Así llegó el primero de diciembre de 1993, día del cumpleaños de Pablo. Como no teníamos comunicación con él, decidimos que Juan Pablo diera una breve entrevista a una emisora de radio de Medellín para enviarle un saludo, decirle que estábamos bien y contarle sobre la mala experiencia que vivimos en Alemania. Sabíamos que Pablo estaría escuchando esa estación porque en el pasado habían sido respetuosos con nosotros y divulgaban sin restricción los comunicados que él expedía.

Al día siguiente, dos de diciembre, Juan Pablo habló con varios periodistas que llamaron a solicitar entrevistas, pero las rechazó todas. Lo que sí aceptó fue recibir un sobre que el periodista Jorge Lesmes, de la revista Semana, enviaría ese día con un cuestionario dirigido a Pablo. Fue el único contacto que aceptamos con un medio de comunicación porque de tiempo atrás ese reportero había hablado con mi hijo y le teníamos cierta confianza.

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A la una de la tarde llamaron por teléfono desde la recepción y me informaron que tres generales, del Ejército, de la Armada y de la Policía, iban a hablar con nosotros porque la gerencia del hotel había autorizado el reforzamiento de la seguridad del edificio con cien soldados más, así como el aislamiento total del piso veintinueve. Mientras avanzaba la tensa charla con los inesperados visitantes, sonó el teléfono y Juan Pablo contestó.

—Hola, ‘abuelita’, ¿cómo estás? No te preocupes que estamos bien, estamos bien—, dijo cortante y colgó.

Me llamó la atención el tono de su voz y pensé que en realidad había hablado con otra persona.

La charla con los generales empezó a alargarse y cinco minutos después el teléfono sonó nuevamente. Juan Pablo tomó el teléfono.

—‘Abuelita’ por favor, no nos llame más que estamos bien—.

Pero esta vez mi hijo no colgó y me dijo que su abuela quería hablar conmigo. Salí corriendo hacia la habitación de al lado mientras Juan Pablo despedía a los generales.

Era Pablo. Me dio una inmensa alegría escucharlo, pero Juan Pablo entró corriendo y me dijo que colgara pronto porque era seguro que estuvieran rastreando la llamada. Entendí la advertencia y me despedí:

—Míster, de todas maneras, cuídese mucho. Usted sabe que todos lo necesitamos—.

—Esté tranquilita, mi amor, que yo no tengo otro incentivo en la vida sino luchar por ustedes. Yo estoy metido en una cueva, estoy muy, muy seguro; ya salimos de la parte difícil—.

Pero él no se rendía y seguía llamando. Juan Pablo le colgó el teléfono en dos oportunidades más, pero el teléfono volvía a sonar y Pablo pedía hablar conmigo o con Manuela, pero Juan Pablo, desesperado, nos gritaba:

—¡Cuelguen!, ¡cuelguen ya, que lo van a matar! ¡Cuélguenle! ¡Pídanle por favor que no nos llame más, que estamos bien! Que no se preocupe. ¡Cuelguen ya!—.

Pasadas las dos de la tarde ya habíamos recibido el cuestionario de Semana y Juan Pablo avanzaba en responder las preguntas cuando entró una nueva llamada de Pablo. Mi hijo puso el altavoz y mi marido le dijo que leyera las preguntas despacio porque Limón —el guardaespaldas que lo acompañaba— las apuntaría en un cuaderno. Cuando iba por la quinta, Pablo interrumpió y dijo que llamaría en veinte minutos. Así lo hizo y Juan Pablo continuó dictando las preguntas, pero de un momento a otro Pablo le dijo:

—Enseguida lo llamo—.

Mientras eso sucedía, yo estaba sentada en una pequeña sala que dividía las dos habitaciones, hablando por teléfono con mi hermana. De pronto, escuché un grito de Juan Pablo:

—¿Qué mataron a mi papá? ¡No puede ser!—.

