Cuánta gente me ha manifestado su admiración o su envidia por el privilegio que tuve de asistir a mi propio entierro por las redes, y pulsar el dolor de los propios deudos, y deudas que esas sí tengo. Así el tal sepulcro fuera pura ficción como suelen ser mis memorias. Nunca me imaginé tan amado ni que haría sufrir a tantos en las horas oscuras del insuceso, pero me maravillo con las celebraciones cuando todo se hubo aclarado. Pues sí, así fue, asistí a la clínica por no dejar de joder a que me examinaran el dolorcito que me había dado en la espalda.
Los poderosos detectores radiológicos no hallaron la menor huella de la molestia, pero para no perder le enchufada siguieron subiendo a otros órganos y encontraron agazapado un trombo en mitad del pulmón derecho, “donde su repercusión podría ocasionar fallo respiratorio, cardíaco e incluso la muerte de no detectarse y tratarse a tiempo”. Según informe a partir del Tac, habría habido riesgo alto de mortalidad en 30 días. Era una nueva señal de la Providencia que ni de noche ni de día me desampara de los males y los peligros que desde adentro y desde afuera acechan los cuerpos. Y a cuidados intermedios con el caballero andariego. Mi hijo me tomó una foto respirando oxígeno puro y para chicanear la mandé por Facebook, quiero decir, para que la chica de la cita no me esperara.
Me convertí en el tema de los paliques. Entre ellos el de tres amigos de mi salutífera alma, los poetas Fernando Herrera, Santiago Mutis y Juan Manuel Roca, quien a partir de la medianoche cumpliría años. Con él habíamos ejercido el pugilato poético por largo rato, mandoble va mandoble viene pero no con la de Bolívar, hasta que nos sorprendimos dando las manos en la misa de celebración del final de la Guerra de los Mil Días, cuando el sacerdote del Voto Nacional dijo, “ahora pueden darse fraternalmente la paz”. Testigos fueron el alcalde Mockus y María Mercedes Carranza. Eso fue definitivo. Los mandobles se convirtieron en güisquis dobles.
Imagino que hablaron bellezas de esta belleza, de este mortal experimental que se pasó la vida bebiendo, comiendo y leyendo frutos y libros prohibidos. Que incursionó en la poesía, el periodismo y la publicidad, en lo que le fue tan bien como en el juego y en el amor, pues ganó premios gordos y cosechó novias suculentas. Era tan gracioso y de buenas pulgas que se le podía tolerar que fuera también un poco jactancioso, como Woody Allen y Cassius Clay.
Aprovecho para confesar que me siento un animal de fortuna. No de bancos, donde a duras penas manejo el pan nuestro de cada día, sino por mantener la creencia “en la resurrección de los muertos y en la vida perdurable”, como la que me toca con este episodio de desconciertos, donde luego de que los medios de comunicación me hicieron descender por unas horas a los infiernos donde no encontré a nadie, ni al diablo, caigo de nuevo en los brazos del amor humano.
Pasada la medianoche Herrera asegura haber detectado en el celular mensajes que lamentaban la partida sin despedirse del nadaísta hospitalizado y llamó a los amigos que acaban de irse para comunicarles la mala nueva. El poeta Roca publicó una sentida nota necronomicónica y la noticia se disparó como Mayacovsky.
Aunque no tengo madera de muerto, se me conoce ahora como ‘el resucitado’ por donde paso, una especie de lazarillo que se conduce a sí mismo en busca del recto sendero. El desencarnado restablecido. El muerto sin sepultura como nuevo personaje del drama de Sartre. O el de la tumba sin sosiego, de Connolly. Es todo un episodio de magia blanca. He llorado mi muerte, en especial porque no fue del todo ficticia. Parezco un habitante del otro mundo en que no puedo consumir ni pizca de alcohol, con el pastillaje.
Los famosos trombos o coágulos se generan ante todo por la falta de movimiento, como es el caso de los eremitas y el mío. Conmigo obedecen a la persistencia en la poesía y en el amor. De las 24 horas del día paso 12 en el escritorio y 12 en la cama, de las cuales 8 durmiendo. Pero me he propuesto caminar por lo menos 5 kilómetros sin zapatos sobre el pasto cortado, como lo hace hoy ‘Timochenko’. Las bebidas espirituosas aceleran la anticoagulación, por lo tanto debo tener cuidado, no sea que arrancando una rosa de mi jardín me pinche un dedo y termine desangrado como Rainer María Rilke o la heroína del cuento de Gabo.