El árbitro Igor Benevenuto empezó a patear balones para evitar bromas homofóbicas de sus compañeros de barrio. Aunque odiaba el fútbol y era un jugador nefasto, encontró en el silbato una pasión y el "camuflaje" perfecto para esconder su homosexualidad. Hasta ahora, que decidió hablar.
Hace un mes el árbitro FIFA brasileño, de 41 años, reveló públicamente que es gay. Lo hizo en el podcast "Nos Armários dos Vestiários", para liberarse de una pesada "carga emocional", servir de ejemplo y dar una lección al deporte más popular.
"Quiero mostrar que el fútbol también es un espacio de socialización y que cualquier persona, independientemente de su color, orientación sexual o cualquier otra situación, puede convivir en este espacio. Es su derecho, se tiene que respetar", dice a la AFP desde su natal Belo Horizonte (sureste).
La confesión de Benevenuto es una rareza en la historia del balompié: pocos referís han 'salido del clóset', entre ellos el brasileño Jorge José Emiliano dos Santos "Margarida" (1988), el español Jesús Tomillero (2015) y el noruego Tom Harald Hagen (2020).
Pregunta: ¿Cómo cambió su vida tras su revelación?
Respuesta: "Es más tranquila, mejor, porque cargaba una carga emocional muy grande por tener que vivir escondiéndome de los demás, escondiendo mi atracción por los hombres. Hoy vivo abiertamente, en paz con relación al fútbol. Hasta ahora no he tenido ningún problema, todo el mundo me está apoyando".
P: ¿Por qué tan pocos árbitros y jugadores revelan su homosexualidad?
R: "El fútbol, especialmente en Brasil, es un ámbito con prejuicios. (Los homosexuales) tienen miedo de tener problemas con los hinchas, a agresiones físicas, verbales. Miedo de no poder trabajar porque hay dirigentes con muchos prejuicios que no los van a contratar. Viven ese dilema, por eso temen asumirse".
Del odio al querer
Benevenuto conoció esos temores desde temprano. Los niños que no jugaban al fútbol eran llamados "maricones". Por esa hostilidad con los gais odiaba el balompié. Además, era "muy malo con la pelota", pero era consciente de su importancia para socializar.
En 1994, Brasil disputaba el Mundial de Estados Unidos y el futuro juez, entonces de 13 años, se encantó con los coloridos uniformes de los árbitros, hasta entonces habituados a vestirse de negro. Colgó los botines y empezó a arbitrar los cotejos de sus compañeros de barrio. La pasión de multitudes empezó a seducirlo.
En 2009 se estrenó como profesional pitando en el campeonato estatal de Minas Gerais. Desde entonces ha dirigido también, especialmente el VAR, en el Brasileirao y la Copa do Brasil. El año pasado recibió la escarapela FIFA.
P: ¿Por qué se volvió árbitro?
R: "Fue una manera de conseguir involucrarme en el fútbol para camuflarme, para crear un personaje que escondiera mi sexualidad. ¿Qué me dio el arbitraje? Autoridad, fuerza, ser quien manda, el que dicta las reglas. Eso demostraba una masculinidad muy grande a pesar de ser una labor secundaria en el fútbol".
P: ¿Ahora ama ese deporte?
R: "Aprendí a querer el fútbol, no lo amo, porque creo que amar es para el hincha que hace locuras para ver un partido. Pero sin fútbol, no podría pitar".
Alto precio
Los cánticos homofóbicos en las gradas y las agresiones diarias a personas LGTBI en Brasil han hecho mella en Benevenuto, en cuya barba asoman canas. El juez, que ejerció de enfermero durante el parón del fútbol causado por la pandemia, afirma que a veces teme morir en esa "guerra de intolerancia".
Se consuela por no haber sido atacado nunca por jugadores o técnicos -las faltas de respeto, asegura, vienen de directivos o hinchas- y por contar con una "red de apoyo" de amigos y familiares. Y por la valentía de las mujeres.
P: En el fútbol femenino la homosexualidad no es tabú. ¿Ve a las mujeres como ejemplo?
R: "Me parece muy importante su postura, especialmente la de la selección brasileña femenina ahora (en la Copa América), posteando fotos con la bandera (arcoíris), defendiendo la causa. Es un paso muy grande para combatir el prejuicio ya que los hombres aún tienen un prejuicio mayor".
P: Ha dicho que pagó un precio alto por vivir "disfrazado". ¿Cuál fue ese precio?
R: "No haber vivido plenamente feliz, no tener ningún tipo de relación, ser una persona aislada, no hacer muchos amigos. Tener miedo a que los demás pudieran preguntarme de más sobre mi vida personal. Imagínese un hombre de 40 años, soltero, sin hijos... Tuve depresión, acompañamiento psicológico, porque creía que algo estaba mal conmigo. Nunca fui una persona completa".