Comparto la opinión de Gustavo Álvarez Gardeazábal, en su obra La Novela colombiana, entre la verdad y la mentira, en el sentido de que es en la novela donde se encuentra el hilo de la verdad nacional.
Sostiene nuestro preciado escritor vallecaucano que después de El Moro de José Manuel Marroquín, donde el país ya no era la arcadia feliz, La Vorágine de José Eustasio Rivera, fue para su autor “la única manera de evitar el despojo del territorio nacional y la violencia económica y física sobre sus habitantes”, convencido como estaba de que la Colombia desconocida era cruel (p.75).
La novela, publicada en 1924, mostró al mundo la vasta extensión de Colombia más allá de las cordilleras y llanuras, en donde se alza la selva magnífica de la Amazonía, testigo de inhumanos padecimientos de comunidades indígenas explotadas durante la fiebre del caucho. El largo recorrido de Rivera, inicialmente como miembro de la comisión demarcadora de la frontera colombo venezolana, hizo posible el relato y la denuncia de esa realidad tras la aventura de su protagonista, Arturo Cova.
Este clásico de la literatura colombiana se abre con la inolvidable primera línea: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. A cien años de haberse dado a conocer la obra, la violencia no se detiene, ha mutado y expresado de diversas formas a lo largo del tiempo con variados actores, y también otras novelas han sido invaluables como fuente de reflexión y creación literaria en torno a dichos acontecimientos.
Al margen de las causas, y salvo por algunos tiempos de relativa paz, los colombianos hemos sido testigos o víctimas de la pasión y el desenfreno por el poder o la riqueza. Para infortunio del país, episodios cruentos vendrían durante el período de la violencia bipartidista entre liberales y conservadores, y posteriormente con la aparición y fortalecimiento del narcotráfico, guerrillas, autodefensas, minería ilegal, entre otras actividades delictivas.
Hoy, con diversos rostros, cual capataces de las caucherías, campean bandidos armados hasta los dientes, con ínfulas de mando y propósito de control sobre centenares de municipios que se disputan los grupos armados, merced a la insuficiente presencia del Estado y de la justicia, y al notable debilitamiento de la fuerza pública en el marco de la llamada ‘paz total’.
La Defensoría del Pueblo ha advertido el peligroso aumento de la presencia del Clan del Golfo, la guerrilla del Eln, las disidencias de las Farc, además de estructuras del crimen organizado en varias regiones de la geografía colombiana. Por eso es comprensible la sensación de impunidad dominante al ver a la delincuencia y los grupos armados ganar terreno, aprovechando el espacio y la voluntad del gobierno en la pretendida paz, así como de incertidumbre en el tablero de la política de sometimiento y acuerdos, de cara al año electoral 2026.
Aun así, somos más los colombianos que desde las actividades diarias contribuimos a la estabilidad del país y apelamos al correcto desempeño de las instituciones. La opinión pública y gobiernos locales hacen los mayores esfuerzos posibles para promover la conciliación y la seguridad en medio del desconcierto, exigiendo de autoridades y del ejecutivo un apoyo decidido para la protección de la vida y del ejercicio de los derechos de los ciudadanos de bien.