Existió una mujer, doce siglos antes de Cristo, que fue consagrada desde la saga homérica como paradigma de la fidelidad femenina, pues tuvo que soportar durante años el acoso de cien príncipes pretendientes que devoraban su hacienda, mientras su esposo el sagaz Ulises guerreaba ante los muros de Troya. La sensata reina de Ítaca tejía durante toda la jornada una tela, con la promesa de que –tan pronto la culminara– de entre ellos escogería a su consorte. Pero en las noches destejía lo tejido, y de allí nace el giro “la tela de Penélope”, como artilugio para dar largas.
He mantenido por esta dueña un culto devoto, por cuanto atemperaba mis fiebres en esas noches borrascosas cuando me atenazaban los celos. Todas las mujeres, en la vida y en la literatura, estaban perdidas. Lecturas en el abismo como Sexo y carácter, de Otto Weinninger, El amor, las mujeres y la muerte, de Schopenhauer, Mi hermana y yo, de Niezsche e Ibis de Vargas Vila, por no hablar de toda la obra del divino Marqués de Sade que erigió a la mujer en objeto de la paliza morbosa, ni de Freud cuando les enrostra la “envidia del pene”, me habían dejado al borde de la misoginia, con peligrosa tendencia a la misantropía. De ello vino a redimirme el existencialismo humanista de Simone de Beauvoir, la conquista del trono universal de la belleza para Colombia por Luz Marina Zuluaga, la convivencia hippie en comunas con santas zen, las inquietantes novelas de Laura Restrepo y el monstruoso suplicio de Ingrid Betancourt.
Con la enseña parafraseada de que “mientras más conozco a las mujeres, más perro me vuelvo”, he ingresado a mi biblioteca como a una ermita, presidida –en medio de las obras de todos los autores que me secaron el seso– por una reproducción aceptable de la Penélope de la pintora española Maga Despistada, en memoria de su lealtad con el azotador de ciudades, que después de veinte años regresó a su isla disfrazado de mendigo, asaeteó a todos los pretendientes, ingresó al tálamo, y no se sabe por qué a los pocos días estaba embarcándose con nuevos compañeros hacia otra Odisea, la que nos narra Kazantzakis, continuando la crónica de su colega invidente.
Al comienzo de mi jornada beso a mi fiel Penélope, antes del café y del periódico, y de sentarme a la máquina. Tengo el encargo de un artículo sobre Pan, dios de la sexualidad desmedida. Perseguidor de ninfas por las campiñas –entre quienes sembraba el ‘terror pánico’–. Siringa se transformó en caña verde en su huida, de la cual él hizo ‘la flauta de pan’. Pitis en abeto, que él convirtió en su guirnalda. En cambio, Eco, sintiéndose desdeñada por el bello Narciso, se plegó a su feúra. Su pinta era lo más parecido al diablo de la mitología vaticana. Cara barbuda, cornamenta caprina y mentón saliente. De la cintura hacia abajo una verdadera cabra, con patas secas y nerviosas que terminaban en unas pezuñas hendidas. Tal como afirma haberlo visto Gabo en un tranvía en Bogotá, ataviado como cachaco.
He incurrido en mis folios en busca de información secreta sobre este regio personaje, el gran Pan. ¡Y, santo cielo! Entre los chismes del Olimpo acerca de su nacimiento, por sobre la conseja oficial de que era hijo del propio Zeus y una de las ninfas, Calisto o Timbris –o de Rea y Cronos–, prima que nació de la relación de Hermes, trasformado en chivo, con la reina de Ítaca, y de allí su apariencia homozoomorfa. Pero peor, cierta mitología echa a rodar olímpicamente que fue producto de la unión monstruosa de Penélope con sus cien pretendientes al tiempo, probablemente sobre la tela inconclusa. Por eso llevó el nombre de Pan, “el hijo de todos”.
Con razón Ulises volvió a zarpar. La taimada resultó más astuta que el más astuto. Estoy escandalizado. Me tocará bajar de su pedestal a mi ídolo erróneo. Tal vez la envíe de regalo a la Federación Feminista, para que la instaure como un icono a la fidelidad derrumbada. Mientras yo vuelvo a colgar a mi Marilyn. Ay, Penélope.