No hay nada más efímero que la dicha, ni nada más eterno que la fatalidad. Pareciera que en algún momento de la historia hubiésemos desaprendido la alegría y convertido la tristeza, la desgracia, como método de vida. Es como si alguien, quizás por equivocación, hubiese programado un ciclo corto para el júbilo y uno largo, muy largo, para el tormento y la flagelación.
Fíjense, por ejemplo, cómo en el hogar, en el trabajo, en los espacios cotidianos, las palabras de reconocimiento ocupan segundos, mientras aquello que nos produjo depresión se eterniza en la memoria, logrando que un rictus de tragedia se estacione en el alma. Entonces, la capacidad de felicitar al otro, a la hija, al colaborador, a la alumna, es diminuta, por prejuicios y temores en torno a que ello signifique relajamiento o, lo que es peor, que aquella persona se convierta en un dios por decirle que hizo algo bien. Hay quienes piensan que es mejor apostarle a la presión, al señalamiento, la queja y la crítica para alcanzar mejores resultados. Son esos odiosos que van por ahí diciendo que todo está cada vez peor o que nada irá mejor si nos alimentamos de la emoción que produce el triunfo propio o ajeno. ¡Vaya ironía!
Esta semana vivimos un momento de felicidad caleña, como hace mucho no ocurría, al conocer la designación de nuestra Cali como sede de la COP16, el evento de biodiversidad más importante del mundo, que se realizará entre el 21 de octubre y el 1 de noviembre de este año en Colombia, y para el cual hicimos una campaña bella, alegre y respetuosa, que nos unió alrededor de todo aquello que nos hace grandes. Y recordamos que se puede, que vivimos en una tierra privilegiada, a la que a veces no cuidamos como es debido, pero que agradecida hoy nos da esta enorme alegría.
Si bien, hay un montón de cosas por solucionar para garantizar el éxito de este evento, sobre todo darle el sitial que se merece a esa riqueza ambiental que abriga nuestra Sucursal del Cielo, la alegría que esto nos produjo no puede escaparse tan rápido como lo que dura un suspiro en la puerta de una escuela. De no ser por algunas voces vivas de la ciudad y del gobierno, que han mantenido la conversación activa en el universo digital, así como por las noticias que poco a poco se han deshilvanado desde el anuncio, es probable que muy pronto cayéramos de nuevo en esa depresión de ciudad, ese estado lúgubre al que sucumbimos frente a tantos innegables problemas que estamos llamados a enfrentar con acciones colectivas, en lugar de sembrar la desazón.
Se viene ahora una ardua labor en los ocho meses que restan para el evento de talla mundial, si queremos que el mismo transcurra en tranquilidad y sea un éxito. Claramente no vivimos en Suiza; no somos una ciudad europea y eso lo deben tener claro nuestros gobernantes. Pero qué podemos, podemos y ya lo hemos hecho. Nos merecemos sacudir tantas penas y ver el vaso medio lleno: vendrán más de doce mil personas, la economía se moverá, la gente vivirá la ciudad y el visitante la caminará. Eso es más sano y gratificante que amargarnos el dulce sabor que algo así, casi comparable a los inolvidables Juegos Panamericanos de 1971, nos puede representar.
Caleña, caleño, vecinos de todo el Pacífico, al que con este evento representamos: abracemos la alegría, por el tiempo que sea suficiente para sentir su magia, reconciliarnos; creernos el cuento, sonreír. Y ello aplica para tantas cosas en la vida, que si lo hiciéramos doctrina, disminuiría ese enfado en el ambiente que nos impide ver la oportunidad. Permitámonos la celebración, la gratitud y la buena vibra como principios para caminar hacia una mejor ciudad. Y empecemos desde ya a prepararnos con toda, porque la ‘Cop diejiseis’ es de Cali, ¡oís!
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