saber si el genio y el príncipe de multitudes había salido indemne de su batalla nocturna o si los monstruos que lo acechaban desde mucho antes de nuestro primer encuentro habían prevalecido, dejando tan sólo una carcasa reseca a la cual aferrarme por última vez.
Se echó a reír, con una carcajada creciente a medida que arreciaban mis reproches. Odiaba cuando se burlaba de mis miedos, de mis sentimientos, de mi amor por él. De improviso se incorporó, me agarró por la cintura y me atrajo hacia él. Caí de nuevo en la cama mientras Matthew me decía entre risas y besos que dejara de ser tonta, que no teníamos prisa de llegar a ningún final. Que todavía le faltaba mucho por vivir y mucho por cantar y una que otra canción inmortal por escribir. Tal cual, palabras que me quedarían grabadas por el resto de los tiempos
No fue así, ¡maldita sea! Se evadió aquella noche de septiembre a formar parte de ese estúpido club de los genios muertos en plena juventud. Simples desperdicios. Ningún genio es tan único. Se parecen entre sí, por una o muchas razones, pero se parecen, y quienes nos aproximamos a su estela fulgurante los buscamos una y otra vez, los buscamos con ansia, con tal de tener prestada al menos por un instante la cercanía de su locura singular, de su talento excepcional, que hacen un poco más llevadera esta realidad a veces tan roma, a veces tan insostenible
En buena parte la culpa de lo que pasó es de Frederick Belkovich, el director del grupo, y eso sí, un bajista del carajo, al diablo lo que es del diablo. Compositor tremendo también, aunque desde luego nunca le llegó al tobillo al lirismo, la fuerza, el fulgor de los temas que componía Matthew. Más aún en las noches de extravío, por los medios que fueran, de inmersión en lo más profundo de su ser y de su nada y de sus pérdidas… Pero a lo que iba: fue Belkovich quien inició a Matthew en la brown. No que se la ofreciera directamente, o al menos no lo sé con certeza, pero el hecho es que Belko se chuteaba con heroína. Y como era el fundador del grupo y el más célebre de sus integrantes, también era un ídolo para los otros pues a su gran talento y versatilidad añadía la experiencia de haber pasado por tres bandas y dos géneros diferentes antes de crear Iridium. La diferencia es que él ya había probado de todo dentro del mundo de la música y las drogas en muchas giras, en muchos sitios, y tenía un aguante más que considerable, una corteza bien curtida. Y supongo que también, incluso desde lo profundo de su inmersión, cierta medida, cierto límite, mucha suerte. Matthew no tenía nada de eso. Desde luego que no. Lo jodió Belkovich con su cercanía y con su influencia en el grupo y su adicción a la brown; es su culpa y él lo sabe. Con seguridad que es por eso que no ha venido a verme aquí ni una sola vez en todos estos años. Ni siquiera una llamada, una postal.
Y también culpa mía, no lo voy a negar, nunca lo he negado, ni lo negaré una sola noche del resto de mi vida. Un viaje de heroína cala hondo y un jinete arrebatado se la está jugando en cada ocasión. Y sin embargo, cada vez que Matthew venía a Nueva York y me pedía que se la consiguiera, yo se la conseguía. Si no lo hacía yo, lo haría alguien más, me decía a mí misma para eximirme, aunque fuese en parte. O lo que habría sido mucho peor, Matthew se echaría a la calle a buscarla por su cuenta. En las condiciones en que estuviera, en el barrio en que lo pillara la urgencia. Exponiéndose a lo que fuera.
Yo siempre intentaba protegerlo, alivianarle la existencia, espantarle las aves negras que le rondaban, pero esa noche lo descuidé. Aún me duele, no dejo de recriminármelo, si bien en los últimos años un poco menos, el que aquella última vez yo no hubiese comprendido desde un primer momento lo desquiciado que estaba Matthew aquella noche, la cuerda floja en la que se tambaleaba, y debería haber tenido la suficiente sobriedad, la suficiente presencia de ánimo para frenarlo de la manera que fuese, incluso confrontándolo violentamente, para salvarlo de sí mismo. Porque aquella tarde cuando me llamó, después de darme el número de habitación en el hotel Plaza, donde se alojaba casi siempre, de ser posible en la habitación 1212, su preferida, antes de colgar agregó: “No voy a afeitarme para verte, ni a ducharme, ni a cambiarme de ropa. Esta noche vas a conocer al endriago que me habita, que me asedia, que a veces me exilia”.
