El cabello es una pequeña selva marrón que corona sus ojos, del color de la miel, podría decirse, dueños de una especie de iluminación pertinaz, invencible. O quizá la dueña de esa suerte de luz es toda ella: delgada, menuda, incluso demasiado menuda para sus 14 años; dientes perfectos, ademanes sencillos y a la vez rotundos, incluso demasiado rotundos para sus 14 años.

Al azar toma uno de los volúmenes de los más de 500 que tiene la sala de lectura El Rincón de Mateo, en el Museo Rayo de Roldanillo. Es 'El coronel no tiene quien le escriba'. Me dice que ya lo ha leído, que ha leído casi todos los libros que hay en el lugar. Luego toma una edición de 'Alicia en el país de las maravillas' y, de pie, lo recorre lentamente.
Se queda allí, releyendo. Es no más que la imagen de una muchachita provinciana que se sumerge en un volumen de Lewis Carrol por algunas horas, una tarde cualquiera. Una imagen cualquiera, podría decirse. Y sin embargo: ¿cuántos caminos para desembocar en ese cuadro?
¿Cuántos azares esquivados, vencidos, tolerados, para ser la protagonista anónima de un imagen anodina, corriente, cualquiera?

Así que suelta el libro, se sienta a mi lado y me cuenta. El año pasado fue elegida por la organización internacional Lit World, que lucha contra el analfabetismo en todo el mundo y tiene programas en países como Afganistán, Uganda, India, Perú, Kenia, y otros 21 países, para visitar New York. Lit World la escogió porque considera su vida – la historia de sus 14 años - como el perfecto ejemplo de cómo un libro puede cambiar un destino y a ella como el perfecto ejemplo de cómo una niña puede cambiar su mundo. Este año, además, fue la imagen de la cumbre anual que Lit World realiza en New York con niñas que luchan por cambiar, a través de los libros, las realidades de países pobres.

¿Cuántos caminos para llegar a una imagen?

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Hubo un tiempo en que el mundo era un poco más oscuro. Todo debió ocurrir, quizá, en 2012, cuando Paula tenía 9 años y su madre decidió irse de la casa y ella, Paula Ximena, se quedó junto a su padre y a sus dos hermanos viviendo en el pequeño apartamento del barrio El Rey, en las márgenes de Roldanillo. Paula Ximena lo cuenta así, sin más, sin elementos dramáticos, aunque luego diga que aquella ausencia le pesa todos los días, todas las noches. Siempre.

No puede ser de otro modo. Aquello cambió plenamente su vida, la de su padre Jaime y la de sus hermanos, Hunrry, que entonces tenía 11 y María del Mar, que tenía 7. Don Jaime solía salir a comprar y vender chatarra en una carreta tirada por un caballo para llevar la comida de cada uno de ellos, mientras la madre se quedaba en casa cuidando de que hicieran las tareas del colegio, de que terminaran la sopa, de que no pasaran demasiado tiempo en la calle, de que no se pelearan, en fin, de esos hábitos minúsculos que componen la historia de una familia.
Pero con la partida de su madre aquello se rompió.

Ahora ellos no podían quedarse solos en casa y, para esos días, también, la venta de chatarra dejó de ser suficiente. Entonces su papá decidió empezar a vender carbón y decidió que ellos, las niñas de 9 y 7 años y el niño de 11, tenían que acompañarlo. O acaso no fue una decisión, sino más bien un efecto, una necesidad, la única puerta abierta. Fueron los días en que a la salida del colegio se montaban en la carreta para ascender durante 40 minutos por una de las montañas que rodea a Roldanillo, hasta el lugar en el cual se quemaba la madera y regresar al pueblo, los rostros y la piel ennegrecida de humo, con el carbón que vendían de casa en casa, de tienda en tienda, por encargos.

“Sí. Eso nos íbamos en la carreta todos con mi papá, porque a él no le gustaba dejarnos solos en la casa. Pero nosotros nos divertíamos, volvíamos negros de quemar carbón, pero la verdad es que no la pasábamos mal”, dice Paula Ximena, y ríe con esa luz que se desprende de toda ella. Y entonces recuerda ese día, uno de tantos, en que llovió y el carbón se arruinó e incluso su padre estuvo a punto de perder el caballo.

