Todos, absolutamente todos, somos responsables. Unos más que otros, sí, pero nadie –me refiero a los que vemos y vivimos del fútbol— escapa de la responsabilidad de esta vergüenza que ha manchado la final de la Copa Libertadores entre River Plate y Boca Juniors.

Y no podemos hacernos los inocentes los medios de comunicación. Porque desde siempre hemos hecho un eco exacerbado y absurdo de lo que significa el fútbol. Lo hemos puesto a la par de la vida y la muerte, cuando no es más, y no puede ser más, que un juego. Y no le resto las pasiones que despierta, porque son naturales y adheridas al corazón de quienes disfrutamos de este deporte, pero su máximo grado de expresión debe ser una fiesta, no una guerra.

´La final del mundo´. Así comenzó a llamar la prensa argentina al duelo entre River y Boca apenas se supo que los dos históricos de Suramérica serían los finalistas de la Libertadores. Y la frase, créanlo, no es insulsa ni mucho menos una simple metáfora. Es una muestra más de la dimensión desmesurada que le atribuimos todos al fútbol. Y después, cuando la violencia estalla, hacemos un llamado a la calma. Qué cosa más contradictoria. Por eso, ninguna frase más sensata que la del técnico Gallardo el sábado en vivo con la cadena FOX, luego de aplazarse la final por las agresiones contra los jugadores de Boca: “Señores, es la final de la Libertadores, no la final del mundo”.

Que se entienda. No estoy señalando a la prensa como la gran responsable de lo que ha pasado. Solo doy un ejemplo de cómo nosotros mismos, los periodistas, los que supuestamente tenemos la formación necesaria para ayudar a construir una sociedad, también perdemos la cabeza. Y a través del papel, un micrófono o una cámara, y no propiamente con esa intención, azuzamos a los violentos que se disfrazan de hinchas en el fútbol, que son, sin duda, los grandes culpables de esta vergüenza ‘Monumental’.

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Los delincuentes que agredieron a los jugadores de Boca son exactamente eso. Delincuentes, jamás hinchas. Y su comportamiento censurable desnudó una serie de acontecimientos que nos recordaron que de este lado del planeta estamos lejos, muy lejos, del primer mundo.

Imagínense, en una ciudad como Buenos Aires, sede de la cumbre del G-20, con la presencia de los principales mandatarios del orbe, las autoridades no fueron capaces de garantizar el ingreso del bus de Boca al estadio Monumental de Núñez. La Policía utilizó gases lacrimógenos que afectaron a los jugadores ‘xeneizes’. Dos futbolistas terminaron en la clínica. 65.000 hinchas de River estuvieron siete horas en las gradas del escenario esperando a que la Conmebol tomara una decisión que debió adoptar desde el mismo instante de los hechos. Y en las afueras del escenario, cientos de fanáticos, con boleta en mano, libraban una batalla campal con los policías para ingresar a un estadio ya lleno, mientras un video casero mostraba en las redes sociales a una madre camuflando en la cintura de su pequeña hija varias bengalas para burlar las autoridades. Y no con menos trascendencia se ‘viralizaba’ que las casas de líderes de las barras bravas de River fueron allanadas y encontraron siete millones de pesos argentinos y 400 entradas. Si alguien pudo imaginarse un escenario peor para la final de la Libertadores, seguro que no atinó.

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El partido de la vuelta, hay que admitirlo, no debe jugarse. La Conmebol debió declarar desierto el campeón de esta edición de la Libertadores –la última con doble confrontación y en canchas de los protagonistas— y entregar un mensaje claro de que primero está la vida de un ser humano que un trofeo. Y que el cáncer de los violentos solo se extirpa con medidas drásticas.

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Argentina, la Conmebol, River Plate y Boca Juniors tuvieron la oportunidad más linda que jamás haya habido para demostrarle al mundo entero que en Suramérica somos capaces de jugar una final de la Libertadores de estas magnitudes con total tranquilidad. Pero no fue así. Y esta final pasará a la historia por todos los hechos ajenos a la cancha más que por el brillo del campeón. Ganó la vergüenza, perdió el fútbol.