Por Gustavo Molina Durango - Especial para El País
En una cocina en la que están unas siete cocineras, Catalina Paltán se hace en un rincón y observa su entorno. Ella es la mayor de su grupo, con 75 años. Las demás, que no pasan los 50, corren por la cocina, agitan sus cucharones, prueban, saborean, mientras ella, calmada, ve su olla a fuego lento.
Una a una empiezan a ser llamadas las cocineras para presentar sus platos típicos a los jurados de las zonales del Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, en Cali. Paltán es la sexta en pasar, por lo que sabe que su espera será larga.
El nerviosismo de las cocineras se debe a que esta etapa es la decisiva para llegar al Petronio y poder ofrecer sus productos durante el festival. Los resultados se conocerán a finales de junio, para así saber si podrán participar del evento que se hará en Cali, del 16 al 21 de agosto.
Entre tanto, Paltán mira con timidez los otros platos. De vez en cuando sonríe cuando uno de los ayudantes de cocina la halaga, pero mayoritariamente prefiere estar alejada. “Es el nerviosismo”, dice, pese a que ya ha participado en otras siete ocasiones.
Cuando cierra sus ojos, piensa en su madre Martina, quien murió hace unos 35 años. Al volver a la realidad, detalla sus manos. Recordarla es inevitable: a los ocho años tuvo en Timbiquí -donde nació- su primer acercamiento a una cocina, de la mano de su progenitora. Era una comida muy especial, la cual había esperado toda la semana.
Junto a Martina, en ese entonces, estuvieron preparando unos maduros hechos sobre la leña y cuando ella le pidió a Catalina que los sacara de las brasas, la pequeña lo hizo con sus manos, directo del fuego. El grito alertó a todos, quienes veían sobre la escena que la comida estaba en el suelo y Catalina, a un lado llorando.
“Pensé que mi madre iba a gritar, pero se sentó a llorar conmigo. Me echó de todo en mis manos con tal que no me salieran ampollas. No importó la comida, solo que yo estuviera bien”, cuenta, con un tono nostálgico.
Los recuerdos, con el pasar de los años, se convierten en un lugar seguro, un rincón cálido que se asemeja al hogar. El amor de Martina se incrustó en el centro de su corazón, quitándole sus inseguridades. “Desde ahí le perdí miedo a la cocina y cada plato que hago es en honor a ella y mis raíces”, expresa.
De su madre aprendió su cultura, lo que significa ser afro; las diferencias que hay en cómo cocinan, cómo viven, la forma en la que festejan y bailan, y, en ocasiones, “lo difícil que es ser negra. Cuando llegué a Cali, con 20 años, solo podía ser empleada doméstica. Era el único trabajo que me ofrecían. Pensaba que saliendo de un lugar donde vivía el conflicto armado estaría mejor, pero me enfrenté a mucha discriminación”.
Catalina cargó con los estigmas de su época: ser mujer y tener raíces afro. No tuvo la oportunidad de estudiar ni tampoco tener una aspiración que no fuera la cocina o ser empleada. Eso no significa que ella no ame lo que hace o que tenga un rencor hacia su pasado. Por el contrario, gracias a ello logró salir adelante por sus seis hijas -aunque siempre quiso un varón-, ayudarles a estudiar y tener un negocio propio en la Galería Alameda, donde vende pescados de su tierra.
Sin embargo, en los momentos que la humillaban y la hacían sentir menos, recordaba que su madre le enseñó a respirar y aguantar. Durante esos años sobrevivió lo que la vida le puso enfrente, pero había un recuerdo que la ayudaba a escapar a otro lugar.
A veces, llorando, se encerraba en algún sitio y rememoraba el momento en el que le regalaron sus primeros zapatos y un vestido rosado, cuando tenía unos 9 años. Fue la niña más feliz. Pocas cosas podía pedirle a la vida: tenía a su madre a su lado, mientras caminaba durante sus vacaciones por una vereda de Santa Bárbara de Iscuandé, -Nariño-, con su ropa nueva.
Martina fue la brújula que le enseñó cómo transitar por la vida, aprender a guardar calma cuando los días se hacían pesados y pensar que la felicidad va más allá de lo que se vive en el día a día.
