El pasado jueves 1 de noviembre, una motocicleta de la Policía Nacional fue incinerada en el barrio Potrero Grande, oriente de Cali, mientras los uniformados patrullaban la zona.

Según las autoridades, los agentes del Cuadrante notaron un grupo de personas en situación sospechosa, por lo que estas emprendieron la huida. Los uniformados se bajaron del vehículo y las persiguieron. Pero cuando regresaron al lugar descubrieron que la moto había sido incinerada.

En otro caso ocurrido a finales de octubre pasado, pero esta vez en una vereda llamada Pitalito, en el Cauca, un grupo de soldados fue rodeado por campesinos que impidieron la captura del guerrillero del ELN Didier Calvache Jiménez, alias Conejo.

Mientras que en Bogotá, Yurani Alejandra Rodríguez, patrullera de la Policía de Tránsito, fue arrollada por un conductor en el momento en que la uniformada lo multaba por estar mal parqueado.

Aunque los escenarios y el contexto son diferentes en los casos, todos tienen en común el irrespeto a la autoridad. Antaño, el uniforme de un soldado o de un policía era sinónimo de acatamiento de la ley. Su figura, sin embargo, se ha desdibujado con el paso de los años, pese a que quienes agredan a los uniformados pueden verse ad portas de una pena de cárcel de hasta ocho años de prisión.

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Para el caso particular del Cauca, por ejemplo, el director del Centro de Estudios Libertad y Paz, Carlos Chacón, el tema pasa por la falta de una presencia estatal sólida que les brinde a los pobladores unas mejores condiciones de vida y no dejarlos a merced de los grupos al margen de la ley que delinquen en el departamento.

“Esas organizaciones reemplazan al Estado y dan las respuestas a las necesidades de la gente, generando narrativas en contra de la Fuerza Pública y así los policías y soldados se convierten en ‘enemigos’ de la comunidad”, señala Chacón.

Esa estrategia la aplican para toda la cadena de economía criminal: desde extorsiones hasta narcotráfico, pasando por homicidio, hurtos y piratería. Sin embargo, todo esto se engloba dentro del marco de la ilegalidad que, a juicio de los analistas, es donde radica la génesis del problema.

La táctica se hizo evidente el mes pasado en el episodio que derivó en el accidente del helicóptero Black Hawk, de matrícula EJC 2166, que dejó cuatro militares fallecidos que participaron en una operación contra una estructura del narcotráfico en Argelia.

Según la Fiscalía, por parte de las autoridades hubo 60 funcionarios entre soldados y agentes del CTI que debían hacer el operativo en contra de los cinco laboratorios para el procesamiento de droga que estaban en zona rural del municipio caucano de Argelia. Ellos fueron rodeados por casi 500 pobladores que obligaron a los uniformados a ubicarse en una cancha de fútbol y permanecer retenidos hasta obligarlos a devolver lo incautado.

En un enérgico pronunciamiento, el fiscal Néstor Humbero Martínez manifestó que no tolerarán actos vandálicos en ninguna zona del territorio colombiano.

Con esto se ratifica la tesis de Chacón, los cabecillas hacen las veces de ‘Gobierno’ en las zonas históricamente olvidadas por las autoridades municipales, departamentales y nacionales. Los espacios en los que no se cuenta con la institucionalidad son aprovechados por aquellos que ven en esa debilidad una oportunidad de mandar y donde impera la ley del silencio y del dinero.

Para Chacón, “los cabecillas que promueven estos comportamientos le quitan la legitimidad a todos los componentes del Estado como en su época lo hizo Pablo Escobar. Se hacen querer de la comunidad y el resultado salta a la vista: si acá llega la Fuerza Pública, me protegen y les doy plata”.

Denunciados en redes sociales

A principio de año se hizo viral un video en el que una mujer con insultos, manotazos y groserías le reclama a un grupo de patrulleros que le imponían una infracción por haber quemado pólvora en una calle de Pereira. En la grabación de unos tres minutos la infractora le reclama a uno de los uniformados por grabar el procedimiento. En la escena también se ve un hombre que, desafiante, reta a los policías en actitud de pelea.

Cada circunstancia es diferente, dice Hugo Acero, experto en temas de seguridad. “A la falta de legitimidad y control a la cultura de legalidad se suma la imperiosa necesidad de capacitación y el reentrenamiento tanto de los miembros de la Fuerza Pública como de la Policía para poder tener un control permanente de las situaciones ya descritas y otras tantas que se han presentando en el país”.

Aunque debe reconocerse que la mayoría de los uniformados hacen protocolos más ajustados a los derechos humanos, situación que no ocurría antes, esa situación puede presentarse porque cualquier grabación hecha desde un celular puede evidenciar un mal procedimiento que les valga una investigación disciplinaria y pasar del anonimato al desprestigio gracias a la viralidad de las redes, dice el experto.

Acero plantea que una de las mejores formas de retomar el respeto al uniforme es fortalecer los vínculos entre ambas partes y eso se logra buscando una mejor calidad de vida de cada una de las comunidades.
Carlos Charry, doctor en sociología y profesor de la Universidad del Rosario, asegura que en Colombia hay un “serio problema” de acatamiento a las normas que se puede resolver mediante campañas pedagógicas para que la gente sepa cómo comportarse ante el requerimiento de un policía.

“Es irónico, la gente pide más Policía y aumento de pie de fuerza para las zonas en las que vive con el fin de que se mejore la seguridad, pero no acata a la Fuerza Pública”, expone el docente.

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