Llevaba una falda escocesa. Y todas las cosas importantes en dos cajas de cartón: la ropa, la partida de bautizo, y una medallita en forma de hoja de trébol. Con ese equipaje salió de la casa de sus padres adoptivos, huyendo de la vida que hasta el momento le había tocado, invivible según la recuerda en una sucesión de maltratos y abusos. El día de la fuga –porque eso fue- los vecinos le regalaron plata para el viaje en billetes de a peso. Eran largos y morados, dice, como si describiera peces que se escurrieron de sus manos. Los vecinos también le habían ayudado a encontrar un lugar al otro lado de Cali para que volviera a empezar. Así se montó a un bus que la dejó en el barrio La Selva, donde el mundo le comenzó a girar otra vez. Nancy tenía entonces 14 años.

Al principio la libertad se le presentó en fragmentos de los que supo mientras hacía oficio en casas de familia. Luego vendiendo telas. Trabajó en el centro, en Almacenes Malka. Después se puso a estudiar y pasados varios intentos y sacrificios que no alcanzan el resumen, terminó el bachillerato. A los 20 tuvo su primer hijo y poco más tarde cumplió el sueño que alimentó desde que salió corriendo: encontrar a su mamá biológica. Tenía 21 cuando entró al Santuario de Fátima con la sensación de que alguna curva de su niñez había transitado por ahí; le contó la historia a una monjita que se topó en la capilla y prácticamente con ese pálpito empezó a preguntar a los vecinos del barrio Granada. La otra pista era un nombre en la partida de bautizo: Nhora de Guiñar, su madrina.

Yendo de puerta en puerta apareció un conocido, luego un número telefónico y mucho más allá, la madrina. Vivía en Santa Mónica. “Tienes la misma cara de tu padre…”, le dijo con nostalgia mirándola a los ojos. Esa vez la señora le contó todo lo que supo y le dijo que sí, que podía ayudarle. El encuentro ocurrió a los días. Fue en el cementerio de Siloé y asistieron los dos, papá y mamá: él, un hombre apesadumbrado por el alcohol; ella, dedicada a recoger reciclaje, taciturna y apagada. Nancy llegó con su hijo en brazos. Lloraron. Lloraron mucho. Pero las lágrimas no siempre recomponen lazos familiares, y el encuentro realmente no se extendió mucho más de ahí y otras contadas ocasiones. Nancy supo que tenía otra hermana. Y un hermano al que mataron.

Hoy Nancy tiene 57 años y recordando al teléfono, cree que en el origen más íntimo de su biografía está la explicación del resto del camino que eligió para ella. Porque buena parte de su renacimiento ha girado alrededor de una vocación visceral para trabajar con la tercera edad, y abuelos que en muchas ocasiones y casas terminan arrinconados como muebles en desuso, desechables y prescindibles. “Yo he querido que lo que hago sirva para los demás”, dice. Estudió enfermería y primeros auxilios en el Sena, tomó diplomados de gerontología con la Cruz Roja, y con un empirismo muy dedicado se especializó en gimnasia acuática, desarrollando un programa personal de acompañamiento que pudo aplicar como monitora deportiva del Municipio.

El año pasado llegó a tener 24 grupos que atendía en piscinas de unidades recreativas de seis comunas. Pero la mayoría estaba concentrada en Calimío-Desepaz. Los miércoles, cuenta, entre las cuatro y las ocho de la noche, podían pasar cuarenta o cincuenta abuelos por la piscina. A veces la terapia se basaba en música y pasos de baile. Suspendidos en la levedad azul del agua, se volvían a sentir livianos, sin dolores ni carencias, etéreos, flotando. La imagen es un recuerdo sonriente.

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Con las piscinas cerradas por la pandemia, Nancy continúa en su empeño por salvar vidas, aunque sea fuera del agua. Ella es así, una de esas personas que no saben resignarse. Ha sido igual desde niña. De modo que se conectó con el comedor comunitario del barrio Compartir, donde vive al nororiente de Cali, y desde hace varias semanas ocupa su tiempo ayudando a gestionar, preparar, servir, o lo que se necesite en el momento de multiplicar los platos. Es decir todos los días. “Si no funcionara el comedor podría ser muy difícil para muchas personas: acá cerca está Potrero-grande, está cerca el Jarillón… Hay gente que llega a pedir cinco almuerzos para llevar porque en la casa tiene cinco niños todos los días…”, cuenta al teléfono. Conversación con una mujer que no aprendió a rendirse.

