La obra maestra del “Médico” Ochoa sale envuelta en pantalón de sudadera azul, camiseta y una chaqueta impermeable que le hace juego.
Los pies desnudos entre chanclas que arrastra con apatía. Las ocho de la mañana siempre serán muy pronto para un futbolista que tuvo como una de sus excentricidades más habituales vivir de pelea con el despertador.
A Willington Ortiz nunca le gustó levantarse temprano, y, a juzgar por el semblante con el que saluda, el sacrificio de abandonar la cama sigue produciéndole inocultable incomodidad. Probablemente con mayor razón ahora que ya han pasado treinta años desde que se jubiló como jugador.
De modo que, visto así, nada está en fuera de lugar.Es un día entre semana de mayo de 2019 y en el norte de Bogotá la lluvia cae como una baba suave, fría y pegajosa. Allí vive quien llegó a ser reconocido como el mejor futbolista del país, cuando la reputación de un deportista no se medía con likes y followers, sino a través de crónicas de prensa y cámaras análogas.
En un patio techado al fondo, un pliegue de la casa adaptado como “living”, los adornos principales constituyen un museo de su gloria. En una fotografía, por ejemplo, aparece abrazado con Maradona a principios de los ochenta, cuando ambos eran potros briosos; están en la mitad de una cancha, antes de que comenzara un partido, y aquel gesto del “Pelusa”, posando sonriente a su lado, muestra la talla que en su momento alcanzó Willington, quien a escala suramericana prácticamente llegó a sentarse en la misma mesa que aquel dios.
La única razón para soportar el fastidio de atender una entrevista en ese lugar y en esa mañana de plomo parece ser que el tema gravite justamente en torno al mentor que le permitió tocar el cielo. Su escultor: Gabriel Ochoa Uribe. “Yo fui la obra maestra del Médico”, dirá después de un rato, cuando la charla le haya limpiado cualquier dureza del rostro.
Willington tenía quince años cuando se cruzaron la primera vez. Era 1971. Para entonces, el muchachito, nacido en uno de los epicentros del olvido que brotan a orillas del Pacífico nariñense, ya tenía experiencia como desahuciado del fútbol: a pesar de las facilidades que exhibía eludiendo contrarios con la pelota pegada al pie, y de la fuerza acumulada en sus piernas tras años de juego sobre los areneros untados de mar en su Tumaco natal, sus condiciones habían sido rechazadas en el América de Cali y en el Deportivo Pereira, de donde lo despacharon por su baja estatura. En ambos clubes consideraron que el 1,66 al que llegaba resultaba muy poco para un jugador que iba a probarse como volante de armado. Incluso le recomendaron buscar un oficio diferente para sobrevivir.
Pero en un cuadrangular hecho para pescar talentos en los lugares más remotos de Colombia, Jaime Arroyave, el veedor de futbolistas de confianza que tuvo el médico Ochoa durante su período como entrenador de Millonarios, descubrió a “Willy” mientras seguía la pista de Eladio Vásquez, un delantero prometedor a quien había ido a fichar.
Cuando Willington aterrizó en Bogotá, el Médico diagnosticó que su talento estaba hecho para otra posición y empezó a pulir los rudimentos del fútbol que aprendió sorteando dificultades en la bajamar tumaqueña, para convertirlo en puntero derecho. Tras un año de disciplina bajo su régimen en las divisiones menores del equipo capitalino, lo hizo debutar en un partido amistoso jugado en el estadio El Campín frente al equipo brasileño Internacional de Porto Alegre, dándole una instrucción de simpleza poética: “Sáqueselos a todos, mijo…” Esa tarde de tribunas llenas, Willington hizo el gol de la victoria y despertó como estrella para el firmamento nacional.
De la mano de Ochoa, Willy levantó su primer título en 1972 y conformó una línea de ataque que fue una bomba, literalmente: BOM (Brand, Alejandro; Ortiz, Willington, y Morón, Jaime). Con Millonarios disputó las Libertadores de 1973, 1974, 1976 y 1979, lo que amplió su espectro estelar con tal magnitud, que el Barcelona y el Valencia de España quisieron contratarlo.
Pero el Deportivo Cali se les adelantó, pagando trece millones de pesos por el pase, en una transacción escandalosa para la economía nacional. Vestido de verde, comenzó a escribir su leyenda con letras más grandes cuando en 1981 convirtió el gol que clasificó a los Azucareros a la segunda fase de la Libertadores, a través de una gesta que todavía es citada entre las principales osadías a cargo de deportistas colombianos.
Ganándose un balón en la mitad del campo de River Plate, en Buenos Aires, Willington emprendió carrera buscando el arco rival, con la decisión de un hombre que corría por su vida; al abrir los brazos dejó regado al defensa, haciéndose así camino en soledad hasta la portería de Ubaldo Fillol, campeón mundial con Argentina en 1978, quien, impotente ante la gambeta del “Negro”, quedó tendido viéndolo anotar el 2-1 del triunfo: descaro monumental en un estadio hasta entonces inexpugnable para un equipo sin mayor historia en el continente.
