Por L. C. Bermeo Gamboa, reportero de El País
Tenía todo para triunfar: nació blanco —rubio y de ojos azules— en el país más poderoso del mundo, con un talento innato para el arte (se expresó en poesía, música, pintura y escultura), y, para completar, poseía un innegable atractivo físico. Como afirmó su esposa, Courtney Love, “él era muy hermoso, aunque se comportaba como si no lo supiera. Nunca supo que se veía mejor que Brad Pitt”.
Pero, contrario a lo que se podía esperar de un hombre con estas cualidades, se negó a obedecer el evangelio del éxito de la cultura norteamericana, utilizando todo su genio artístico para rebelarse ante las convenciones morales y sociales, durante gran parte de su breve vida.
En sus diarios describió esta actitud anarquista, “me gusta infiltrarme en los mecanismos de un sistema haciéndome pasar por uno de ellos para luego empezar a corromper lentamente el imperio desde dentro”.
No contaba con que “el sistema” podía utilizar su propia rebeldía para alimentarse y transformarlo en un objeto más de consumo del mercado. De modo que negándose a ser un ejemplo social o un modelo a seguir para sus compatriotas, estaba condenado solo a una cosa: a convertirse en una estrella de rock.
El hombre malogrado, es decir, echado a perder, al que se refieren estas palabras, nació el 20 de febrero de 1967 en Aberdeen (estado de Washington) bajo el nombre de Kurt Donald Cobain Fradenburg, pero toda una generación lo conoció solo como Kurt Cobain, el líder de Nirvana, la banda de rock más influyente durante esa época irrepetible llamada “los noventa”.
Con 27 años, habiendo lanzado apenas tres discos con Nirvana: ‘Bleach’ (1989), ‘Nevermind’ (1991), ‘In Utero’ (1993), Kurt Cobain no solo ayudó a definir el sonido del grunge, un subgénero del rock nacido en Seattle, también vendió millones de copias y alcanzó la fama mundial, siendo arrastrado a la odiada cima del éxito, algo que sumado a los excesos de drogas y una latente depresión, condujeron su camino abismo.
El ‘Nevermind’, muy pronto se convirtió en el álbum de rock alternativo más influyente de la historia, ha vendido más de 30 millones de copias en todo el mundo.
En otro apunte de sus diarios dejó clara su posición sobre la fama: “Quiero ser el primero en descubrir y desechar la popularidad antes de que llegue”. No lo cumplió, su popularidad explotó más allá de cualquier límite, aun después de morir.
El 8 de abril de 1994 encontraron su cadáver, estaba en el garaje de una casa que había comprado en el barrio Lake Washington Boulevard de Seattle, tenía un disparo en la cabeza y había dejado una nota de suicidio, donde afirmaba que “ya hace demasiado tiempo que no me emociono ni escuchando ni creando música, ni tampoco escribiéndola, ni siquiera haciendo rock and roll. Me siento increíblemente culpable”. Y concluía con los de versos de Neil Young “es mejor quemarse que apagarse lentamente”.
Sin embargo, debajo de esto, como un añadido, se puede leer un mensaje para su esposa y pequeña hija, quien en ese momento tenía año y medio de edad: “Frances y Courtney, estaré en su altar. Por favor, Courtney, sigue adelante por Frances, por su vida que será mucho más feliz sin mí. Las amo. Las amo”.
El dictamen forense concluyó que había muerto días antes, con mayor probabilidad el 5 de abril, además, que su cuerpo tenía altos niveles de heroína y diazepam, un medicamento opiáceo utilizado para controlar el síndrome de abstinencia de los adictos en rehabilitación.
Su prematuro y trágico final hizo que, de inmediato, Kurt Cobain entrará en el selecto grupo de los rockeros malditos, aquellos fallecidos a los 27 años en lamentables —cuando no misteriosas— circunstancias, entre ellos, Brian Jones (The Rolling Stones), Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison y, en la segunda década del siglo XXI, Amy Winehouse.
En el documental ‘Kurt Cobain: montage of heck’ (2015), del director Brett Morgen, describen la parábola de auge y decadencia mental del músico, así como su relación con las drogas. Allí su madre confiesa que Kurt era un niño muy inquieto, quizá con TDAH (Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad), por lo que a los 5 años —por recomendación médica— recibió dosis de Ritalín, un medicamento para la concentración, que tiene registros de adicción.
Sin embargo, esto no fue suficiente para controlarlo. A los 9 años, tras el divorcio de sus padres, Kurt se volvió ingobernable, pasó temporadas en casas de distintos familiares (tíos y abuelos), hasta que lo echaban por su mal comportamiento. En ese momento, gracias al regalo de una guitarra, encontró en la música su escape a las frustraciones familiares.
Desde muy temprana edad, Kurt tuvo inclinación musical, aprendió a tocar piano, guitarra y batería de forma empírica, practicando todos los días. Al mismo tiempo, escribía y dibujaba, creando un mundo propio, que luego aparecería en la música de Nirvana.
En la adolescencia, comenzó a consumir marihuana, que calmaba su permanente agitación, pero no por mucho tiempo, por lo que la música se convirtió en su única actividad, como lo comprobaron posteriormente sus novias, que lo mantuvieron hasta donde alcanzaban para que él desarrollara su arte.
Para el periodista musical Manolo Bellon, “la música fue una terapia para Kurt Cobain, en ella pudo expresar con libertad toda su furia, que también era la toda una generación de jóvenes, y por eso mismo sigue vigente en la actualidad, porque captó el aroma de la juventud, como en ‘Smell like teen spirit’ su canción más importante”.
En 1987, Kurt Cobain fundó Nirvana junto a su amigo Krist Novoselic, por esos días empezó a consumir heroína, que le ayudaba —según contó— a lidiar con un dolor de estómago que no lo abandonó hasta su muerte.
En el documental, Novoselic se lamenta de no haber reconocido a tiempo la depresión de Cobain, “estaba todo el tiempo allí, en sus letras”, afirmó.
Hasta el último día, a pesar de su inusitado éxito, Kurt Cobain luchaba con lo que hoy se podría considerar un “síndrome del impostor”, no creía en sí mismo y temía ser humillado ante el público, su única esperanza era hacer música con libertad, precisamente lo que la fama estaba robándole.
“Que el nombre de uno salga en un disco no es ninguna chorrada. Cualquiera puede hacerlo, pero existe una gran diferencia entre alcanzar la fama y conservar la dignidad a través de la música”, escribió.
Siempre huyó de la visibilidad, evitaba entrevistas en grandes medios y se sentía incómodo ante los reconocimientos, incluso ante sus fans, en vez de los conciertos con miles de personas en Europa, prefería las presentaciones íntimas en un bar, “si se vuelve popular o no, no importa, la música es lo más importante”, dijo en una entrevista.
Tal vez tenía razón en una cosa, nunca estuvo listo para la fama, pero sí para el arte, como prueba está su música, a la que entregó todas sus fuerzas y se mantiene con total frescura en el tiempo. Hoy, por encima de las polémicas y críticas a su vida, la ciudad natal de Kurt Cobain celebra su legado y, en la entrada, tienen un letrero que recibe a los visitantes con el mensaje de “Come as you are” (”Ven tal como eres”).