Mientras bajaban de quemar la madera el aguacero se dejó venir, así que rápidamente desenvolvieron el plástico y taparon el carbón y ellos se metieron entre la madera negra para evitar la lluvia. Más adelante, ya cerca al pueblo, cuando creían que habían llegado sin problema, unos policías los interceptaron y le preguntaron a su padre sobre lo qué tenía en la carreta. “Carbón, señor agente”, dijo.

Luego le preguntaron por los niños y él respondió que eran sus hijos, que trabajaban con él. Al final les ordenaron que quitaran el plástico, pero el padre tomó valor y les dijo que entonces se echaría a perder el carboncito, que ya estaba vendido, pero el policía no cedió y los obligó a destaparlo y ver cómo la lluvia arruinaba su trabajo de toda la tarde. Luego uno de los agentes le preguntó por el caballo.

“Señor, yo lo compré con unos ahorritos que hice trabajando en una finca” pero el policía dijo, insistió, que era un caballo robado. Entonces ella, Paula Ximena, pudo ver en los ojos de su padre la tristeza y el miedo a perder la bestia gracias a la cual vivían. Al final pudieron convencerlo de que el animal era legal pero ya el carbón no servía para nada. Para nada, porque ya la lluvia lo había echado a perder. “Sí, yo me acuerdo mucho de eso”, dice y ríe y la luz aparece de nuevo, invencible, como si nada pudiera opacarla, ni siquiera el humo negro de la madera, ni siquiera unos policías que insisten, insensibles, bajo la lluvia.

Luego, su padre empezaría a trabajar vendiendo boletas de rifas en el pueblo, o recogiendo frutas en las cosechas de las fincas cercanas, o cortando el pasto, o sembrando lo que fuera.
Luego, entonces, vendrían los libros.

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Paula Ximena va todos, todos los días, a la sala de lectura del Museo Rayo. No puede hacer otra cosa, no quiere hacer otra cosa: de un tiempo para acá los libros se le convirtieron en una urgencia de su ser. Un día de 2014, mientras caminaba por la calle en que está la sala, decidió entrar. Vio los libros, tomó uno y empezó.

Era 'Alicia en el país de las maravillas'. Desde entonces no ha parado.
Insiste en que los ha leído todos, o bueno, casi todos. Encuentro una edición de ‘Viaje al centro de la tierra’ y me dice que sí, que lo conoce y que le pareció un libro lo más de irreal y lo más de entretenido.

Le pregunto por García Márquez y me dice que ha leído 'El coronel no tiene quien le escriba' y 'La mala hora' y que planea empezar 'Cien años de soledad', cuando termine de leer una enciclopedia de astronomía en la que lleva sumergida un par de días.

Cuando le pregunto sobre la razón por la cual le gusta tanto leer, la veo titubear un poco y me percato de la inutilidad de mi pregunta: son asuntos que no tienen explicación, asuntos de la misma naturaleza del amor: existen sin razones, porque sí, apasionamientos que no se sacian.
Paula Ximena, en cierto sentido, es un logro de la sala de lectura.

Cuando El Rincón de Mateo, como se llama la sala, se abrió al público, se hizo con esa intención: el romanticismo de intentar que un grupo de niños se sentara a recorrer el universo inacabable de los libros cada tarde, cada mañana, todos los días. Ese intento romántico hoy, según explica Johana Gómez, su directora, tiene 15 clubes de lectura que agrupan a más de 200 niños en Roldanillo, además de otras decenas en Ricaurte y El Dovio.

“La sala tiene toda la filosofía del Museo Rayo. Antes de que se abriera el Museo, Omar Rayo ya había inaugurado el concurso de pintura y dibujo para niños, porque él sabía que la apuesta había que hacerla sobre ellos, sobre las nuevas generaciones. La sala se abrió pensando en que el Museo debe ser un centro cultural en el que todos los niños de Roldanillo tengan acceso a todas las artes”, explica Juan José Madrid, secretario general del Museo.

