Con autorización de Penguin Random House.

Hace unos días se publicó Esperanza, la autobiografía del Papa Francisco, un libro que marca un hito en la historia de la Iglesia al ser la primera escrita por un pontífice en ejercicio. En sus páginas, Francisco ofrece un relato profundamente personal, lleno de revelaciones y anécdotas que exploran su vida desde sus raíces familiares hasta los momentos más significativos de su papado.

“El libro de mi vida es el relato de un camino de esperanza que no puedo imaginar separado del de mi familia, de mi gente, de todo el pueblo de Dios. Y, en cada página, en cada paso, también el libro de quien ha caminado conmigo, de quien me ha precedido, de quien nos seguirá”, comentó el papa Francisco en la nota que anticipa la difusión de la obra.

“Una autobiografía no es una literatura privada, es más bien nuestra mochila. Y la memoria no es solo lo que recordamos, sino también aquello que nos rodea. No habla únicamente de lo que ha pasado, sino de lo que pasará”.

Aquí, un breve fragmento del libro en el que el Papa detalla cómo estas experiencias moldearon su perspectiva sobre la vida, la justicia social y la fe.

Esperanza, autobiografía del Papa. | Foto: El País

Esperanza

- (El Papa narra su nacimiento y el de sus hermanos).

La puntualidad me gusta, es una virtud que he aprendido a valorar. Y ser puntual lo considero uno de mis deberes, una muestra de educación y de respeto. Sin embargo, era la primera vez y llegaba con retraso. El tiempo había vencido hacía una semana y yo seguía sin decidirme. Estar con mi madre me gustaba. Por suerte, la partera, la señora Palanconi, era una mujer capaz y experta, que encima iba a cumplir cinco mil nacimientos.

Cuando consideró que no se podía esperar más, mandó llamar al médico de cabecera, que acudió corriendo. Llegó cuando mi madre estaba en la habitación, tumbada en la cama: el doctor Scanavino le hizo un reconocimiento, la tranquilizó… y después, algo que ha sido a menudo uno de los grandes relatos en nuestras reuniones familiares, se sentó sobre su barriga, presionó y brincó para provocar el parto. Y así fue como vine al mundo, el día de san Lázaro de Betania, el amigo al que Jesús resucitó de entre los muertos. Cuando salí pesaba casi cinco kilos, y mi madre, unos cuarenta y cuatro: en fin, que fue un duro trabajo…

Maria Luisa Palanconi asistiría en el parto de todos mis hermanos, y más tarde incluso en el de un hijo de mi hermana.

No conservo ningún recuerdo del nacimiento del segundo hijo, mi hermano Óscar Adrián, que recibió su nombre de un tío materno, porque entonces, el 30 de enero de 1938, tenía poco más de un año. Pero sí recuerdo el de mi hermana Marta Regina, el 24 de agosto de 1940. Y, sobre todo, el del cuarto hijo: una escena íntima, familiar, que tengo delante de los ojos como si estuviese ocurriendo en este momento.

Todos los hermanos estamos enfermos, con gripe; Óscar y yo en nuestra habitación y nuestra hermana pequeña en la suya. Llega el doctor Rey Sumai y nos reconoce a los tres, después recorre con paso firme el pasillo, hacia la biblioteca en la que están los libros de mi padre y ahora está instalada mi madre. Entra, le pone una mano en la barriga y exclama: «¡Oh, falta poco!». Unas horas después llega la señora Palanconi, con su gran bolso.

Mi padre y el tío están en la cocina. La puerta de la biblioteca se cierra delante de nosotros, mi madre y la partera están ahí dentro, y los niños nos juntamos al otro lado, con las orejas pegadas para escuchar, para captar el momento en que llegará el nuevo hermanito, el primer grito de la vida. Los mayores nos hablaban de la cigüeña que —a saber por qué, a lo mejor porque de esa ciudad, desde la Gran Exposición Universal del final del siglo anterior, parecía que venían todas las cosas más nuevas y modernas— tenía que llegar siempre de París, pero Óscar y yo ya habíamos descubierto la verdad. Sabíamos cómo nacen los niños. Y esa noche, el 16 de julio de 1942, nació Alberto Horacio. El equipo estaba casi formado.

Desde su infancia en Buenos Aires hasta su elección como el primer Papa latinoamericano, Esperanza revela los desafíos y dilemas que han definido su camino. | Foto: Mondadori Portfolio/Archivio Grzegorz Galazka/Grzegorz Galazka

- (Las prostitutas del barrio)

El barrio era un microcosmos complejo, multiétnico, multirreligioso y multicultural. Mi familia siempre tuvo estupendas relaciones con los judíos, a los que en Flores llamábamos «rusos», porque muchos de ellos procedían de la zona de Odesa, donde vivía una comunidad judía muy numerosa, que en la Segunda Guerra Mundial sufrió una brutal masacre por parte de las fuerzas de ocupación rumanas y nazis. Muchos clientes de la fábrica en la que trabajaba mi padre eran judíos que se dedicaban al sector textil, y muchos de ellos eran nuestros amigos […].

