“¡Todo el mundo al autobús!”, grita Viatcheslav Rol, tapando con su voz las explosiones que suenan a lo lejos. Pequeñas futbolistas de entre nueve y once años obedecen, apretadas unas a otras en una gélida mañana de noviembre.
El club Krystal Kherson, de Jersón, abandona ese día la ciudad del sur de Ucrania, que día tras día es bombardeada por el ejército ruso. El destino de las jugadoras es Nicolaiev, a 70 kilómetros, para participar en un torneo.
“El entrenamiento las ayuda”, explica Viatcheslav, el entrenador de 67 años. “Olvidan las bombas”, continúa este hombre, que entrena a las veinte jóvenes.
Jersón fue ocupada ocho meses por el ejército ruso. Liberada el 11 de noviembre de 2022 por las fuerzas ucranianas, la ciudad solo vivió un breve respiro, pues sufre ataques cada día que provocan muertos y heridos.
“¡Jersón! ¡Sueño contigo todas las noches!”: en el autobús, el equipo entona uno de sus cánticos, mientras atraviesa un paisaje de calles devastadas.
En medio del bullicio, Igor Psourtev, segundo entrenador del club, recuerda la ocupación.
“Yo iba puerta por puerta buscando jóvenes, la ciudad estaba vacía, yo estaba desesperado”, explica este hombre afable de 60 años. Pero “cuando ella me vio, sus ojos se iluminaron”, continúa el entrenador, señalando a una jugadora a la que él llama “Messi en falda”.
En el descanso de un partido, en Nicolaiev, otra jugadora seca su sudor con la camiseta azul y verde fosforito. Dana tiene once años y es muy alta. Cuenta que al principio no le gustaba el fútbol, pero que la guerra le hizo cambiar.
“Seguí a mi amiga que practicaba. Era para no quedarme encerrada”, dice. Hoy, la niña “sueña” con ser profesional.
Dana y su familia viven ahora en Odesa, desde que un “misil (cayó) al lado de nuestra casa”.
“Tuve mucho miedo, mi padre me cubrió con su cuerpo”, continúa Dana, que sigue jugando para Jersón “porque es mi ciudad”. De hecho no se pierde un solo entrenamiento, a pesar de los 220 kilómetros que separan las dos ciudades y las bombas que siguen cayendo.
Sobre el terreno de juego en Nicoaliev, con las jugadoras ya vestidas para jugar, todos cantan el himno nacional con la mano sobre el corazón. Viatcheslav toma la palabra para motivar a su equipo antes del partido: “Veo delante de mí niñas que se mantuvieron fuertes durante la ocupación y los bombardeos y a las que nada las ha impedido jugar al fútbol”.
Después hay un minuto de silencio por las víctimas de la guerra, mientras a lo lejos se distingue la última planta de un edificio devastado. El ambiente es tenso, pues la capitana del equipo ha perdido a su padre en el frente.
Tras el pitido inicial, Lioudmyla Kramarenko, la madre de Dana, anima como si se tratara de una final de la Copa del Mundo. “¡Vamos, Jersón!”.
Esta madre de 45 años no se deja arrastrar por la decepción cuando su hija anota un gol contra su propia portería.
Volver a casa contenta
“Dana tenía pesadillas, tenía que dormir con ella durante los ataques”, explica. Cuando la familia todavía vivía bajo las bombas en Jersón, la pequeña “volvía contenta a casa de los entrenamientos, yo veía que era importante para ella”.
Sobre el césped sintético del campo de Nicolaiev, Viatcheslav, el entrenador, grita a Dana: “¡Deja de comportarte como una princesa! ¡No estás en la playa, esto es fútbol!”.
Al final del partido, Vitacheslav descuelga las banderas ucranianas de las verjas que rodean el campo y recuerda: “Las escondía en mi casa durante la ocupación”.
Cuenta haber sido contactado por los servicios secretos rusos, el FSB, para entrenar un equipo para ellos. “Lo rechacé. Las niñas pensaron que me iban a disparar. Pero no me hicieron nada, jugué el papel de un viejo senil”, explica.
Al final del torneo, las niñas de Jersón acaban terceras entre seis participantes. “¡Jersón se mantiene en pie!”, concluye el entrenador. Y las jugadoras caminan sonrientes y con los ojos iluminados hacia el autobús que las devolverá a su ciudad bombardeada.
Con información de AFP