“Aún la extraño. Aprendí todo de ella; su forma de ser pacífica, amorosa y cuidadosa, también cada truco en la cocina. Nos tocó aprender a cocinar aves, comida del monte, animales, también de mar y río”, comenta.
El olor de los recuerdos
Los jurados de las zonales de Petronio siguen llamando nombres, pero aún no pronuncian el de Catalina. Ella continúa con su calma, mientras de vez en cuando se apoya en una gran mesa de acero. Su silencio solo se interrumpe cuando un estudiante del Centro de Capacitación Don Bosco, al oriente de Cali, le pregunta qué plato preparó.
Ella se dirige al fogón que está en bajo, a tres pasos de ella. Quita la tapa y el olor a mar invade cada rincón de la cocina. Otros dos estudiantes son atraídos por el aroma que desprende la olla.
-Este es el Guzmán de Camarón. Se hace fácil -dice Catalina, mientras mueve lentamente sus manos- lo primero que deben hacer es cocinar arroz con agua leche. En otra olla ponen guiso con cebolla, ají dulce, orégano, albahaca y hacen un hogao que se agrega también. Al final limpian el camarón y lo ponen con crema de coco, y lo dejan cocinar, mezclando todo- termina de explicar.
Los estudiantes, hipnotizados por lo que ven y huelen, le piden fotos a Catalina, quien se baja el tapabocas y sonríe tímidamente. Luego les cuenta que ella trabaja actualmente en la Galería Alameda, vendiendo pescados de su tierra, que solamente basta con que le pregunten a alguien en el mercado por ella para que la ubiquen. “Me conocen hace más de 30 años”, dice.
En ese momento, uno de los organizadores le dice a Catalina que es la siguiente. No pronuncia ninguna palabra, solo asiente. Ella se encarga de servir el plato, decorarlo y, cuando ya lo tiene, saca unas hojas de perejil y corona así el Guzmán de Camarón.
Cuando la llaman para salir de la cocina y presentarse ante el jurado, se toma unos pocos segundos para mirar sus manos. Las besa y, seguramente, piensa en Martina.
-¿Cómo se llama este plato?- preguntan los jurados.
-Es un Guzmán de Camarón- contesta Catalina.
-¿A usted quién le enseñó a cocinar?- replican
-Martina. Se lo debo todo a mi madre- contesta, mientras una lágrima cae por su rostro.
Panorama de las víctimas, en Cali
Durante el conflicto armado en Colombia se registraron 9.514.864 afectados, de los cuales 1.218.078 pertenecen a la comunidad afro, según la Unidad para las Víctimas.
En Cali arribaron 251.878 personas afectadas por la guerra interna, siendo una de las ciudades de Colombia que más víctimas se acogieron. “Cali, desde el Pacífico y quienes vivimos el conflicto armado, es vista como una ciudad de paz”, comentó María del Carmen Muñoz, docente de Historia del Pacífico en la Universidad Autónoma de Occidente.
A nivel nacional, el 50,2 % de las víctimas fueron mujeres (4.779.523), siendo la población más afectada. Sin embargo, se enfrentaron a un panorama complicado: ser mujeres negras. “No es lo mismo ser mujer a ser una mujer negra. Desde la colonización, a la mujer afro se le deshumanizó y empezó la exclusión, la discriminación y el racismo estructural”, añadió la docente.
Si bien es cierto que el panorama para las mujeres es más complicado a nivel educativo y laboral, dice Natalia Escobar, coordinadora del Observatorio para la Equidad de las Mujeres, la población negra tuvo mayores dificultades porque “las mujeres del Pacífico colombiano terminan siendo afectadas por un racismo y machismo, y terminan haciendo los trabajos más sucios, que implican menos remuneración y mayor precarización”, explica.
Debido a las situaciones de violencia, muchas comunidades afro tuvieron que salir de sus territorios en busca de mejores condiciones. Pero algunas se toparon con panoramas de discriminación. “La exclusión y el racismo han hecho que para las mujeres negras sea complicado ocupar labores importantes. Muchas terminan ligadas a la cocina por esto”, explica Muñoz.
Es por ello que aún hay mucho camino para poder cerrar las brechas de género y de mujeres racializadas. La base de todo, según Escobar, es dar más acceso al mercado de trabajo formal, créditos y acciones de discriminación positiva. “El corazón del problema está en que la sociedad expulsa a personas por su color de piel”.