¿Cómo funciona el comedor?

Con manos que ayudan. Yo trabajé hace tiempo con el programa de los comedores comunitarios, trabajé y adquirí el conocimiento. Ahora más o menos hace mes y medio me llamaron porque a raíz de todo esto iban a reactivar el comedor; y yo empecé a ir al ver la necesidad, al ver a la gente llegando con mucha necesidad, con mucha hambre. Hay una cuota mínima que son mil pesos. Eso vale el almuerzo.

¿Y hay otras formas de financiarlo?

Hay bonos de $4000 que se ofrecen a la gente del comercio, sobre todo a los graneros. Son bonos para que quien los compre invite a almorzar alguien más; en este momento por acá hay mucha gente, muchos habitantes de la calle que se benefician de esta intención… Ahora tenemos muchas ideas y muchas ganas de que todo esto siga. Acá lo que necesitamos son manos que ayuden.

¿Qué tantos trapos rojos se ven en las ventanas de Compartir y de la zona en general?

Hay una familia aquí que cuando ha funcionado el comedor, se lleva quince almuerzos diarios. En muchas partes hemos visto el trapo rojo en la ventana. En la esquina de mi casa, por ejemplo, está el caso de un muchacho que trabaja arreglando motos, que vive con sus dos niños y con su mujer… Junto a otras personas por aquí nos hemos dedicado a ayudar de la mejor forma que hemos podido, en algunas ocasiones identificando las familias con mayores necesidades, como casos con niños o abuelos, para entregarles algunos mercados que se han podido recolectar con vecinos. En esta zona hay muchos ancianos en situación de maltrato, en situación de abandono.

¿Qué tanta solidaridad la apoya en su intención?

Me colabora un grupo de la promoción del 87 de la Universidad del Valle, un grupo de mujeres, amigas, compañeras, ellas me están apoyando económicamente. Son tres o cuatro personas pero su respaldo ha sido fundamental. En algún momento el comedor estuvo parado y yo me ofrecí para poner a andar el servicio desde mi casa, y ellas me estaban ayudando con todo. Por fortuna y comodidad de todos, el comedor se reactivó en el kiosko comunitario.

Si mirara su vida como un libro, ¿Cuál sería la pagina donde cambia la historia?

Cuando Nancy Borrero empezó reconocerse como un ser humano que no quería que lo maltrataran más, que lo golpearan más. Es a partir de ahí que yo empiezo a preocuparme porque a los demás no les falte el acompañamiento. A través de lo que me ha tocado pasar, entendí que uno viene a la vida servir. Yo fui víctima de un cáncer de garganta, me tuvieron que extraer la glándula tiroidea y aquí sigo. ¿Cómo no voy a estar agradecida con la vida?

¿Cuál ha sido su secreto para vivir libre de los yugos que hoy podría estar arrastrando?

La vida es un aprendizaje, aprender para ayudar y mejorar. La vida es el agradecimiento de tener un nuevo día. Hay que creer que siempre habrá un mañana. Y si un día uno se levanta y todo ha dado vueltas, hay que pellizcarse para empezar a crear la realidad que uno necesita. Pero no nos podemos quedar detenidos. Lo que hace falta para vivir mejor es actitud para levantarse y hacer que de cualquier cosa pequeña puedan surgir grandes cosas.

¿Pudo encontrar a alguien más de su familia de sangre?

Nancy Cumbal, una tía muy linda que vive en Santander de Quilichao. Ella era la hermana de mi papá. Yo con mi papá tuve pocos encuentros porque le gustaba mucho el trago, los encuentros siempre fueron de llanto y eso me martirizó. Por mi tía supe todo lo que yo rodé de niña, pero lo más lindo es que ella siempre me decía que le pedía a la Virgen de Fátima volverme a ver alguna vez. Mi papá ya falleció.

¿Y a su mamá, la volvió a ver?

Mi tía dice que mi mamá era de procedencia gitana. Ella en este momento está en Siloé: permanece recogiendo sus cartones, no le gusta compartir con nadie, con nadie. Es muy cuzumbo-sólo, muy ermitaño, le gusta estar sola. A veces no la veo por uno, dos, tres años, y luego vuelve a dejarse ver. Las últimas veces que he subido a buscarla no la encontré, los vecinos dicen a veces sale y llega, y a veces no.

¿Qué es el odio?

Algo que no se queda para siempre con nadie.

¿Y la vida?

Mi vida es una novela. A veces yo veo la televisión y me identifico…