Imagínese este marco: Clásico 254. Domingo, 3:30 de la tarde, 20 mil personas en el viejo Pascual Guerrero. Tribuna sur enrojecida; tribuna norte abarrotada de verde y blanco. Un derby anterior reñido hasta el 2-2 y una previa sazonada con el condimento de las declaraciones en contra de un lado y otro. Nada se desea tanto como un partido así, como un clásico así.

Era la fecha 9 de la Copa Mustang de 2007. América y Deportivo Cali se medían en un juego que se vivía desde 15 días antes, cuando en la jornada 7 habían empatado tras un duelo parejo y que le hizo picar la lengua al entonces delantero verdiblanco Armando Carrillo y el técnico escarlata Roberto Cabañas (Qepd).

“Me acuerdo que con ‘Caracho’ (Álvaro Domínguez) y otros jugadores declaramos que habíamos sido superiores, que ellos estaban en otro juego y que nosotros habíamos caído en ese juego”, rememora ‘La perra’, como se le conocía a Carrillo en el fútbol.

En respuesta, Cabañas se defendió insinuando que los azucareros eran “muy delicados” y que, en especial Carrillo, era un simulador de faltas.

“Eso nos dolió y nos creó una espina que tuvimos que esperar 15 días para sacárnosla”, recordó el valduparense ahora de 35 años de edad.

Para ‘La perra’ la situación superaba el tema profesional y tocaba el intratable honor del hincha que había surgido desde sus inicios en el fútbol, precisamente en la cantera del Cali. “De ese amor al equipo partía todo (...) Estábamos tocados en lo profesional y personal”, aseguró.

‘Picados’ por el ambiente, fanáticos jóvenes en esa época, Carrillo, junto a ‘Caracho’, Jair ‘Chigüiro’ Benítez, Alex Viveros, Jhonny Vásquez, Daniel Briceño, Jaider Palacios, Paolo Frangipane, entre otros, acordaron festejar un gol en el próximo clásico delante de la banca roja. La forma elegida: las manos en el rostro simulando el llanto.

En ese 2007, cada que el Cali marcaba, una moto imaginaría era encendida por Carrillo, Caracho, ‘Chigüiro’ y Palacios; a veces, Viveros se sumaba al particular festejo.

Pero todo estaba planeado para ser distinto en ese clásico 254. El cuadro de Omar Labruna salió a arrollar al de Cabañas, que apenas si podía contener a una ofensiva azucarera dispuesta a no dejar pasar por alto la oportunidad. De nuevo cortado, con faltas en ambos lados, expulsados y un ambiente de contienda latente, el juego terminó 0-0 en la primera etapa. Lo bueno se guardó para el segundo tiempo.

Sobre el minuto 56, en un pase casi englobado de ‘Caracho’, Sergio Herrera marcó para los visitantes. El festejo fue aireado, apasionado, pero no en frente de Cabañas. Primero, porque el Cali ya atacaba hacia el arco norte y segundo, según Carrillo, porque el pasado rojo del ‘9’ lo mantenía prudente y alejado de los planes de sus compañeros.

Se acababa el tiempo, los verdiblancos bajaban el ritmo y parecía que la oportunidad de desquitarse terminaba. Y no había otra, porque en los clásicos es así: aunque la rivalidad aumenta con el paso de los juegos, el contexto de cada uno le imprime su propia historia. Y en este era esa de las declaraciones, del 2-2 anterior, de Carrillo queriendo marcar para ganar y no para empatar, de ya dos expulsados, de estar de visitantes, de dejarse llevar por el amor al equipo, aunque en la cancha tengas que comportarte como profesional…

Hasta que llegó el pase justo de Herrera, al minuto 84, esta vez con papeles invertidos en la delantera azucarera. “Él recibe un balón afuera del área -narra Armando-, amaga que va a patear al arco, pero engancha. Entra al área y tira un centro a media altura. Yo me voy bajando un poco de la jugada y luego tengo que devolverme a hacerlo casi de media volea

con pierna izquierda frente al arco”. Gol, el segundo, el que liquidaba, la oportunidad de destapar lo planeado, la lejanía del arco norte.

En un segundo, mientras el balón dormía en la malla, Carrillo corrió hacía oriental, se devolvió, miró hacia el banco ubicado en sur, devolvió la mirada y se puso la mano en la boca, silenciando al rival, a Cabañas, al estadio.

Y entonces apareció, escarlata y brillante, un poco ondeado por la tarde de ese 1 de abril, sobre un tubo blanco, el banderín del tiro de esquina. Con un metro y medio de altura, cumpliendo su función de ser el que define el córner o el saque de banda, la banderola había sido pateado en la euforia del festejo, usado como arma en medio de una gresca y hasta derrumbado en medio de un abrazo incontrolable entre varios jugadores; pero nunca en la historia del fútbol, mordido.

“Fue espontáneo”, confiesa Carrillo sobre esa cabalgata hasta el poste con tela roja de la esquina de noroccidental. “Ya no podíamos hacer el festejo que habíamos pensado, era imposible correr hasta sur”, agrega. Así que se dejó llevar por ese punto rojo, corrió, lo mordió, se quedó ahí, mientras atrás llegaban sus compañeros a abrazarlo.

El gol liquidaba el encuentro y le daba la revancha a ‘La perra’. De la emoción no se acuerda ni del sabor, ni del tiempo que lo mordió. Las preguntas de lo salubre y oportuno que fue solo llegan ahora, 13 años después, y tienen la misma respuesta: “no me arrepiento”.

Pasado el partido, Carrillo tuvo que salir a explicar su festejo, porque la hinchada roja terminó ofendida. Tanto, que algunos llamaban a los programas de radio a los que iba invitado y lo amenazaban. “Una vez una señora me dijo que si me veía, me iba a cachetear”, recordó.

Su disculpa llegó en plena Pasión de Cristo y la llamaron ‘la semana de reflexión de Carrillo’. Argumentó que no sabía que el banderín era rojo y que fue cuestión de la euforia.

Una década después reconoce que sí sabía del color de esa bandera, que si hubiera sido el gol en sur, “ni loco lo hago” y que de lo único que se arrepiente es “de no haber ido a festejar con la gente en norte, haberme montado en la malla o algo así”.

La foto de ese instante se ha convertido en un emblema del clásico vallecuacano, sobre todo para los hinchas verdiblancos, que cada que se repite el derby la sacan a relucir. Es como uno de esos ‘trapitos al sol’ que cuando sale sigue ardiendo.

Eso entusiasma a Armando, ahora técnico en las inferiores del Valledupar. Recuerda a ese gol como el más especial de los cinco que le marcó al América. Recuerda ese triunfo, porque sigue siendo tan hincha como en 2007. Recuerda que fue en medio de un buen campeonato de ese equipo de Labruna, que se esfumó en el último juego ante Santa Fe, en los cuadrangulares finales, y en el que no pudo estar porque una lesión de rodilla lo apartó. Recuerda el banderín y la foto, se ríe y concluye que valió la pena, porque “mi gente lo ha disfrutado y eso me regaló más cariño de ellos que el que en ese momento tenía”.