El accidente que apagó su sueño fue muy extraño. José Neyder tenía 17 años de edad y fue a acompañar a su padre a hacer un trabajo de construcción en el municipio de Palmira (Valle). No recuerda haberse golpeado con nada, pero regresó a Cali con dolor en una mano.
“El hombrecito no sé qué mala fuerza hizo, pero cuando llegamos aquí, a la casa, me dijo: ‘papá, esta mano me está doliendo’, y yo, como estaba trabajando, me fui por el día sábado y esa semana me tocó trabajar en otra parte hasta el martes. Cuando llegué, al muchacho le dolía más ese brazo y lo tenía muy hinchado”, recuerda don Nelson.
“Entonces me tocó llevarlo al hospital y de allá me lo mandaron para la Clínica de los Remedios; allá permaneció dos meses hospitalizado y hasta que lo operaron de la mano y le hicieron una cortada inmensa. En últimas, el muchacho se alivió, pero nunca nos dijeron qué fue lo que tenía”.
Estando en la clínica, José Neyder cumplió los 18 años, la mayoría de edad, y don Nelson, como pudo, le regaló para que se tomara las fotos y sacara la cédula. Vino entonces su segundo golpe en la vida; el primero había sido a los 14 años, cuando una penosa enfermedad se llevó a su madre.
El gran anhelo del hijo de don Nelson, que por alguna razón dejó de asistir a la escuela cuando apenas había culminado el tercer grado de primaria, era ingresar al Ejército y quedarse como soldado profesional. Sin embargo, en el examen físico fue rechazado por la cirugía que había tenido en su mano.
Don Nelson no recuerda que su hijo volviera a sonreír desde entonces. El último gesto de alegría del tercero de sus seis hijos, dos de crianza y uno ya asesinado, fue cuando su madre aún estaba viva.
Empezó entonces a rebuscarse en las calles trabajando como ayudante de construcción o lavando carros. “Se ganaba su platica honradamente, sin hacerle daño a nadie. A veces también salía a limpiar vidrios en los semáforos”, recuerda don Nelson, quien lleva varias semanas saliendo en las mañanas a caminar las calles del barrio Alfonso López buscando empleo.
A través de la ONG Legión del Afecto, José Neyder había participado en actividades culturales, pero su ejercicio favorito era el fútbol. El día que se fue a Ecuador, no se despidió de su padre y fue a través de una hermana que supo que había salido a buscar mejor futuro trabajando en la caña.
Por eso el dolor que sintió esa tarde cuando llegó apenas, sin desayunar, a hacer algo de comer para pasar el trago amargo de no haber conseguido empleo y luego de asistir al médico para hacer unos exámenes.
“Venía llegando cuando me llamó una vecina y me dijo: ‘Nelson arrime a la casa’. Yo estaba poniendo un arroz al fogón porque ya era la 1:30 de la tarde y no habíamos desayunado; y cuando fui, me preguntó si había visto las noticias y le dije que en estos días no... Y cuando me mostró esa foto, hasta ahí me llegó el hambre”.
“En Potrero Grande es más fácil acceder a un arma que a un empleo formal”
Si todo hubiese salido tal y como estaba planeado, José Neyder y otro de sus compañeros, también detenido en Ecuador, ya serían los dueños de su propia peluquería en el sector de Potrero Grande. Ya habían recibido talleres en formación empresarial, manejo de emociones y emprendimiento laboral, pero se quedaron a la espera de que les entregaran el respaldo económico para comprar las sillas, los insumos y las máquinas.
Este hecho dejó un sinsabor en Carlos Mina, quien estuvo con ellos durante ocho meses aportando en su proceso de transformación y preparación para el reinicio de lo que sería una vida lejos de dinámicas de criminalidad.
“No se trata de justificar lo que hicieron o no hicieron, pero veníamos en un programa con ellos, capacitándolos y, cuando iban a terminar el curso, íbamos a ayudarles con lo de las máquinas, pero a veces los factores se estancan y entonces llegó más fácil una fuerza negativa que los insumos para el proyecto”, dice Mina, quien trabaja como mediador de convivencia con la Fundación Alvaralice.
Sin embargo, es difícil que logren el éxito absoluto todos los programas sociales que ONG, el Estado y algunas fundaciones realizan en este sector de la ciudad. Sobre todo porque la oferta criminal es permanente y los programas de asistencia de las entidades públicas y las privadas se proyectan a tiempos cortos y no tienen la misma continuidad que lo hace la delincuencia.
“Yo mismo estudié con los programas y para conseguir empleo me tocó voltear bastante y ser rechazado muchas veces; y también pensé ‘¿será que me va tocar coger las armas?’. Porque en Potrero Grande es más fácil acceder a un arma que a un empleo formal. Más fácil en la calle le colocan a usted una moto y una pistola que la oportunidad de un empleo”.