Llegados a la ochentena, los que tuvieron la paciencia, la persistencia y la resistencia de soplar tanta esperma comienzan a caminar sobre la cuerda floja sin malla de seguridad, así aún sean dechados de salud, el esqueleto se les mantenga erecto como el deseo, tengan una respiración acompasada, un corazón de generosos latidos y una familia que vela porque no se apaguen.
El paso en falso puede consistir en un resbalón por la pasarela, en la hincada de dientes de un can rabioso, en una furia fundada o sin fundamento, en una ingestión de hongos equivocados, en un atentado por una falla lingüística. Se hizo uso del vehículo que proveyó la naturaleza, con su previsión de cambios y su más que predeterminado kilometraje. Nadie se muere la víspera, pensó alguien, pero no alcanzó a terminar de escribir la frase. Es el momento cuando el ente experimental se las sabe todas, pero ya para qué, a no ser que sus ínfulas de escritor o de artista redentorista le impulsen a querer dejar el testimonio de sus experiencias por el filo de la navaja, que bien pueden servir a quienes se inician por las rutas sin mapa de la aventura, así sea para apartarse de esas ínfulas salvadoras.
¿De qué me sirvió la vida —puede uno cuestionarse—, aparte de esa catarata de espasmos y carcajadas, si se tuvo la fortuna y el humor de gozarlos, o esa cadena de sufrimientos por amor o por injusticias que no pudieron paliarse, o ese sacrificio por los demás de los altruistas que se ganaron la palma? En este viaje existencial comenzamos preguntándonos ¿a qué vine?, hasta que algún maestro de obras nos dijo que a cambiar esto y a ello nos aplicamos. Armados con la discontinua metralleta de la palabra. Muchos se las tiraron de salvadores del mundo y no fueron capaces de construir una balsa. Se quedaron monologando. Este mundo no es redimible ni por Dios ni por los ateos, fue la conclusión finalista.
A qué horas envejecimos, pregunto, si hasta hace muy poco éramos todavía los apuestos caballeros de la cama redonda, los pregoneros de la resistencia contra la osificación de la vida, los adalides de la nueva ola y las ventoleras del cambio, y todavía figuramos en las últimas páginas de las antologías de poesía joven del país y del mundo, sitios que eran obsoletos cuando contra ellos lanzamos nuestras proclamas y ahora están más en las últimas que nosotros. Ni siquiera por efecto de esos soflamas, sino por la toxicidad de la más diminuta partícula con sabor a murciélago.
Uno no puede vivir sin su cuerpo por grande y plena de virtudes que tenga el alma. El que padece muchas muertes a medida que van cayendo familiares y amigos, que son los que conforman el soporte del ser y su levedad. No me repongo por ejemplo de la desaparición de Luis Ernesto Valencia, poeta de 10 años, hijastro de Elmo Valencia, y de María de las Estrellas, poeta de 13 años, mi hijastra, pero me regocijo de saber que este año sus obras circularán por el tout París en edición francesa de Boris Monneau, como ya lo están haciendo en edición española de Michael Benítez desde Bogotá.
Quedó uno huérfano con la desaparición de Gabriel García Márquez y de Ernesto Cardenal, aunque agradecido a la evolución por haberlo hecho su coetáneo. Y aún se le aguan los ojos con la ida más o menos reciente de carnales como Elmo Valencia, Mario Francisco Restrepo, Verano Brisas y Ramón Illán Bacca, y panas como Rogelio Echavarría, Fernando Soto Aparicio, Santiago García, Álvaro Miranda, Elkin Obregón, el intrépido Iván Trejos de México, el místico estruendoso venezolano Armando Rojas Guardia y el grandioso argentino Rodolfo Alonso.
Bienaventurados los que saben ahora adónde se va a dar después de semejante aleteo que es el paseo por este mundo al que se vino a concederle existencia. Mundo que no existía antes del parto. El que desaparece al cerrar los ojos.
No mueren sino los que nacieron para ello, oí que decía un maestro zen sin leer las noticias del genocidio. Y fue aplaudido con una sola mano por sendos discípulos a medida que iban cayendo.