Minuto 28. Estadio Maracaná. Octavos de Final. Mundial de Brasil 2014. Uruguay es el rival. James, casi de espaldas al arco, hace control dirigido con el pecho, la pelota se llena de zurda y un disparo inatajable desde 23 metros entra por el ángulo derecho. Muslera se estira cuan largo es, roza ligeramente con sus dedos la pelota, que besa el horizontal y termina durmiendo en la red. GOLAZO.

La escena quedó inmortalizada en el mundo del fútbol. La majestuosidad de ese gol la patentó luego la propia Fifa, al elegirlo como el mejor del Mundial y otorgarle después el Premio Puskás como el más espectacular de la temporada. Ese gesto técnico del 10 de la Selección Colombia para dejarse servida la pelota, la decisión instantánea de rematar al arco, y la estética y potencia con que despachó el balón desde su pierna izquierda, narraron un poema de gol que tuvo un verso final con el júbilo de los 45 mil colombianos que había en el templo futbolístico de Rio de Janeiro aquella noche del 28 de junio.

Y ahí estaba yo. Llegué a la tribuna de prensa del Maracaná con aire en la camiseta, como dicen en el fútbol. Había razones. La Colombia de Pékerman, Ospina, Yepes, Armero, James y Cuadrado había clasificado con holgura en su grupo, tras lograr sendas victorias contra Grecia, Costa de Marfil y Japón.

Brasil, además, era como una Barranquilla inmensa. En todas las calles veías colombianos vestidos de amarillo, y enfrentábamos a los rivales como si estuviéramos en nuestra casa. Si días atrás habías sentido la ‘fiebre amarilla’ en Belo Horizonte, Brasilia y Cuiabá —las sedes en la fase de grupos—, lo de aquel sábado en Río de Janeiro por Octavos era una locura. Y yo también perdí la cabeza.

Cuando James recibió la pelota de pecho, un silencio cómplice recorrió las gradas del Maracaná, como si anunciara que un hecho histórico e irrepetible estaba a punto de suceder. Y podría jurar que los ojos de absolutamente todos los 90 mil aficionados que estábamos en las tribunas, la mitad de ellos uruguayos, acompañamos la jugada sin un solo parpadeo hasta que la pelota terminó embocada en el arco charrúa.

Al instante, un grito ensordecedor estalló en el mítico estadio donde jugaron Pelé, Tostado, Garrincha, Zico, Romario y Ronaldo, y traspasó los muros del escenario para expandirse por todo Rio de Janeiro.

64 años atrás, la turística ciudad brasileña había sido bañada por una inmensa ola de tragedia, cuando Uruguay, en el Mundial del 50, le arrebató a Brasil el campeonato en ese mismo escenario, lo que luego quedaría grabado en la historia como el ‘Maracanazo’. Pero aquella fría noche sabatina del 28 de junio del 2014 había dicha a mares en un solo festejo, una elocuente señal de una especie de venganza en cuerpo ajeno. Los 209 millones de brasileños que habitan en el país más grande de América fueron también colombianos por una noche.

En la tribuna de prensa tenía justamente a uno de ellos a mi lado. Un periodista veterano. De pelo blanco y barriga pronunciada. Nunca supe su nombre. No me importó. Tampoco en qué medio trabajaba.

Sin embargo, en el minuto 28, tras el gol de James, me convertí en su mejor amigo. Quizás su hermano. Al menos eso pareció expresar el abrazo eterno en que nos fundimos él y yo, como si fuéremos de la ‘torcida’ del Flamengo gritando un gol de Zico.

Cuando me desprendí de él, salí corriendo por las gradas de la tribuna como un niño pequeño después de una travesura. Subí hasta el último escalón. Bajé a mi puesto. Los gritos aturdían. Volví a abrazar a mi ‘amigo’, mi ‘hermano’.

Lloré. Me bebí de un solo impulso una cerveza que me robé de la mesa de otro colega argentino con el que también me abracé. “Mirá vos, James les rompió el orto a los uruguayos”, dijo. Sí, eso dijo. Yo seguía llorando. También reía. El cuerpo me temblaba. Enloquecí.

James tuvo la osadía de marcar un segundo gol para sentenciar el tiquete a Cuartos con un 2-0. Su sexto gol en el Mundial. Me imagino a Florentino, el mandamás del Madrid, frotándose aquella noche las manos y sacando la chequera del cajón. Me bebí una cerveza más. Dos, si soy honesto.

Recordé entonces que debía enviar la crónica a la redacción de El País para la edición digital y la dominical del impreso. La inicié, cuando la felicidad me dio permiso, con las dos mismas palabras con que he encabezado este relato: minuto 28.

Hasta ese día, el puntazo de Fredy Rincón por entre las piernas de Bodo Illgner, en el Mundial de Italia 90 a los alemanes, había sido mi mayor grito de gol. Lo vi por televisión. Tenía 19 años. Pero el gol de James, ¿qué les digo yo?, el gol de James fue ese instante de felicidad plena que Dios te regala solo una vez en la vida el día indicado y en el lugar preciso: 28 de junio del 2014. Estadio Maracaná.