Buscarte, Diego, nunca fue una tarea para todo el mundo. Ni siquiera para vos mismo, que a veces, parecía, te escondías bajo esas ocho letras mayúsculas que conforman tu apellido para poner una cara visible frente a todo: las cámaras, los periodistas, los empresarios, la gloria.
Sé que escribirte una carta ahora mismo no parece un acto muy lúcido, y cualquier lector podría pensar de inmediato que esto es un acto absurdo. Primero, porque hace unos cuántos días decidiste simplemente desmarcarte de ese deseo que tenía mucha gente de tenerte siempre entre los mortales, pero qué se podía hacer, si lo tuyo nunca fue ser parte de ese selecto grupo de seres comunes y corrientes del que casi todos hacemos parte.
Y segundo, claro está, es que así estuvieras paseándote entre nosotros todavía, por obvias razones jamás llegarías a leer esta carta, y probablemente ninguna. Por eso, Diego, es que quizá la gente pensaba siempre en vos como en un Dios. Porque muchos, así eso ya se te hubiera vuelto una especie de paisaje, rezaban pensando en tu imagen e incluso soltaban tu nombre al aire, con esa ilusión de que por arte de magia pudieras cumplir sus plegarias.
Tal vez ahí radicó el problema. Que la vida siempre te puso en un lugar que no querías, que no imaginabas, como cuando de pequeño, en Villa Fiorito, te tocó ponerte la pesada camiseta de adulto para hacerte cargo de tus otros siete hermanos.
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Pero lo que nunca premeditaste es que, desde arriba, donde seguramente estás ahora, el Barba, como los argentinos le dicen a ese otro ser supremo al que veneran, te envió con esa famosa varita mágica con la que lograste siempre lo impensado, lo imposible. Si no es así, cómo poder explicar entonces que el jueves, frente a la Casa Rosada, donde miles de personas te dieron el último adiós, las cámaras de televisión hubieran tomado esa conmovedora imagen de un hincha de Boca Juniors y otro de River abrazados y llorando desconsolados por tu partida.
“Las gallinas no me van”, dijiste un día, para dejar claro tu amor por el Xeneize. Pero vos sí que fuiste amado hasta por ellas, porque cuando saltabas a la cancha del Monumental o de cualquier estadio luciendo con orgullo esa camiseta azul celeste y blanca, que se izaba como bandera con cada una de tus gambetas, a los fanáticos se les olvidaba esa división de colores para fundirse en un mismo tono y grito patrio, porque con vos, la palabra “gol” se representaba a sí misma como un himno universal que sonaba tan fuerte como una explosión galáctica.
Una explosión que retumbó hasta Nápoles, esa ciudad que fácilmente podría un día de estos rebautizarse con gusto para ponerse tu nombre, porque tus obras de arte sobre el césped la volvieron visible ante todo el planeta.
Sin embargo, Diego, fuiste tan grande que todos nos olvidamos de ese principio básico que te componía desde las células hasta tu cabello crespo: que en tu vida personal eras tan humano como cualquiera, tan dado a las pasiones, los odios y los amores como todos los que pisamos esta tierra.
Entonces te perdiste. Te perdiste muchas veces, en la droga, en el alcohol, en las cobijas que utilizabas para taparte en la cama en todas esas oportunidades en donde ni siquiera querías salir de tu habitación, porque el peso que te hicimos cargar puede que haya sido excesivo.
Eso hiciste en un hotel de Estados Unidos en 1994, cuando después de dar positivo por dopaje no solo te expulsaron del Mundial, sino que también te “cortaron las piernas”, como explicaste después.
Lo dijiste una vez: “Nunca quise ser un ejemplo, solo quiero que me dejen vivir mi vida”, pero nunca te escuchamos.
Después de eso empezaste a recorrer esa carrera contra la vida que ya todos conocemos: las veces que estuviste a punto de morir por los excesos, los escándalos familiares, mediáticos y de todo tipo que te tocó sortear a veces sin querer, y tener que sufrir, además, de esa prisión sin barrotes llamada fama, en donde las amistades falsas hicieron mella y te alejaron de tu familia verdadera, esa que hoy siente tu ausencia más que nadie.
Pero como ocurre casi siempre con la cabeza de los humanos, la memoria es selectiva, es como una suerte de director técnico que deja en el banco los malos recuerdos para poner en la alineación neuronal esos momentos bellos en donde la existencia pareció perfecta.
Como, por ejemplo, vos danzando con la pelota en el Mundial de México 86, cuando le mostraste a Argentina lo que era la gloria absoluta al hacerla tocar con tus manos esa gloria dorada que es la Copa del Mundo. Y ahí tenemos que detenernos un poco, porque ese Mundial fue más que un Mundial, y los goles a los ingleses fueron mucho más que gritos lanzados al viento.
Lo mejor fue ese gol con la mano de Dios, que representó la metáfora perfecta para equilibrar las cargas tras una guerra como la de las Islas Malvinas, en donde tu pueblo había perdido mucho más que un conflicto bélico frente a los ingleses.
Por eso, Eduardo Sacheri, ese escritor que ya antes te dedicó la mejor carta que te han podido escribir, aseguró que nunca te podrá juzgar, porque siente que te debe esos goles a Inglaterra, el de la mano y luego ese otro en el que eludiste a todos los rivales para enseñarle a la gente lo dulce que sabe un barrilete cósmico.
Si el tiempo hubiese tenido con nosotros la bondad de haberse paralizado por solo ese instante en el que levantaste la mirada al cielo con los cuerpos derrumbados de todos los adversarios, habríamos podido ser conscientes de que allí fuiste más Diego que nunca, mostrándole al mundo esa faceta que los años te fueron arrebatando cuando te esmeraste en ser Maradona, el famoso.
“Hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños y Diego sufrió como nadie la generosidad de su destino”, te escribió hace apenas unos días Jorge Valdano, compañero tuyo en ese título inolvidable del 86.
Pero lo que quizá no ha tenido en cuenta nadie, es que tal vez ahora, sin el ruido de las noticias y sin tener que esconderte de esas cámaras que te marcaron de manera asfixiante hasta el final, como esos volantes cinco que te persiguieron tanto tiempo mientras vos a tu manera te la rebuscabas para hacernos sonreír, vas a tener todo el tiempo del universo para encontrarte.
Ahora, Maradona solo está con Maradona, seguramente dispuesto a hacer esa búsqueda verdadera, una especie de reconversión en donde Dios, el Dios de todos nosotros, tiene a su derecha a Diego, a ese Diego ‘Pibe’ de Villa Fiorito que desde hace mucho tiempo estuvo su lado esperando tu regreso.