No conozco a Alejandro Montenegro. De él solo sé lo que mostró la televisión cuando burló la seguridad en el estadio Manuel Murillo Toro de Ibagué y saltó de las gradas a la cancha para atacar por la espalda al jugador Daniel Cataño. Pero la escena es suficiente para saber que Montenegro representa absolutamente todo lo que un hincha del fútbol no debe ser.
Un hincha acompaña. Un hincha aplaude o chifla. Un hincha sabe de tristezas y felicidades. Un hincha sufre. Un hincha toca el cielo. Pero un hincha jamás agrede. Un hincha jamás es violento.
Los que caen en ello no son hinchas. Son delincuentes, criminales disfrazados con una camiseta. Antisociales que no tienen en su léxico las palabras respeto y convivencia. Matones de barrio que un día dan puños y patadas y luego pueden dar puñal o bala.
La agresión de Montenegro a Cataño le dio la vuelta al mundo por las redes sociales. Y desde ese momento todo, absolutamente todo, estuvo mal hecho.
Falló el público en el Murillo Toro por aplaudir el acto violento de Montenegro y arremeter contra Cataño.
Falló el árbitro Wílmar Roldán por querer realizar el juego, aunque no había garantías de seguridad para los jugadores.
Falló el presidente del Tolima, César Camargo, al exigir que se realizara el partido y que Millonarios no podía presionar al equipo local retirándose de la cancha para buscar los tres puntos en el escritorio.
Falló Cataño —opinan muchos— por responder a la agresión de Montenegro. Yo considero que el jugador reaccionó de una manera natural ante el ataque de alguien que lo golpeó por la espalda, derribándolo como lo pudo hacer otra persona para recuperar el orden en un espectáculo público.
Por eso, yo no habría sancionado con tres fechas al jugador de Millonarios, como lo hizo la comisión disciplinaria de la Dimayor. No pretendo propiciar la violencia con mi posición, pero en esta historia no fue Cataño el agresor, fue Montenegro. Cataño fue la víctima.
Falló la prensa al darle un protagonismo innecesario a Montenegro abriéndole los micrófonos y regalándole toda la pantalla para que mostrara, con supuesto arrepentimiento, una cara que no tiene.
¿Qué pasará con Montenegro? Absolutamente nada, porque ni la justicia ordinaria, ni las autoridades locales o nacionales, ni los organismos de control en los estadios tienen los dientes para emitir un castigo severo.
Montenegro atacó a Cataño y al día siguiente estaba en su casa, porque el delito que cometió es excarcelable.
Las autoridades de Ibagué piden que ese delincuente jamás vuelva a ingresar a un estadio. Bonita solicitud, pero ¿quién ejecuta su cumplimiento? En Colombia no hay carnetización para los hinchas —iniciaron el proceso y se robaron la plata—, tampoco sistema de biometría o cámaras de seguridad o fuerzas especiales en los estadios.
Y cada que un hecho de estos sucede, todos prendemos las alarmas, pero nunca pasa nada.
Y es increíble que el fútbol sea un negocio que tanta plata produzca —donde la televisión y los equipos se lleven los pedazos más grandes de la torta—, pero ni un solo peso se invierta en la seguridad en los estadios. Y mientras tanto, hay delincuentes por ahí, como Alejandro Montenegro, disfrazados con una camiseta, a la espera de llevar violencia a un campo que solo debe ser escenario de entretenimiento. Montenegro representa todo lo que un hincha no debe ser.