La segunda vez que se encontró al médico Ochoa en la vida, el tumaqueño ya era un astro con lugar propio en las alturas de la idolatría. Para ese momento ya había alcanzado la Selección Colombia, como lo muestran varias de las fotos que hoy cuelgan en la pared de su casa. Su estilo, entonces, era una constante demostración de potrero, elaborada paso a paso por un pequeño pero ancho cuerpo que daba la impresión de contraerse contra el piso cada vez que corría con la pelota, protegiéndola con todos sus músculos y huesos.
Encarador, atrevido, valiente, explosivo y plástico, la fotografía junto al Maradona de la época no constituía un exceso, sino más bien una comparación justa, porque estaban hechos de una consistencia similar.
Willy también era uno de esos futbolistas capaces de echarse el equipo al hombro y resolver partidos con escapadas de heroísmo lírico, tipo “solo contra el mundo”, y salir victoriosos al otro lado de la aventura. Por eso, en 1983 los hermanos Rodríguez, dueños y señores del América, se empecinaron en sumarlo a la “selección suramericana”, que iban armando a su antojo. Sin embargo, Ochoa fue el primer obstáculo.
Al Médico lo incomodaban varias cosas: cuando se retiró de Millonarios en 1977, los jugadores le habían hecho una huelga como protesta por el rigor que impartía para concentrar al equipo, y entre los “sindicalistas” estuvo Willington.
Entrenándolo, padeció sus dificultades para levantarse temprano, y, además, ya tenía al paraguayo Juan Manuel Battaglia en su puesto. De modo que su paso al América lo leyó como un dolor de cabeza, por lo que en medio de las negociaciones se reunió un par de veces con él, planteándole exigencias más dispuestas para alejarlo que para darle la bienvenida: si se vestía de rojo, tendría que convertirse en ejemplo del grupo, ser el primero en llegar a los entrenamientos, la cabeza de la fila y moderar sus coqueteos con la noche —porque ya era conocido su gusto de bailar fuera de las canchas—.
Al final, como se sabe, el futbolista terminó aceptando las cláusulas de buen comportamiento que le exigían para convertirse en “diablo”, y Ochoa, cediendo a la tentación de dirigirlo otra vez. Juntos de la mano, y reubicado en la cancha como volante de ataque, el viejo Willy levantó cuatro títulos, disputó tres finales de Copa Libertadores y se retiró como ídolo intacto en 1988.
Sentado en una poltrona, a sus sesenta y tres años, el exjugador recuerda todo. Su casa en Bogotá, ubicada en un condominio residencial sin alardes arquitectónicos, en el barrio Entre Ríos, es lo único que le quedó después de que sus demás bienes fueran confiscados en medio de la purga que el Gobierno de los Estados Unidos extendió a todo lo que consideró relacionado con dineros provenientes del narcotráfico, a través de la Lista Clinton, que entró en vigencia a partir de 1995.
En ese proceso perdió las tiendas deportivas que llevaban su nombre, carros y bienes en Cali. Así que, por obvias razones, su actualidad no depende de la administración del pasado, sino de la paciente construcción que hace día a día, ahora como profesor de Educación Física en una universidad de la capital y como propietario de un restaurante de comida tumaqueña, El Rincón del Viejo Willy, donde la carta ofrece pescados fritos, cebiches, cazuelas y arroces salpicados de langostinos y moluscos.
Los recortes de sus días iluminados por los reflectores del fútbol también cuelgan de las paredes del negocio, un atractivo que en el lugar es tan importante como el menú. De no haberse cruzado al médico Ochoa en el camino, tal vez ninguna de esas fotos existiría. Tal vez él mismo no existiría de esa forma.
Durante la entrevista, Willington rebobina constantemente hasta llegar a pasajes que le achican los ojos, mostrando las distintas dimensiones del hombre que para él fue mucho más que su primer y último entrenador.
Casi siempre que nos lo deja ver, Ochoa está enseñándole a empezar de nuevo: de volante a puntero, de puntero a volante, de estudiante remiso a bachiller, de futbolista a exjugador. “Vivo muy agradecido con él”, dice en varias inflexiones de la charla. Al recordarlo, Willington es otro. Olvida que todavía es temprano. Que su cama todavía está tibia.
¿Cuándo fue la primera vez que el Médico lo reprendió por el sueño?
Una vez íbamos para un entrenamiento en Sopó y me quedé dormido porque había llegado tarde la noche anterior. Como él tuvo que esperarme en el carro que tenía para poder llevarme a entrenar, me sancionó poniéndome a pagar un asado para todo el equipo. Eso me sirvió de experiencia, porque en esa época pagar un asado para treinta personas, siendo yo un jugador principiante, era bastante.
