Hace unos días tuve la oportunidad de leer un artículo de Thomas Friedman en el New York Times, el autor de El mundo es plano, sobre los desacuerdos entre EE. UU. y China, los cuales se han escalado aceleradamente, desde el gobierno de Trump, continuado en el de Biden.

Su tesis es que resulta difícil de comprender este distanciamiento, existiendo unos lazos de unión tan profundos en materia económica. Obviamente, concurren otros factores perturbadores como la hegemonía en el este de Asia, donde se encuentran Japón y Corea del Sur, la posible y amenazante invasión de Taiwán, además de las últimas señales que ha dado Xi Jinping sobre su radicalización política. Todo lo anterior nos aproxima a un posible conflicto bélico que sería de consecuencias catastróficas para la toda la humanidad.

Alfredo Carvajal, columnista y empresario.

Como desenlace, insta a la cordura, el diálogo y al entendimiento, en busca del apaciguamiento, y llega a la conclusión de que lo más importante en las relaciones mutuas es la confianza entre las partes.

Su lectura me hizo recordar al héroe del repentino y hasta ahora constante progreso de China, Deng Xiaoping, a finales de 1970. Aquel que pronunció la famosa frase “Qué importa que el gato sea negro o blanco, siempre que cace ratones”.

Fue un gobernante ante todo pragmático, rompió la tradición dogmática de Mao que condujo a China a la ruina, incluso produjo hambrunas colectivizando la agricultura, y persiguió sin piedad a sus opositores.

Fui testigo personal del resurgimiento de las ruinas, cuando Deng Xiaoping contrató una firma americana, Stanford Research Institute, con el fin de invitar a empresarios de todo el mundo, para informarles que había constituido unas zonas especiales, donde se les darían todas las garantías necesarias a las empresas que quisieran establecerse y de esta manera abastecer el mercado interno de China, y, obviamente, también para exportar. Estuve en Shenzhen, entonces un potrero demarcado.

Veintidós años después viajé nuevamente, la empresa donde trabajaba tenía una oficina en Guang-zhou. Entonces tuve la oportunidad de visitar fábricas, conversar con empresarios de distintas regiones, pude constatar personalmente el milagro económico que había sucedido en escasas dos décadas. Shenzhen era una señora ciudad. La actividad productiva se había extendido por toda la costa este, de sur a norte. Se despertó el interés privado.

Con nostalgia y temor, ahora veo reverdecer en Colombia un gobierno cuyo acendrado dogmatismo lo obnubila y lo hace proponer tercamente cambios calificados por los expertos y personas eruditas de inconvenientes, con argumentos claros y contundentes. Como respuesta, el presidente Petro abolió la coalición, se refugió en sus partidarios incondicionales y apeló a las calles; se radicalizó. Su discurso del primero de mayo reciente así lo confirma. Si continúa ignorando el pragmatismo y el consenso, prefiriendo la tozudez dogmática, agudizando la polarización, se acentuará el odio y la sin salida.

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PD: He tomado la decisión de abandonar el oficio de columnista quincenal. Creo que debo dejar el campo libre para las nuevas generaciones. Casi 15 años es suficiente. Mil gracias a El País que me acogió y permitió manifestarme por tan largo período. Continuaré ejerciendo el oficio en otros campos.

Mil y mil gracias a mis lectores por elegirme y tolerarme.