¡Maldita sea! Al llegar alcancé a reprenderlo, comenzaba a insultarlo, pero me respondió con una de esas resplandecientes sonrisas suyas de ojos entrecerrados que me desarmaba, para mi mal, una y otra vez. Luego una risa estentórea, algo gutural, que traducida al idioma de sus noches desbocadas venía a decir: “Yo soy como soy y no voy a cambiar”.
De todos modos algo en mí me decía que aquello no podía ser, grité más que otras veces, y entonces, todavía sonriente me dijo, me mintió que lo dicho era tan sólo una estrofa suelta de un nuevo tema que estaba componiendo. Porque aquella noche, me dijo, era de sexo y de alcohol y de placeres, y luego de composición y poesía. Y de juegos extremo con el fuego en las venas, aunque eso no lo dijo, pero yo lo sabía.
La noche avanzaba a ramalazos, el caballo de la brown galopaba desbocado, los ojos y la mente de Matthew andaban por otro lado, como buscando algo no tan lejano pero inasible, desesperantemente inasible, y él ya era incapaz de parar. No intenté disuadirlo más, iba a ser inútil de todos modos, y bebí con mayor descuido, para atenuar la desazón del último centinela que abandona el puesto de guardia. Matthew iba y venía de la guitarra a la ventana que daba al Parque Central, a esta hora solitario, y de la ventana a un atril de madera en que reposaba una hoja amarilla larga en la que iba anotando la letra de un tema que pugnaba por salir, que de ida en regreso iba desentrañando. Yo le pedía, le rogaba que parara, que se duchara, que comiera algo, que me besara, que regresáramos a la cama a seguir follando, cualquier cosa, lo que fuese con tal de que interrumpiera aquella carrera loca, pero él insistía en que no podía, que ésa iba a ser su mejor canción, la más intensa, la más hermosa, la más incandescente, y que iba a ser mi canción, solo para mí, para que lo recordara siempre, para que lo amara siempre. Que era preciso aprovechar aquellas horas antes de que se le acabara el sulfato, antes de que lo cegara la luz del amanecer… Y antes de que llegaran el vómito y el estremecimiento, aunque eso tampoco lo dijo.
Hice lo posible por acompañarlo en aquella feroz cabalgata, pero llegó el momento en que no pude más. Lo intenté hasta el límite de mis fuerzas pero no pude más, lo juro. Lo juro por mí, por él, por los hijos que no tuvimos. De un momento al siguiente me quedé dormida, sentada a horcajadas en el sofá, semidesnuda. En el mismo sofá en que él se quedó frito dos horas y media o tres horas más tarde, según el reporte del médico de turno del hotel, la segunda persona en llegar cuando al amanecer llamé desesperada a la policía, a los bomberos, a recepción, a Belkovich, a Gian Luca —su mejor amigo en el grupo—, a Paul, su ex manager, a todo el mundo.
En una cosa no se equivocó Matthew. No hay nada más desgarrador que una balada lenta de un rockero ya de salida, en los trámites íntimos de su despedida, y aquella iba a ser la canción más grande de toda su carrera, la más bella, la más dolorosa. Y mi mayor tesoro, el tesoro que nadie más en todo el mundo conoce y que nadie más conocerá. Por eso la hoja amarilla arrancada de un cuaderno comprado la tarde anterior en un mercadillo cerca de Chelsea la guardo escondida en un sitio donde nunca la han visto otros. Oculta en cierto recoveco de mi cuarto donde nadie jamás podría encontrarla. A salvo de aseadores, supervisores y enfermeras, a salvo de los médicos de turno y del psiquiatra asignado a mi caso, de los malditos consejeros espirituales, de los fanáticos de Matthew. Y de los periodistas.
Sobre todo de los periodistas y de los reporteros de las revistas de rock. ¡Que ni sueñen! Porque es lo único que me ha quedado de Matthew, mi frenético, mi adorado Matthew. Es la mayor de mis posesiones. La única. Es mi canción.
¿Entonces qué me van a contar a mí los cronistas y los historiadores de rock? Y los periodistas, que de tarde en tarde visitan la clínica y tratan de engatusarme para que les cuente datos nuevos y les comparta anécdotas aún no desveladas. Los peores son los que quieren saber la hora exacta de la última caminata, de nuestro último polvo, la marca del vodka de preferencia y su mezclador, dónde quedó su última guitarra, mil y una babosadas que a veces me hacen sentir lástima por ellos que nunca supieron ni entenderán quién era el gran Matthew Sullivan, el irreemplazable y magnífico compositor y guitarrista de Iridium. Yo simplemente me quedo mirándolos a los ojos y trato de no reírme o llorar. No tengo nada que contarles, no tengo más que mostrarles.
¡Que se vayan al carajo! Que dejen de indagar donde no hay nada más que restregar. Matthew ya no está; mejor será el olvido…