Por Henry Rafael, estratega Internacional y presidente del Instituto de Comunicación Política y Gobierno.
La lucha contra la criminalidad de bandas organizadas con el apoyo del narcotráfico y/o el terrorismo internacional lleva décadas sin resolver, y parece que solo cuando una asonada violentista remece una región del continente con víctimas civiles, como lo que acabamos de ver en Ecuador, volvemos la mirada al ombligo tratando de resolver uno de los históricos problemas que afecta el continente americano que ha carcomido lo más profundo de la institucionalidad de los países que lo conforman.
Uno de los desafíos es lograr algún tipo de consenso sobre cuál es la forma más efectiva para combatir a delincuentes armados que no solo asaltan, secuestran y matan a su antojo, sino que ahora, han logrado carcomer las instituciones públicas y privadas, enhebrando una red cada vez más sólida y compleja que destruir, haciendo obligado el uso de las armas y el poder para combatirlas. Y por ende, caminando sobre la delgada y zigzagueante línea de los derechos humanos.
Es por ello que la convocatoria de “emergencia”, para el próximo domingo 21 de enero, que reunirá en Lima a los Ministros de Relaciones Exteriores y Ministros a cargo de la seguridad interna de la Comunidad Andina de Naciones ‘a fin de adoptar medidas concretas y efectivas para luchar contra el flagelo de la criminalidad organizada transnacional’, tendrá un serio desafío que abordar: Cómo hacer frente a un conflicto armado interno con repercusiones internacionales, sin quebrar los estándares y normas que enmarcan la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Una de las tendencias para el abordaje de las políticas públicas ha sido siempre privilegiar el derecho colectivo sobre el derecho individual. De allí que esa famosa frase que dice que ‘el derecho de uno acaba donde empieza el de otro’ tiene su propio límite cuando el derecho de unos cuantos se confronta con el de otros muchos.
Si el desafío entonces se circunscribiera únicamente en la metodología de aplicación de una política pública basada en los derechos humanos, quizás la resolución sería menos azarosa pues la declaración universal busca privilegiar por encima de cualquier derecho o aspiración individual, el derecho de las sociedades a la vida, la paz y la libertad. Ergo, todo Estado está en la obligación de proteger con todo su poder y estructura a las personas ante cualquier acto que ponga en riesgo la seguridad y la paz social de las Naciones, sin escatimar ningún elemento disuasivo para ello.
Sin embargo, como es y ha sido el mayor problema a lo largo de la historia, cuando los políticos (no la política) y las ideologías entran en juego, la dinámica y el proceso de las políticas públicas suele ensombrecerse ante la interpretación de intereses partidarios que muchas veces siembran, incentivan y hasta financian grupos armados civiles para mantener climas de violencia e inseguridad sobre los cuales sus “luchas” en nombre de “los y las pobres”, obtengan un mejor ecosistema para hacerse del poder, con la complicidad del nacotráfico y el terrorismo.
Y por el otro lado, tenemos a quienes creyéndose tan superiores como sus opositores, consideran que la única forma de vencer al narcoterrorismo, es militarizando y disparando a discreción a todo aquel que sea o parezca un narcotraficante, pandillero, delincuente o terrorista, sin la más mínima capacidad de discernimiento entre lo correcto, lo necesario y el abuso.
Lo más lamentable es que en ambos sectores, los que usan los derechos humanos con fines políticos e ideológicos incentivando de manera asolapada la violencia social, así como los que usan el poder y las armas del Estado para disparar a morir sin limitantes, conviven y muchas veces caen, en las garras de la misma corrupción y criminalidad que dicen combatir.
El punto medio y el equilibrio pareciera ser entonces la vía más salomónica para enfrentar un conflicto que lleva décadas desangrando a nuestros países, pero lamentablemente esa vía corre siempre el inminente riesgo del fracaso por su blandeza y debilidad frente a la ferocidad sanguinaria e inhumana de los que extorsionan, roban, secuestran y matan a discreción.
Bien dice el adagio “después de la tormenta siempre viene la calma”. Este, quizás, sea el indicador que necesitan los gobernantes y sus ministros de Estado, para afrontar la tormenta en toda su magnitud, sin reparos en el uso del poder que emana de la democracia para combatir la criminalidad y la violencia generalizada, pero con el compromiso firme de que, pasada la tormenta, debe construirse la calma, entendiendo que la verdadera paz, en el mundo de hoy, se alcanza con equilibro y desarrollo económico que necesitan los ciudadanos para vivir en armonía. Ese es el camino para honrar los preceptos de libertad, justicia y paz que fundamentan la primera línea de la declaración universal de los derechos humanos.