Antes de abordarla me tomé unos minutos para observarla, para recordar el movimiento de sus manos, el énfasis en sus palabras, su sonrisa siempre franca y verdadera, una hazaña en tiempos de ‘fake smiles’. Pude observar el cansancio en su expresión, el desgaste de años tratando de llevar a buen puerto un barco que naufragaba inexorablemente. Cuando ya la tuve enfrente, en uno de los salones de la Universidad Autónoma de Occidente, fue como regresar en el tiempo. La cordialidad de siempre, sus detalles, el aprecio mutuo. Pero también fue inevitable percibir que con su pronta partida del diario El País toda una gran historia empresarial y del ejercicio periodístico se marcha también.
María Elvira Domínguez, una mujer que admiro profundamente y que se ganó el corazón de todos aquellos que trabajamos en El País, se echó al hombro la gran responsabilidad de evitar el cierre del diario más importante del suroccidente colombiano. Gracias a ella -aunque en su modestia diga que fueron montones de personas- este Titánic que se desmoronaba cada año logró llegar hasta el puerto del emporio Semana, quien ya se hizo cargo de esta empresa periodística tan cercana al corazón de los vallecaucanos.
Con la partida de María Elvira se marcha una historia de tradición periodística, una querida familia que hizo grande esta región, que se preocupó por la libre expresión, que formó cientos de comunicadores y que abrió su casa para que periodistas ‘rookies’ de los que hice parte se prepararan, aprendieran y escucharan a lo más granado del periodismo regional.
En esa sala de redacción que ahora se transforma y que ya no se parece en nada a lo que alguna vez vivimos, escuché magistrales exposiciones de Rodrigo Lloreda, aprendí del excelso conocimiento que sobre la ciudad desplegaba Kiko Lloreda, disfruté de la calidad personal inigualable de Eduardo Fernández de Soto y tuve el honor de conocer de primera mano la brillantez, la sensibilidad y el gran sentido común de María Elvira Domínguez. Para ellos, todos directores del diario El País, solo tengo palabras de agradecimiento por la confianza, y por la oportunidad de conocerlos, fue un viaje magnífico de vida, de aprendizaje, de amor por el periodismo, de debates y, sobre todo, de respeto.
Hoy cuando el periodismo se ha transformado, cuando las formas son otras, cuando los ‘Like’ parecen más importantes que la búsqueda de la verdad y cuando los periodistas se han convertido en una suerte de ‘vedettes’ que reemplazaron la noticia misma, me refugio en los recuerdos de un periodismo hecho a pulso, en la calle, en la esquina, en la puerta.
Remembranzas de un pasado en una redacción que me permitió rodearme de mentes brillantes, escritores agudos, pensadores punzantes que no tragaban entero, que nos enseñaron sobre René Descartes y su duda metódica, esos mismos maestros que nos develaron los secretos del oficio. Detalles, filigranas, minucias que los hoy decanos del oficio no pueden enseñar porque ya no hay tiempo, qué paradoja. Ahora los periodistas somos cumplidores de turnos, fantasmas solitarios y silenciosos frente a una pantalla de celular u ordenador produciendo noticias como si fueran morcillas, modernos Sísifos que nos levantamos una y otra vez a mover la misma piedra, sin preguntas y aún menos respuestas.
El fin de una ‘Belle Époque’. Gracias María Elvira y a través suyo a todos aquellos que hicieron grande El País, ese medio que convirtió en certeza uno de los eslóganes más bellos que haya podido tener un medio de comunicación: “El diario de nuestra gente”.