Igual que el mercado callejero, el barrio era un concentrado de variada humanidad. Laboriosa, sufriente, devota, festiva. Había cuatro «solteronas», las señoritas Alonso, pías mujeres de origen español y emigradas a la Plata, muy hábiles bordadoras, de una técnica refinada. […]. Mi madre les mandó a mi hermana para que aprendiese, pero Marta se aburría mortalmente y protestaba: «¡Pero, mamá, esas nunca hablan, no dicen una sola palabra, solo rezan!». […]

Y casi en la esquina de nuestra calle había una peluquería, con piso anejo; la peluquera se llamaba Margot, y tenía una hermana, que era prostituta. […] Un día Margot tuvo un hijo. Yo no sabía quién era el padre, y eso me asombraba y me intrigaba, pero al barrio no parecía preocuparle mucho. En ese mismo número, en otro piso, vivía un hombre casado con una mujer que había sido bailarina de revista, y que también tenía fama de prostituta: todavía joven, murió tísica, doblegada por aquella vida. Recuerdo la precipitada tristeza de aquel funeral: el marido estaba huraño y distante, encerrado en su egoísmo, solo pendiente de que el morbo no lo afectase y de la nueva mujer que iba a reemplazar a la difunta.

También la madre de esa señora, Berta, una francesa, había sido bailarina, y se contaba que se había exhibido en clubs nocturnos de París; ahora trabajaba como criada muchas horas, pero tenía un porte y una dignidad que impresionaban.

Desde niño, he conocido también el lado más oscuro y duro de la vida, ambos juntos, en la misma manzana.Así como el mundo de la cárcel: los cepillos que utilizábamos para la ropa eran objetos que comprábamos a los detenidos de la prisión local; fue así como percibí por primera vez la existencia de aquella realidad.

Otras dos chicas del barrio, también hermanas, eran prostitutas. Pero ellas eran de lujo: fijaban citas por teléfono, las recogían en coche. Las llamaban la Ciche y la Porota, y las conocían en todo el barrio.

Los años pasaron y un día, cuando ya era obispo auxiliar de Buenos Aires, sonó el teléfono en el palacio episcopal: era la Porota, que me estaba buscando. Le había perdido completamente el rastro, no la veía desde que era un chiquillo. «Oye, ¿te acuerdas de mí? He sabido que te han nombrado obispo, ¡quiero verte!». Era un río desbordado. Ven, le respondí, y la recibí en el obispado, estaba todavía en Flores, debía de ser 1993. «¿Sabes? —me dijo—, he sido prostituta en todas partes, también en Estados Unidos. Gané dinero, después me enamoré de un hombre mayor que yo, fue mi amante, y cuando murió cambié de vida. Ahora tengo una pensión. Y me dedico a limpiar a los viejitos y viejitas de las residencias de ancianos que no tienen a nadie que se ocupe de ellos. A misa no voy mucho, y con mi cuerpo he hecho de todo, pero ahora quiero ocuparme de los cuerpos que no interesan a nadie». Una Magdalena contemporánea.

El libro del Papa recoge, a través de anécdotas, los mensajes que representan los pilares de su pontificado: paz, migrantes y medioambiente. | Foto: AFP or licensors

-(El compañero de clase que cometió un asesinato)

Pero al final del año 1955 no todos los chicos, los catorce chicos que en marzo de seis años atrás habían pisado por primera vez la Escuela Técnica Especializada en Industrias Químicas N.º 12 llenos de esperanzas, se diplomarían juntos. Por desgracia, no todos. Algunos se quedarían trágicamente en el camino.

Era hijo de un policía. Y probablemente, en muchos sentidos, el más inteligente y talentoso de todos, apasionado, profundo conocedor de música clásica y con una cultura literaria a la altura de su preparación musical… Era un genio aquel muchachote grande y grueso, el más corpulento del grupo. Pero la mente del hombre es, a veces, un misterio impenetrable. Y un día, ..., el chico se hizo con la pistola de su padre y mató a un muchacho de su misma edad, amigo suyo del barrio.

La noticia cayó como una bomba en la escuela, nos dejó atónitos. Lo encerraron en la sección penal del manicomio, donde fui a verlo. […] Fue terrible, me chocó profundamente. Lo dejaron en libertad unos cuantos años más tarde.

Después de diplomarme, cuando ya era novicio, me llamó por teléfono un excompañero. Me contó que había conseguido ponerse en contacto con la hermana de nuestro compañero preso y que, muy afectada, le había contado que, al poco de salir del reformatorio, él se había suicidado. A veces, como dice el salmo, el corazón del hombre es un abismo.

Fue un dolor que me trajo a la memoria y al corazón otro dolor.

Cursaba el cuarto año cuando, en el autobús, se me acercó un chiquillo de primer curso. Creo que me preguntó si podía conseguirle un libro que necesitaba, y yo le dije que sí, que lo tenía en casa y que se lo prestaría. Fue así como empecé a tener trato con él. Era hijo único, y en el colegio era conocido por los problemas disciplinarios que causaba.

Yo, que ya había sentido la llamada y percibía intensamente mi vocación, aunque todavía no se lo había contado a nadie, vi que aquel chiquillo aún no había hecho la primera comunión, y, bueno, empecé a acompañarlo, a hablar con él, a cuidarlo como podía.

Fui a su casa a conocer a sus padres, dos buenas personas, la familia Heredia, pero… Pero al final, cuando yo ya estaba en sexto, aquel chico mató a su madre con un cuchillo. No debía de tener más de quince años. Recuerdo el velatorio en aquella casa, el rostro térreo del cabeza de familia, su dolor, doble y sin sosiego. Era la viva imagen de Job: «La pena consume mis ojos, mi cuerpo es solo una sombra» (Job 17, 7).