Podría interpretarse que incluso en un momento como ese tuvo actitudes paternales con usted…
El Médico era como un papá, porque me enseñó muchísimas cosas. Primero, porque yo jugaba en otra posición: yo llegué como un número 10 y él me puso a jugar de puntero derecho. Fue él quien me explicó los movimientos, cómo encarar a los rivales y cómo tirar centros para los delanteros. Eso en cuanto a lo deportivo. Porque en lo personal, empezó por insistirme académicamente: yo no había terminado el bachillerato, porque cuando me vine a Bogotá me tocó suspender. Así que me lo puso como obligación para jugar, acabar el bachillerato, por lo que entré a la nocturna. Yo vivía en la sede del club, en el Minuto de Dios, y me iba hasta el centro a estudiar. Tenía permiso para llegar a las diez de la noche. A las diez pasadas comía, me acostaba, y hasta el otro día. Él me ayudó a formarme, a ver la vida de otra manera y a invertir un poco el dinero, para que cuando me retirara, contara con recursos. Me alentó a hacer una carrera universitaria.
Hablando solo de su fútbol, entonces el Médico fue quien lo moldeó…
¡Claro! Me dio los parámetros, los consejos y las formas para jugar. Si yo hubiera jugado de número 10, no hubiera trascendido tanto como lo hice jugando de puntero derecho. Además, el número 10 de Millonarios era Alejandro Brand, así que yo tenía que acomodarme a la posición.
¿Por qué le hicieron huelga en Millonarios?
Fue en el 77. Ese año, Millonarios compró una sede en la 220 y un bus. Entonces, el Médico quería que los desplazamientos que se hacían normalmente por avión se hicieran por tierra, al igual que en Europa. La otra situación fue que se construyó la sede y él quería que el equipo concentrara allí, pero la sede no tenía todas las comodidades que debía tener. Por esas dos cosas hubo ese malestar y empezó la protesta.
Y él terminó yéndose del equipo…
Sí. Tuve que haber estado a su lado y no lo hice. Yo era un jugador muy joven y me quedé del lado del grupo, antes que del suyo; él, que era mi papá futbolísticamente. Yo después le pedí disculpas. Yo tenía que haber renunciado con él y me arrepiento de no haberlo hecho.
Esas búsquedas de Ochoa muestran a un técnico pendiente de todos los detalles del juego…
Estaba pendiente de que vieran al deportista como un profesional, y no la persona que llegaba a un hotel y se llevaba la toalla. Dentro de su reglamento, uno de los puntos era que el jugador que iba a un hotel tenía que dejar la habitación tal como se la habían entregado, intacta. Nada tenía que perderse. No era posible que con las toallas limpiaran los zapatos o los guayos, porque eso era inconcebible para él.
¿Por qué siendo tan exigente, en el América dejaba fumar a Falcioni?
Era muy inteligente, sabía que Falcioni era adicto al cigarrillo, entonces buscaba hacer posible que ese vicio conviviera sin afectar a los demás. Tan inteligente como para entender que necesitaba a las dos partes funcionando bien.
¿Y con usted tenía alguna licencia?
No, no, no… Como sabía que yo dormía demasiado, en el América me puso de compañero de cuarto al “Pitillo” Valencia. En la concentración, el Pitillo se despertaba a las cinco de la mañana, a las cinco comenzaba a funcionar, y yo ya no podía dormir. Entonces, mirá la inteligencia: de esa manera empezó a acostumbrarme para que me levantara temprano.
Pero él no lo pidió para el América…
Los dirigentes me querían, pero el Médico no. Yo le había fallado anteriormente [la huelga en Millonarios]. Tuvieron que convencerlo.
¿Cuál fue la condición más complicada que le puso el Médico?
Fueron varias. Primero, porque yo estaba un poco pasado de peso. Mi obligación era jugar con un peso determinado y me lo hizo firmar.
Usted ha sido muy buen bailarín, ¿también le puso prescripción para la salsa?
No soy bailarín, a mí me gusta la música, es uno de mis hobbies, y me gusta bailar. Me siento feliz; es de los vicios que tengo. Entonces, él sabía que yo tenía ese vicio y me decía que debía saber manejarlo, saber cuándo lo tenía que hacer y dónde. Lo mismo que le decía a Falcioni.
¿Cómo fue su noche después de que en el 87 perdieran la final de la Libertadores en el último minuto frente al Peñarol?
Esa noche yo no comí. Me metí en la tina del hotel y creo que me tomé dos o tres botellas de vino. Al otro día tuvieron que ir a vestirme para salir para el aeropuerto y volver a Cali.
¿Cómo era la vida en el interior de ese equipo de estrellas?
Yo me acuerdo que Cabañas [Roberto], que había llegado del Cosmos de Nueva York, decía que tenía un CDT por un millón de dólares. ¡Imagine decir eso en medio de jugadores que no habíamos salido de Colombia! Entonces, era la gran figura y era muy difícil, chocábamos demasiado. Lo que el Médico siempre pedía y quería era que el grupo estuviera por encima del jugador, pero Cabañas era complicado. El Médico quería que fuésemos una familia, y con Cabañas se rompía el molde...