Sin entender qué sucedía le dije a mi hermana:

—Hermanita, averigua qué está pasando en Medellín que dicen que acabaron de matar a Pablo—.

Corté la llamada, salí corriendo a buscar a Juan Pablo y observé que en ese momento Manuela se bañaba en la ducha y cantaba una de sus canciones preferidas. Mi hermana llamó nuevamente y confirmó que en efecto Pablo estaba muerto y agregó que en los alrededores del sitio donde estaba oculto se escuchaba el ruido de varios helicópteros. Quería morirme. Lloré inconsolable. El desenlace que tanto temíamos había llegado.

Mi marido había muerto víctima de su terquedad, por desconocer la más importante de sus medidas de seguridad: hablar por teléfono. Sus enemigos por fin lo habían cazado.

Andrea prendió la radio y las principales cadenas de noticias daban como un hecho la muerte de Pablo en una operación de la Policía.

Diez minutos después entró una llamada y Juan Pablo contestó muy azarado. Hizo un gesto indicando que era la periodista Gloria Congote, que en aquel entonces trabajaba en el noticiero de televisión QAP. El corto diálogo que sostuvieron fue dramático.

—Aló—, dijo la reportera.

—Ah, no me moleste ahora que estamos viendo si es verdad o es mentira lo de mi papá—.

—Acabaron de confirmar… la Policía lo acabó de confirmar—.

—¿Ah? —.

Estaba en el centro comercial Obelisco en Medellín, en el centro.

—¿Pero haciendo qué allá?—.

—No sé... la Policía acaba de dar un dictamen... una información oficial—.

—Ah, hijueputa vida. Nosotros no queremos hablar en estos momentos, pero eso sí el que lo mató, los voy a matar a todos esos hijos de puta yo solo los mato a esos malparidos.

Juan Pablo colgó la llamada y todos nos miramos. El tono amenazante de sus palabras era más que desafortunado y así se lo dijimos Andrea y yo.

—¡No puede ser, no puede ser hijo! No puedes decir eso, tú eres el hijo de Pablo Escobar. Las palabras violentas, jamás, jamás, Juan Pablo. Tú no puedes ser violento, te van a matar. No puedo, no puedo más con tanto dolor—, dije desesperada y llorando.

Cuando escuché las palabras de Juan Pablo el mundo se me vino encima. Sin medir las consecuencias acababa de hacer una declaración de guerra. Su papá acababa de caer. ¿No se daba cuenta de las cosas? Juan Pablo había perdido los estribos. Su dolor era tan grande, se sentía tan abandonado, que habló sin pensar. Nunca, nunca, me sentí tan perdida como en ese momento.

Sin embargo, un momento de reflexión fue suficiente para que mi hijo se arrepintiera de lo que había dicho. Por eso no dudó en comunicarse primero con el periodista Yamid Amat, director del noticiero de televisión CM&. Le explicó lo que acababa de suceder y le dijo tajantemente que no vengaría la muerte de su padre. Luego se comunicó con Gloria Congote y le pidió grabar una corta declaración para decir que no tomaría represalias y que en adelante se ocuparía de cuidar a su sufrida familia.

Lo que vino después fueron momentos de mucho dolor. No cabía más tristeza en mi corazón, en mi ser, en mi vida. La desesperanza era total. Apenas logré tener algo de fuerzas, acordé con Juan Pablo que entre ambos le contaríamos a Manuela la noticia. Al rato, lo hicimos. No hay palabras para describir el dolor de mi hija. En medio del llanto imparable, me decía:

—No, no puede ser mamá. Mi papá no, mi papá no está muerto—, repetía mientras se arrastraba desesperada por la alfombra.

Pablo había muerto y ahora nuestro panorama se veía más incierto que antes. ¿Cómo saldríamos de aquello? ¿Qué seguiría ahora?

El libro acaba de ser lanzado al mercado por la editorial Planeta y ya es uno de los más vendidos tanto en las librerías como en las plataformas digitales.