La victoria de Donald Trump, con 71.59 millones de votos populares y 292 votos electorales, se construyó sobre una narrativa poderosa: la existencia de un ‘estado profundo’ que, según su retórica, ha secuestrado el poder real en Estados Unidos.

Esta teoría, lejos de ser marginal, se convirtió en el eje central de una campaña que transformó la desconfianza institucional en capital político.

El concepto del ‘estado profundo’, que el candidato republicano articuló magistralmente, describe una supuesta red de funcionarios no electos, burócratas de carrera, agencias de inteligencia y élites enquistadas que, según esta narrativa, manipula las políticas públicas desde las sombras.

El electo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, hablará hoy con su antecesor, Joe Biden. | Foto: SEMANA / Getty Images

Los dos atentados sufridos por el ganador de las presidenciales y sus problemas legales fueron presentados como ‘evidencia’ de esa conspiración, reforzando su imagen de outsider que lucha contra un sistema corrupto.

La teoría ganó tracción especialmente entre votantes del ‘muro azul’ -Pensilvania, Ohio, Indiana y Wisconsin-, donde la desindustrialización y el deterioro económico crearon un terreno fértil para explicaciones conspirativas. La inflación persistente y el estancamiento salarial se atribuyeron a las “maquinaciones del estado profundo”, más que a factores económicos complejos.

Esta narrativa resultó particularmente efectiva al explicar por qué las promesas de cambio de administraciones anteriores, republicanas y demócratas, no se materializaron.

El ‘estado profundo’ se convirtió en el chivo expiatorio perfecto para justificar la resistencia institucional a políticas populistas y el aparente fracaso de reformas prometidas.

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Sorprendentemente, grupos demográficos diversos encontraron atractiva esa teoría: votantes afroamericanos vieron en ella una explicación para la persistente desigualdad racial; jóvenes desilusionados la adoptaron para describir su precariedad económica; latinos establecidos la utilizaron para justificar sus preocupaciones sobre la inmigración, y mujeres conservadoras la abrazaron como justificación para el avance de políticas progresistas que consideran amenazantes.

El ‘populismo 2024′ de Trump elevó la lucha contra el ‘estado profundo’ a un nivel casi mesiánico. Su promesa de ‘drenar el pantano’ se transformó en una cruzada moral contra una élite supuestamente corrupta, resonando con un 68 % de estadounidenses que, según el Pew Research Center, desconfían de sus instituciones.

La sobreexposición de la agenda progresista o ‘woke’ fue presentada como una herramienta del ‘estado profundo’ para dividir a la sociedad.

Esta narrativa fue particularmente efectiva en desactivar el apoyo tradicional demócrata: la juventud priorizó sus preocupaciones económicas, las mujeres se enfocaron en la inflación más que en el debate del aborto, y los latinos establecidos expresaron preocupación por la inmigración masiva.

Kamala Harris aceptó el triunfo de Donald Trump el pasado 5 de noviembre. | Foto: Copyright 2024 The Associated Press. All rights reserved

Los medios tradicionales, al intentar desacreditar esta teoría, inadvertidamente la fortalecieron. Cada crítica fue presentada como una confirmación de la existencia del ‘estado profundo’, creando un círculo vicioso de desconfianza que las redes sociales amplificaron exponencialmente.

La teoría del ‘estado profundo’ ha trascendido su origen conspirativo para convertirse en una poderosa herramienta política que canaliza el descontento social y la desconfianza institucional. Su éxito refleja una crisis más profunda: la pérdida de fe en las instituciones democráticas tradicionales y la búsqueda de explicaciones simples para problemas complejos.

Este fenómeno plantea desafíos fundamentales para la gobernabilidad futura. La desconfianza sistemática en las instituciones puede paralizar la administración pública y hacer imposible el consenso político necesario para abordar crisis reales como el cambio climático, la desigualdad económica o la reforma migratoria.

La comunidad internacional observa con preocupación cómo la mayor potencia mundial abraza una narrativa que socava sus propias instituciones democráticas. El modelo de ‘democracia iliberal’ que emerge, similar al de otros líderes populistas globales, sugiere una transformación profunda en la política internacional.

El triunfo de la narrativa del ‘estado profundo’ no es solo una victoria electoral; representa un cambio fundamental en cómo los estadounidenses entienden su democracia y sus instituciones y cómo desean ver sus valores frente a una ofensiva progresista en todos los frentes.

La pregunta crucial no es si existe realmente un ‘estado profundo’ wokista, sino cómo una democracia puede funcionar cuando una parte significativa de su población ha perdido la fe en sus instituciones fundamentales.