En 2014, cuando se inauguró, el Rincón de Mateo empezó a desarrollar proyectos de lectura y escritura con niños del pueblo. Hoy, tres años después, la sala está llevando un cabo una iniciativa que se propone llevar libros hasta todas las veredas de Roldanillo. Se trata del proyecto Rayo Viajero, en el que participan 11 promotores de lectura que, cargados con maletas especiales en las cuales llevan libros, instrumentos musicales, juegos de mesa, y otras tantas cosas, llegan hasta algunas de las veredas más remotas del pueblo.

Paula Ríos, cantautora y asesora del proyecto Rayo Viajero, cuenta que en las veredas a las que han ido hay escuelas en las cuales una sola profesora le dicta clases a todos los niños que cursan desde primero hasta quinto en un mismo salón. “Por supuesto, no tienen biblioteca, así que para ellos, la llegada de nosotros con nuestras maletas cargadas de libros se ha convertido en su única posibilidad de conocer una”. Paula explica que las maletas no son exactamente maletas.

De hecho, son más bien morrales que los once promotores de lectura del Museo cargan en sus espaldas y que pueden abrirse para quedar como unas especies de estanterías portátiles de libros. “Llegar a estas pequeñas veredas con nuestros libros, con instrumentos musicales, algunas veces con las caras pintadas, se convierte en un carnaval para los niños. Eso es parte de la belleza de este proyecto”, dice.

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Entre 2014 y 2016 Paula Ximena no dejó de asistir un solo día, entre lunes y viernes, y uno que otro sábado y uno que otro domingo, a El rincón de Mateo. Pronto se convirtió en una líder de uno de los grupos de lectura y en una de las lectoras más voraces. Pronto, también, su padre comprendió que no era necesario llevarla al trabajo pues ella consumía sus tardes entre libros, junto a su hermana. Esa fue la razón por la cual Lit World la escogió para asistir a la primera cumbre de niñas lectoras en New York, llamada ‘Herstory’, que buscaba mostrar las historias remotas de niñas que, como ella, cambiaron el curso de su vida gracias a los libros.

El día que viajó de Roldanillo a Palmira a sacar su pasaporte le confesó a Juan José, el secretario del Museo, que aquel había sido el viaje más largo de su vida. Así que descubrir la nieve, tomar un ferry, ver el mar, tomar un avión, oír varios idiomas reunidos en una misa sala, fueron cosas que, lo vuelve a decir mientras ríe, nunca se habían pasado por su cabeza siquiera como una posibilidad.

Su casa es un pequeño apartamento en el cual hay tres camas - una para su padre, otra para el hermano mayor y la tercera para ella y su hermana, situado en las márgenes del río El Rey, que le da nombre al barrio. Hace algunos años, aquel barrio era no más que una invasión de casas de plástico y guaduas y tejas rotas que se anegaba de agua cada mayo, con el aumento de la lluvia.

Hoy las casas son de cemento y ladrillos y techos de eternit, aunque -y Paula Ximena lo vuelve a decir con esa risa que parece ser el gesto natural de cada una de sus palabras- lo de las inundaciones sigue igual.
“Ojalá este mayo no se ponga muy duro”, dice mientras yo pienso en los titulares de noticias que cuentan que el invierno apenas comienza.

- ¿Qué piensa tu papá de que te guste tanto leer?
- Él dice que eso es muy bueno. Que ojalá él pudiera volver a nacer para estudiar y leer así como yo lo hago.
- ¿Y qué quieres estudiar cuando termines el colegio?
- Quiero ser astrónoma.
- Es una carrera difícil - le digo.
- Sí, mucho, pero yo sé que lo voy a lograr – responde, natural, como si hablara no de un deseo, sino de una convicción. Y es imposible, luego de oír algunos fragmentos de su historia, no creerle.
El suyo es un destino erigido contra todas la probabilidades.